› Por Mario Goloboff *
Cuentan que en tierras fervientemente pobladas del Indostán (arcaísmo con el que se conocía la enorme extensión que hoy comparten la India, Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka, Bután, Nepal y hasta las islas Maldivas) convivían diversos pueblos de diversos orígenes, creencias y lenguas durante los primeros siglos de nuestra Era. Habían dejado ya bien atrás la esforzada y mezquina época de cazadores y recolectores y se dedicaban con ahínco e inexperiencia a una agricultura favorecida por las bondades del clima, la exuberancia de la vegetación, el régimen de las aguas, la feracidad del suelo. Hombres, mujeres, viejos y niños trabajaban del alba al crepúsculo, se alimentaban discretamente con poco arroz, dátiles, higos, leche de coco, semillas de lino y de sésamo y, los que podían, y ocultándose, frutos marinos que quedaban en las playas y ostras; rezaban a sus dioses (que eran numerosos y extraños, antes de empezar, para algunos, a ser uno solo), cantaban sus cánticos y mantras, bailaban ardientes y para ellos eróticas danzas, tomaban un exquisito té, absorbían vapores de cáñamo, mascaban hojas de betel, comían o fumaban opio, vivían en una relativa paz. Eran pobres y no ambicionaban ser ricos porque nada sabían todavía de la pobreza ni de la riqueza, salvo las generosas versiones del más allá que ciertos dioses de aquéllos les prometían y muy pocos probadamente otorgaban.
Purna era uno de esos poblados. En sánscrito, este nombre equivale a lleno, pleno, abundante, cumplido a cabalidad, satisfecho, acabado, contento, perfectamente familiar, la plenitud, lo suficiente... El topónimo que se daban, da cuenta, también a cabalidad, de lo que de ellos mismos pensaban esencialmente sus habitantes y habían pensado durante generaciones sus ancestros. Como es fácil advertir, se sentían, o quizá fueran, algo diferentes de los otros. Practicaban, claro, los mismos oficios; trabajaban la tierra y comerciaban elementalmente con los vecinos; tenían dioses similares o levemente distintos; hablaban parecido sánscrito, aunque, en proporción, más mezclado con voces zend, persas, parsi, malabar, pali, pehlevi, talinga y un tantico griegas, quizá por su cercanía del mar.
El mar era el del oeste, el Arábigo o, para conservar el gusto por los arcaísmos, el Mar de Omán. Aquella impureza del habla no les impedía tener un discurso elaborado, inteligente y complejo, una literatura oral bastante estimada y una poesía sublime y opaca. Tampoco callar, ejercer la meditación, practicar con éxito la inspiración, la retención del aliento, la exhalación; ascender o creer ascender cada tanto al Nirvana, transcurrir por el éxtasis.
Los habitantes de Purna pensaban, así, ser muy diferentes. En realidad, tenían sus pequeñas particularidades como todos los otros, y nadie, salvo los nativos de Purna, los veía tan distintos. Se adornaban con unas pocas virtudes que no valoraban sobremanera y con numerosos defectos que tomaban como virtudes. Había, sin embargo, un rasgo de su carácter que con el tiempo se fue ahondando y que con la reiteración terminó por perderlos.
Cada vez que después de una tempestad, un devastador vendaval, una inundación, una hambruna espantosa, un temblor agónico, comenzaban de nuevo a erguirse, lo conseguían gracias al tesón y a la voluntad que de modo innato los animaba. Volvían a avizorar la plenitud, el bienestar, la tranquilidad. Pero a los pocos años (o, lo que, para nosotros son nuestros años) un mal singular los acometía, una fatiga, un desencanto primordial; dejaban de trabajar, de dormir, de procrear, de crecer, comenzaban a disputarse entre ellos, a cambiar rápidamente de jefes y jefas, a aborrecerlos, volvían a sentirse incómodos, hostigados, propicios para cualquier castigo divino o humano. Nadie sabía de dónde venía ese malestar, el desánimo, la incertidumbre, el apocamiento, pero él cundía como una tormenta, como un temporal. Los enemistaba consigo, con los demás, con la naturaleza y el viento, con las riquezas y las fierezas del mar.
Es probable que en medio de estos estados del alma, durante una baja de las mareas, durante tres noches de luna llena, durante un largo y sofocante temblor, también ellos se hayan hundido, casi sin darse cuenta, así como los animales o los planetas no son conscientes de sus movimientos y sus caídas. Sólo se conoce otro caso de parecida extinción misteriosa en la historia humana, el de los Mayas, “los griegos del Nuevo Mundo”, de quienes los conquistadores apenas encontraron testimonios de su grandeza: monumentos arquitectónicos, escuelas pictóricas, descubrimientos astronómicos, la invención o hallazgo del cero, y muchos más, pero ni una sola señal de vida ni de las causas de su borramiento, tiempo antes de que aquéllos llegaran. En el caso de Purna es todavía peor: no se encontró nada, ni pirámides, ni altares de piedra o arcilla, ni restos de cerámica o barro, ni jeroglíficos tempranos y austeros. Absolutamente nada, salvo, en el vasto y desconocido espacio del tiempo, esta dudosa leyenda.
Los Sutras son aforismos o verdades espirituales cuyo contenido está expresado en lenguaje enigmático; generalmente, no son inteligibles por sí solos y requieren, a veces, de explicaciones aclaratorias. Un Sutra casi perfecto y muy emblemático (y, por eso, sólo en apariencia absurdo) dice que la India es más grande que el mundo. Acaso naturalmente, muchos aceptarían, entre cuarenta millones de seres que habitan otro rincón de la esfera y que en desdichada época portó también aquel nombre, que Purna reemplace en ese aforismo a la India.
* Escritor, docente universitario.
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