› Por Rodrigo Fresán
UNO ¿Qué se puede hacer salvo leer novelas policiales? O mejor dicho: ¿por qué todo el mundo –en los cafés, en los aeropuertos, en el tren de alta velocidad, en el metro– sostiene entre sus manos, con los ojos bien abiertos y moviendo los labios como si rezaran, libros que chorrean sangre caliente en este invierno español tan frío? Se me ocurren varias teorías posibles y ninguna respuesta definitiva. Tal vez tenga que ver con que en los tiempos de grandes crisis económicas pensar en el crepúsculo del Imperio Británico, en la Gran Depresión made in USA de los años ’20, en el Big Crack de ahora mismo es cuando más se descorchan venenos y se disparan armas para que florezca el cadáver en la biblioteca, flote boca abajo el cuerpo de un gangster en un muelle o una hacker punkie eleve al asesinato y la venganza escandinava a una de las bellas artes. Cuando estamos en problemas, buscamos soluciones, sí. Una cosa queda clara: los códices ancestrales, los niños brujos y los vampiros bien peinados van y vienen y pasan, pero el policial permanece.
DOS Porque, finalmente, el policial es novela histórica y fiel retrato social. Dime cómo matas y te diré cómo vives. Y de ahí ese perturbador y delicioso escalofrío que sentimos leyendo acerca de un tipo normal hasta ese día en que no aguanta más y decide hacer algo que, teóricamente, no estaba en el guión de su vida pero sin embargo... A eso se refiere Guillermo Saccomanno, autor de la apenas futurista y muy oscura El oficinista –ganadora del premio Seix Barral– cuando precisa: “Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición. Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder... La tragedia del oficinista, cuyo destino parece responder a las leyes de Murphy, es decir, las leyes del capitalismo, puede ser la de cualquiera... Piensen nomás en qué ocurriría si pierden el trabajo. ¿De qué abyecciones seríamos capaces, escritores y lectores, con tal de que el poder no pise nuestros dedos agarrados a la cornisa..? Y, sí, en esta España de final de fiesta todos leen novela negra porque en ella hay tanta gente como uno: unos quieren entrar como sea en el reparto, mientras otros sólo quieren salirse con la suya.
TRES Gente como Eric Cash, protagonista de La vida fácil, la nueva novela de Richard Price, maestro absoluto del thriller. Habitante del trendie y cool Lower East Side, Cash es un neoyorquino de treinta y cinco años. Un bohemio profesional que sueña con firmar una obra maestra o ganar un Oscar o lo que sea –lo que sea con tal de dejar ese restaurante donde sirve a otros en lugar de ser servido– mientras comienza a oír las ominosas campanadas del reloj biológico masculino. Ese que marca los días, horas y minutos que faltan para alcanzar el momento de saber –y de que todos sepan– que ya no eres una futura promesa sino, apenas, alguien que no cumplió esa promesa. Y que empieza la vida difícil. Una noche, Cash es testigo del asesinato de su amigo Ike. Y, al ser interrogado, Cash se contradice en algunos puntos clave. Lo que sigue es la paciente investigación del oficial de policía Matty Clark. Y, de pronto, los medios deciden que ese homicidio es simbólico de “algo” y, ay, Cash descubre que es famoso, sí; pero por todas las razones incorrectas.
Acompaño a Price por Madrid y Barcelona para conversar en público sobre el narrar en imágenes. Price, se sabe, es guionista top además de responsable de los diálogos en varios episodios de la que acaso sea la mejor serie televisiva de los últimos años o de todos los tiempos: The Wire. Saga de aliento tolstoiano, crónica de la decadencia y corrupción de Baltimore y cinco temporadas que atentan contra todo lo establecido en lo que hace al tempo catódico, fracaso económico y de audiencia para la HBO (para Price la explicación para esto pasa porque la serie no tenía un héroe individual sino un coral). Sin embargo, The Wire es un culto creciente gracias al DVD. Price es gracioso y cínico y –frente a un auditorio colmado– no tiene problemas en calificar a los demás a la velocidad del zapping. Así, Sex and the City, The Tudors y True Blood son “para chicas”, Mad Men flirtea “con la nostalgia por algo que nunca existió”, Dexter “tiene su gracia”, Deadwood “vale la pena por el malo” y Lost “es lo más estúpido jamás hecho; aunque el pobre gordo me cae bien”. Pero no: para Price no hay revolución o edad dorada o Gran Novela Americana en el aire. Hay más y mejor trabajo; pero él es guionista para poder ser novelista. “¿Y cuál de esas partes es Dr. Jekyll y cuál es Mr. Hyde?”, le pregunto. “Ninguna. Uno siempre es y siempre será completamente Frankenstein”, me responde.
CUATRO James Ellroy, en cambio, es el hombre lobo. Ellroy no ve televisión ni lee los diarios ni tiene móvil. En un taxi que le queda chico –Ellroy es enorme– le pregunto si hay algo de lo que no quiere que hablemos, en un rato, en el anfiteatro de la Biblioteca Jaume Fuster. Ellroy muestra los dientes: “No me interesa ni la jodida realidad, ni la jodida actualidad, ni el jodido Barack Obama. Hablemos de mí”. Minutos más tarde, Ellroy sube al escenario, se arranca de la cabeza los audífonos para la traducción simultánea, los arroja al suelo, abre por la primera página un ejemplar del flamante Sangre vagabunda (conclusión de su monumental Trilogía USA Underworld) y comienza a leer a los gritos, como un predicador en llamas, acariciándose rítmicamente su entrepierna, aullando como un perro demoníaco. Los asistentes no pueden creer lo que están viendo. Yo tampoco. “Estoy aquí para decirles que todo es verdad y que no es en absoluto como piensan”, ladra Ellroy quien, enseguida, contará cómo en su juventud mató a un doberman con sus propias manos y se metía en cuartos de señoritas para abrir los cajones y olisquear su ropa interior y luego explicar por qué Chandler le parece “un sentimentaloide sobrevalorado”. Ellroy –quien no duda en considerarse “el mejor escritor vivo”– sólo se rinde ante la figura de Beethoven y los cuerpos de las mujeres que, en los últimos años, le regalaron una crisis nerviosa. Escribió sobre todo eso en The Hilliker Curse –memoir que saldrá en el 2011–, pero, sonríe, “ahora soy un feliz hijo de puta”.
CINCO Días antes, voy a comer con Don Winslow, autor de El poder del perro, de paso por la ciudad como invitado del festival BCNegra. Mientras disfrutamos de un perfecto arroz negro, seguro, alguien pierde la cabeza en Ciudad Juárez. Es decir: se la cortan. Nadie sabe cómo va a terminar todo eso –Winslow apuesta por la legalización de todo y a ver qué pasa–, pero en su novela queda muy claro la manera en que empezó todo. Le pregunto cómo se le ocurrió ese terrible capítulo en el que unos niños mexicanos son arrojados desde un puente. Winslow me responde: “No se me ocurrió: ocurrió”.
En la mesa de al lado, un oficinista en la hora de su almuerzo lee el último thriller de éxito, tal vez buscando consuelo en un género en el que las cosas y los casos, para bien o para mal, se resuelven. Lo que –atención, advertencia– no siempre significa que ganen los buenos y los malos reciban su justo castigo.
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