› Por Osvaldo Bayer
Desde Salamanca, España
En esta histórica ciudad, con sus increíbles edificios del pasado, hablo en la universidad ante los estudiantes que realizan sus estudios sobre América latina.
Sorprende el interés del estudiante europeo cada vez más creciente sobre las culturas autóctonas y la historia del llamado Nuevo Continente. Me extiendo en un aula colmada acerca de nuestro bicentenario hasta que en el intercambio de preguntas y respuestas un estudiante me interroga, con expresión de querer saber la raíz de la verdad: “Queremos saber qué es lo que está pasando en la Argentina, Andalgalá, en Catamarca, se ha visto aquí en la televisión, cómo la policía ha golpeado ferozmente a una manifestación civil que lucha por el espacio ecológico contra el negocio de la minería”, y una estudiante agrega: “¿Esos hábitos de represión continúan siempre desde la dictadura?”.
Siento vergüenza como argentino de que sigamos dando ese espectáculo cobarde y salvaje de uniformados repartiendo palos a gente del pueblo que lucha por el derecho a la salud en su ámbito, por sus hijos, por ellos, por su paisaje. Otro estudiante viene para agregar que ha leído lo ocurrido en Villa La Angostura, allí en Bariloche, donde se han invadido las tierras ancestrales de la comunidad mapuche para entregárselas a los dueños del dólar.
Sí y claro, no hay explicaciones por esos hechos que deberían avergonzar para siempre a gobernadores, funcionarios y a esos uniformados que se prestan a blandir el bastón contra los derechos básicos de la población.
Les señalo a los estudiantes que me invade una inmensa tristeza como argentino ante sus preguntas. A más de tres décadas del comienzo de la desaparición de los mejores, en mi país no hemos podido todavía transitar el camino del respeto a los derechos esenciales de nuestra gente.
Andalgalá. No esperaba que se pronunciara ese nombre nuestro tan sonoro en los claustros del saber de la antigua universidad. Camino por sus pasillos formados por el arte y la búsqueda y de pronto entro en el verdadero paraíso: la biblioteca de incunables. Es como para quedarse allí para siempre. Sumergirse en las búsquedas de siglos de la humanidad. Permanezco en el centro del extenso salón que me observa de todos lados. Mi vista recorre los miles de libros que me miran. Ahí está la experiencia. El saber. Luego de percibir que los libros me miran con reproche, me digo: “No hemos aprendido nada”. Y percibo como si los libros me despidieran con esa palabra que hoy sonó en los labios de los estudiantes: “Anda... lgalá”.
En los diarios españoles de estos días se encuentra en sus páginas el recuerdo de uno de sus queridos poetas: Miguel Hernández, muerto en 1940 a los 29 años, en una cárcel de Francisco Franco, el “generalísimo” fusilador de poetas, el brutal asesino de misa diaria. Miguel Hernández... recuerdo la noticia, la tristeza sin consuelo. Había sido condenado a muerte por haber luchado por la República, pero murió en un camastro lleno de piojos en la cárcel, de hambre, porque había orden de no darle de comer. Pero de él quedarán para siempre sus versos llenos de paisaje y sentires mientras que de su asesino, cada día que pasa, tiene una estatua menos y un escupitajo más. La historia no perdona. Pone las cosas en su lugar aunque pasen muchos años. En recuerdo del poeta Miguel Hernández y por todos los miles de luchadores que salieron a defender la República ante los golpistas uniformados no pude menos que decir en el aula universitaria, donde tantos estudiantes escuchaban, que “mi sueño es ver a esta España que vuelva a ser República y que se acabe con esa monarquía absurda reinstalada por Franco”. Justamente ahora depende del rey si aprueba o no la ley de aborto, sancionada por la mayoría del Parlamento. La dignidad de la mujer depende de un hombre con corona, elegido no por el pueblo sino por su “sangre real”. El rey, una institución irracional del pasado, el principio de la desigualdad. Mi proposición es recibida con absoluto silencio. Pero después de unos minutos de sorpresa se comienza a discutir, a hablar del tema.
En el tren que me lleva a Barcelona abro el diario El Periódico de esa ciudad que a toda página trae una colaboración de su corresponsal de Buenos Aires donde toma como información importante lo que yo hace pocos días llamé: “cotorreo periodístico”. Cita mi investigación realizada hace cuarenta años sobre las huelgas patagónicas en la que describo, entre tantos hechos, el accionar en los años veinte del siglo pasado, en Río Gallegos, de una persona llamada Carlos Kirchner, que no tuvo por cierto un comportamiento muy ético en aquellas circunstancias. Ese dato histórico se ha tomado ahora como tema para desprestigiar al ex presidente Néstor Kirchner, nieto de aquel Carlos Kirchner. Esa campaña nos deja en claro el sucio y absurdo accionar de ciertos medios para desacreditar por contragolpe a la presidenta Cristina Kirchner. Nada más pequeño y absurdo. Ahora, hasta en Europa, se difunde ese chisme. Si bien El Periódico de Barcelona trae también mi declaración donde sostengo: “El nieto no tiene la culpa de lo que haya hecho el abuelo”, la noticia queda igual como lastre político para el nieto y su familia. Este ejemplo nos deja otra vez en claro cómo la mayoría de los medios manejan la opinión pública con informaciones sin importancia, pero que ensucian, en vez de dedicarse a informar, a fondo, sobre los grandes problemas que hacen a la vida y la dignidad del ser humano: los estados de pobreza, las injusticias sociales, lo absurdo del armamentismo, la investigación de los diarios negociados en la sociedad capitalista, la defensa de la institución escuela por sobre todas las cosas y los temas que hacen a la custodia de una vida con dignidad.
No. Como dijimos, la mayoría de nuestros medios se dedica al cotorreo que siempre deja las ganancias sucias de la demagogia. Miro el paisaje ibérico. Se me aparece la figura de Miguel Hernández, en su poesía, en su grandeza. Mientras nazcan poetas, pienso, siempre habrá esperanza de quitar la suciedad que algunos dejan en el paisaje de todos los días.
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