› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Hubo un tiempo en el que llegar a viejo era una hazaña comparable a ganar una guerra o matar a un dragón. No había antibióticos, la gente rara vez alcanzaba las cuatro décadas de vida y, si se superaban los múltiples peligros del videogame unplugged de la vida, no quedaba sino pensar que los muchos años equivalían a gran sabiduría y, en ocasiones, hasta a poderes mágicos. Ahora no. Ahora los viejos –la primera generación de viejos que amenazan con ser los viejos más viejos de toda la historia, viejos que van a vivir más años que nunca y protagonizar vejeces más largas que la infancia y la pubertad y la adolescencia y la primera madurez juntas– van a ser una molestia que excederá a la del círculo de íntimos y seres queridos que tal vez no los quieran tanto y los admiren aún menos. Ahora, parece, los viejos –en un primer mundo donde cada vez nace menos gente y donde resuenan cada vez más alto el despertador de la naranja mecánica y los gruñidos de la guerra del cerdo– van a llevar a la ruina a las cajas de pensiones, a la salud pública, a las endebles cuentas de los ruinosos estados. No va a haber jóvenes suficientes para mantener y cuidar a tantos viejos. Y los desempleados jóvenes que vayan quedando se acostumbrarán a vivir con sus padres/abuelos, a emborracharse los fines de semana en los parques, a enviarse mensajitos a través de teléfonos móviles cada vez más polimorfos y perversos, y a protestar contra el G-8 y el G-20 y el G-666. Algo así. Juventud, maldito tesoro.
DOS Tal vez por eso, la solución –y la polémica– que se plantea por estos días en España tiene que ver con el subir dos años la fecha para jubilarse. De los 65 a los 67 años. Trabajar más, aportar más. “El Pensionazo”, le dicen. Y los sindicatos ya han salido a las calles y todo eso. Y todo cruje, como los huesos. Y leo que los alegres jubilados ingleses –cortesía de la devaluación de la alguna vez todopoderosa libra en un 30 por ciento y la crisis económica– comienzan a abandonar en masa sus ya legendarios paraísos en la Costa del Sol y en la Toscana y en la Dordogne. Dos de cada tres británicos quieren/deben regresar, según los estudios de inmobiliarias locales. Se acabó el edénico sueño de vivir de vacaciones. Volver al laborioso purgatorio patrio y –dicen, rezan– sus lugares serán ocupados, si todo va bien, por iraníes y rusos y ucranianos. Bienvenidos, bienvenidos.
TRES Y ha sido un invierno duro y largo (el día en que escribo esto truena y sopla una nueva “tormenta perfecta” o “bomba meteorológica” o “ciclogénesis explosiva” de esas que han venido venecianizando ésta, por lo general, seca península) y yo cambio de clima y de tiempo leyendo The Pregnant Widow: gran y grande novela con la que Martin Amis regresa a lo más alto y reincide en intenciones y capacidades ya plena y admirablemente demostradas en Dinero, Campos de Londres y La información. Ya saben: la sátira como drama. O viceversa. The Pregnant Widow es –como las anteriores– una suerte de autobiografía codificada y aquí viene el veinteañero Keith (nombre marca Amis por excelencia) a pasar unas vacaciones con amigos y amigas, verano de 1970, en un coqueto castello italiano, mientras se propone leer buena parte de la literatura inglesa del siglo XIX y, ahí afuera, junto a la piscina, gira la revolución sexual. Porque Keith, también, tiene cada vez más realistas fantasías sexuales con la bella Scheherezade, mejor amiga de su novia. Así, The Pregnant Widow puede leerse como una versión sofisticadamente hardcore de aquellas perfectas novelas con ingleses en Italia de E. M. Forster. Pero The Pregnant Widow no se conforma con ser nada más que eso. Y quizá lo más interesante esté en los “intervalos” desde el presente que van interrumpiendo la acción, con un Keith en su tercer matrimonio y comenzando, sí, a transformarse en un nuevo viejo.
CUATRO Y es en estos intervalos donde más brilla y encandila Martin Amis. Y uno recorta papelitos y marca las páginas, porque nunca le gustó eso de andar subrayando. A ver: “Regla número uno: la cosa más importante sobre ti mismo es tu fecha de nacimiento. Eso que te mete dentro de la historia. Regla número dos: tarde o temprano, toda vida humana es una tragedia, a veces más temprano, siempre más tarde. Habrá más reglas”; “Cuando envejeces... Cuando envejeces te descubres haciendo el casting para el rol de tu vida; entonces, luego de interminables ensayos, finalmente eres la estrella en una película de terror: una sin talento, irresponsable y por encima de todo barata y con bajo presupuesto película de terror en la que (como suele ocurrir en las películas de terror) se reservan lo peor para el final”; “Alguna vez hubo un sistema de clases, y un sistema de razas, y un sistema de sexos. Esos tres sistemas ya no existen o están desapareciendo. Ahora tenemos un sistema de edades. Aquellos entre los veintiocho y los treinta y cinco años, idealmente frescos, son la súper-elite, los zares y las zarinas; aquellos entre los dieciocho y los veintiocho sumados a los que tienen entre treinta y cinco y cuarenta y cinco, son los boyardos, los nobles; todos los demás por debajo de los sesenta son la burguesía; todos los que están entre los sesenta y los setenta son el proletariado, y aquellos aún más viejos serán los siervos y esclavos”; “Y seremos odiados porque, al menos por una generación, la gobernabilidad se garantizará transfiriendo las riquezas de los jóvenes a los ancianos. Y a los jóvenes no les va a gustar. No les agradará ese tsunami plateado con viejos desbordando la capacidad de los servicios sociales y apestando las clínicas y los hospitales como una inundación de monstruosos inmigrantes. Habrá guerras de edades y habrá limpieza cronológica...”.
CINCO Ya sabemos que, hace milenios, el joven y maldito faraón Tutankamón no murió asesinado sino víctima de múltiples enfermedades. Y ya nos enteramos de que, noches atrás, el eterno Raphael perdió un diente mientras cantaba “Yo sigo siendo aquel” en Chile. Entre uno y otro hay un terremoto infinito de posibilidades y algún consuelo. En su última visita a Barcelona, Amis me explicaba lo que ahora ha puesto por escrito en The Pregnant Widow: “Así es la cosa. A mediados de tus cuarenta años tienes tu primera crisis de mortalidad (la muerte no va a ignorarme); y diez años después tiene tus primera crisis de edad (mi cuerpo me susurra que la muerte ya tiene una cierta curiosidad por mí). Pero algo muy interesante te ocurre entre una y otra crisis. Al aproximarse tu cumpleaños número cincuenta tienes la sensación de que tu vida se diluye y que seguirá diluyéndose hasta diluirse en la nada... Pero pasan los cincuenta, y los cincuenta y uno, y los cincuenta y dos. Y la vida vuelve a espesarse. Porque ahora hay, allí, una enorme e insospechada presencia dentro tuyo, como un continente por descubrir. Es el pasado”.
Sí: parece que para los nuevos viejos, desde este presente, el pasado tendrá más futuro que nunca.
Allá vamos.
Todos.
Que pase el que sigue.
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