› Por Rodrigo Fresán
UNO Desde el principio de los tiempos, el hombre se dedica a hablar del tiempo. Del tiempo que pasa y del tiempo que hace. Formas, ambas, de disimular aquello de lo que en verdad está hablando: del modo en que el hombre pasa por el tiempo y de la manera que en el tiempo deshace al hombre. Tal vez de ahí que haya ocasiones –a la hora de las grandes catástrofes naturales o de los bruscos cambios del clima– en las que se tiene la clara pero imposible de comprobar impresión de que, entonces, es el tiempo quien está hablando de nosotros. Y todo parece indicar que no le caemos del todo bien.
DOS Así, preguntar “¿Qué hora es?” o bufar un “¡Qué calor!” o temblar un “¡Qué frío!” suelen funcionar como las llaves que abren la puerta de una conversación con un extraño o como lo único que se le dice a alguien a quien ya se conoce demasiado, se desearía no haber conocido nunca, y al que ya no queda nada más que decirle. Pero hay momentos en los que todo esto deja de funcionar y –de pronto– el estado del tiempo y el tiempo en que ese tiempo va a mantenerse en ese estado se convierte en materia existencial. Así, un “¿Cuándo te parece que va a parar?” adquiere la contundencia y la profundidad de un “Ser o no ser”. Lo que me lleva a lo sucedido por aquí el lunes de la semana pasada. La nieve y todo eso.
TRES Y a veces me pasa, me pasa seguido: me acuerdo de una primera frase escrita por otro –de una gran frase– y, al no poder ubicarla, voy de regreso a mis libros favoritos y me pongo a buscarla. Por ejemplo: el lunes de la semana pasada, en el momento exacto en que comenzaban a caer –como palabras de un monólogo– los primeros copos de lo que sería una gran nevada, pensé algo así como “El frío caía desde las alturas... y no sé qué más”. Y fui a mi biblioteca y empecé a buscar entre mis libros favoritos. Pero, cayendo la noche, cayendo la nieve...
CUATRO ...yo seguía sin encontrar la frase mientras, por televisión, me informaban que tanto el funicular como los dos accesos a mi casa habían sido cerrados hasta nuevo aviso. Aislado. Al fin. ¿Fin? No se veía más allá de cinco centímetros de distancia. El viento era una navaja muy afilada, soplaba agudo, la nieve corría horizontal por el aire y pronto fue imposible abrir puertas y ventanas por el hielo que se iba formando. Para mí y para millones de habitantes de Cataluña, la crisis había pasado a segundo plano. Lo mismo que el debate local por la prohibición de las corridas de toros o el paso del liderato en la liga del Barça al Real Madrid. La blanda nieve sepultaba y borraba todos los archivos en el disco duro de nuestras cabezas más duras todavía. Y no se podía pensar en otra cosa que no fuese la nieve o las cosas de la nieve.
CINCO Y yo pensaba: Juan Salvo, Jack Torrance y familia en El resplandor, los rugbiers uruguayos de Viven, esas novelas climáticas y apocalípticas de J. G. Ballard, George Bailey corriendo por Bedford Falls, criatura y creador hundiéndose en un abrazo para flotar aferrados a un témpano en las páginas finales de Frankenstein, Edward Scissorhands, esas conferencias de Al Gore, Yuri Zhivago (el de la película; nunca me animé a leer la novela luego de que Nabokov se refiriera a ella como “Doctor Shitvago”), los perros y los lobos de Jack London, la nena vampira y sueca, los militares y científicos en la base antártica de The Thing, Charles Chaplin comiéndose los cordones de sus zapatos como si fueran tallarines, todos esos exploradores victorianos empeñados en clavarles una banderita a los polos, la nevada del 2001 que en comparación con la de ahora era como papel picado... y afuera seguía nevando.
SEIS Me levanté por la noche y había dejado de nevar y la luna lo iluminaba todo con una luz nueva y rara y plateada. El Cinemascope de mi terraza en blanco y negro y más blanco. Era como otro planeta muy parecido al nuestro. Un planeta más antiguo y mejor o, por lo menos, la mejor versión posible de nuestro planeta. El efecto –la sensación– duró lo que duró la luminosa oscuridad y a la mañana siguiente estalló otra tormenta, más predecible. Los fríos datos y las ardientes cifras. Las consecuencias del temporal midiéndose en fronteras clausuradas, miles de aviones y autos y trenes y camiones y autobuses detenidos. Padres que no habían podido llegar a buscar a sus hijos a los colegios, hijos que no pudieron volver a dormir en sus casas. Cortes de luz y de teléfono. 58.000 llamadas al número de emergencias y 16.600 al Real Automóvil Club de Cataluña. Políticos y funcionarios patinando sobre el delgado hielo de su ineptitud y bailando el minué de la culpa es del otro. Pedidos varios de dimisiones surtidas. Millones de euros perdidos. Diagnóstico y definición de “nevada más importante del último cuarto de siglo”. Surfistas que salieron en busca de la ola perfecta. Juicio y hoguera para los meteorólogos. Carta del escritor Tom Sharpe (creador de Wilt y residente ilustre de Llafranc, al norte de Barcelona) dictada telefónicamente a La Vanguardia por falta de electricidad donde se leía que “no recuerdo nada semejante, ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra. Entonces estábamos en condiciones de prever los bombardeos”. Misterio del cómo una región tan cercana a los Pirineos no está preparada para este tipo de fenómenos. Y titular de primera plana (otra vez La Vanguardia, dos días después; lo recorté y lo pegué en una pared de mi estudio) de resonancias filosóficas-místicas: Nadie asume el caos.
SIETE Una semana después, todo había vuelto a la anormal normalidad de siempre con la salvedad de que miles de personas todavía estaban a oscuras. Zapatero anunciaba algo y Rajoy denunciaba todo; el Real Madrid era eliminado de la Champions, la muerte e inmortalidad de Miguel Delibes, el debut triunfal de Alonso en Ferrari, la subida del IVA y apenas, a modo de resaca, montones de nieve y de hielo aquí y allá, conversaciones en el metro del tipo (juro que no miento) “Me acordé de mis vacaciones en el Aconcagua” y “¡Jo! Y yo de las mías en el Everest”, el deshielo de los reproches que ahogará a alguno sacrificable en nombre del alud del descontento popular, y la rara sensación de que todo ha sido un sueño de una noche de invierno. Con el tiempo diremos “yo estuve allí” y exageraremos algún detalle. Coincidiremos en que no hay efecto especial más logrado que la nieve. Fantasearemos con la posibilidad de suscribirnos a ella, agendando día y hora. Y volveremos –o al menos yo volveré– a dudar acerca de lo mismo de siempre; aquello de lo que también dudo a la hora de pupilas y de huellas digitales: ¿es que alguien, alguna vez, ha ofrecido pruebas irrefutables y evidencia concluyente de que no hay dos copos de nieve iguales? Podría jurar que la otra noche yo vi, por lo menos, dos o tres copos de nieve idénticos. En serio. Qué frío, ¿no?
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