CONTRATAPA
La chapa y el árbol
› Por Raúl Kollmann
Hace doce años, en medio de una furiosa tormenta, al Centro Cultural y Deportivo Israelita de Ramos Mejía (CIR) se le voló una chapa de una especie de quincho que tienen en su modesto predio. La chapa no lastimó a nadie, pero aterrizó en el árbol de una casa lindera, propiedad de quien se hacía conocer en el barrio como médico legista militar, el doctor Miguel Terencio. Cansado con la joven democracia, Terencio decidió rápidamente instalarse en Sudáfrica, donde murió.
Quien se quedó con la casa y el árbol fue la esposa del doctor Terencio, la señora Beatriz Ragusa de Terencio, quien inició un juicio por daños contra el CIR. La señora ya había mostrado su profundo desagrado de convivir con esa institución electrificando el alambrado que separa a ambos predios. Los daños no se pudieron constatar por lo cual esa parte de la demanda fue desechada, pero el juez y la Cámara de Apelaciones consideraron que hubo daño moral, porque la señora “ha sufrido un deterioro anímico y que no se haya producido prueba para aceptar el daño material no implica que no se hayan probado consecuencias dañosas en lo espiritual. Las molestias sufridas, al producirse en un inmueble lindero a su domicilio, producen turbaciones a la tranquilidad personal”. En verdad, la Justicia condenó al CIR porque la señora Terencio no quería convivir con un centro cultural que fue fundado en 1932 y que existía en el lugar y realizaba actividades en ese predio –incluso hubo una colonia para chicos– desde antes que ella comprara la propiedad lindera. La chapa que se voló del quincho y fue a dar al limonero fue la ocasión para la arremetida final.
En 1998, el juez condenó a la modesta institución judía a pagar 10.000 pesos más las costas por el daño moral. Hubo apelaciones e incluso un debate judicial por las costas y los costos. Lo cierto es que ahora –después de 12 años de batalla en Tribunales, con evidentes problemas para costear una buena defensa– existe un fallo de segunda instancia de la Cámara de Apelaciones y, según el cálculo de los abogados, el CIR deberá pagar un total de 40.000 pesos. Para una institución que sólo alberga a gente humilde, que tiene un presupuesto mensual de 700 pesos, la sentencia significa una de tres cosas: el cierre definitivo, la venta de una parte del predio o que la gente misma lo salve.
El CIR es una institución judía poco habitual. Recientemente invitó a exponer al embajador de Palestina en la Argentina, Suhail Akel, y gran parte de sus miembros sostienen la postura de que en Medio Oriente debe haber dos estados, uno judío y otro palestino, viviendo en armonía. También allí, en el predio del CIR, funciona la asamblea barrial de Villa Sarmiento, una agrupación de defensa de los consumidores, un centro del Frente Amplio Uruguayo y los alumnos de la Escuela 21 suelen realizar sus clases de gimnasia porque no hay lugar en la escuela. También allí, Osvaldo Bayer impartió recientemente una de las clases de la cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Buenos Aires. Por último, el CIR tiene un grupo de teatro, llamado Ana Frank, que funciona desde hace años y fue declarado de interés municipal.
Este fin de semana, el Centro Israelita de Ramos Mejía cumple 70 años y debe resolver el dilema. El domingo al mediodía, en su sede de Emilio Mitre 437, Villa Sarmiento, Ramos Mejía, (teléfono 4658-4292), la entidad realiza un almuerzo solidario para ver si puede recaudar la mayor parte de los 40.000 pesos que se necesitan para pagar la sentencia. Si no se logra, la decisión es vender una cuarta parte del terreno que hoy tienen: es la única carta para subsistir.
El CIR afronta las enormes dificultades para sobrevivir que hoy tienen la mayoría de los clubes, colegios y asociaciones culturales judías. Es también lo que les pasa a casi todos los clubes de barrio de la Argentina, una red que construyeron los inmigrantes, que fue un modelo democrático extraordinario –hasta hoy se siguen votando en forma ejemplar las comisiones directivas de todos esos clubes, incluyendo los de fútbol–. En este caso un fallo judicial y en muchos otros el drama económico que proviene de socios que ya no pueden pagar ponen a los clubes y centros culturales contra la pared. Son centenares de batallas por la sobrevivencia en las que no está dicha la última palabra.