› Por María Ammi
Al principio fue un rumor mágico que no cambiaba en nada la amistad compinche que surgió entre Matilde y yo, a los 10 años, en el cuarto grado de la escuela número dos, Bartolomé Mitre, de Olivos. El rumor dejaba vislumbrar que el papá de Matilde, además de ser un hombre de hermosa frente y amable sonrisa que de vez en cuando nos proponía un acertijo, era un directo descendiente del Restaurador, ya que su apellido completo se escribía así: Scalabrini Ortiz de Rosas. Aún antes de los 10 años, pero con mayor intensidad por esa época, yo andaba un tanto alucinada por la infinita multiplicidad de las cosas que iban apareciendo en los alrededores de la vida, porque además muchas de esas cosas resultaban equívocas y una de ellas era el retrato de don Juan Manuel a quien por entonces veíamos muy, pero muy, parecido a Jorge, el segundo de los cuatro hermanos varones de Matilde. Claro que esto no nos detenía ni para entrar ni para salir de la casona, en la calle Alberdi, a la vuelta de la parroquia, asombrándome a mí la libertad de movimiento que tenía Matilde para ir hasta la plaza sin pedirle permiso a nadie ni tan siquiera avisar. “Díganme cuándo transcurrió un minuto”, decía Raúl con un cronómetro en la mano–. “Ya” se atropellaba Matilde, que era bien acelerada. “Y... ahora”, arriesgaba yo después de contar 60 veces. Muy bien, decía Raúl, te faltaron apenas 5 segundos. “Vamos”, arremetía Matilde y subíamos a la maravillosa, deslumbrante, casita arriba del árbol que habían construido Yuyo, Jorge, Miguel y Pedro, los cuatro mayores que ella, a destripar un coco.
Otro rumor no menos apetecible nos indicaba que unos cuantos terrenos, algunos baldíos, pero otros incorporados a una casa señorial de la calle Córdoba, cerca de la escuela, pertenecían a la descendiente legal de Justo José de Urquiza y que el estanque lleno de musgo con peces de colores de la casa de al lado de la nuestra, había sido parque de una de las quintas del caudillo entrerriano.
Raúl Scalabrini nació en Corrientes, en 1989, y Mercedes –Mecha–, la mamá de Matilde, en Entre Ríos. Solían hacer un juego de competencia de la patria chica que a mí me quedaba grande, pero debo decir que pese a las pulsaciones de la niñez yo llevaba un registro de algunos acontecimientos desde que había tomado como ídolo, numen y superstar a Mariano Moreno, elección hecha en la mismísima escuela primaria y que fui deslumbrada entonces por Raúl Scalabrini cuando me contó el martirio del prócer, el veneno que le dieron de beber y la echada al mar de sus restos. Al menos en mis recuerdos, sucedió en el estudio donde trabajaba. Yo ya había visto unas cuantas bibliotecas, incluidas las de la escuela, con libros encuadernados y tomos gigantescos. Pero nunca había visto que se apilaran docenas de libros en el suelo, arriba de una enorme mesa maciza también repleta de libros y papeles y encima del gran sofá de cuero. Las ventanas del estudio estaban abiertas y daban a un jardín muy tupido que rodeaba la casa hecha de una estructura similar a las viejas casas de Tigre, a las casas de las islas.
Hacia finales de mayo de 1959, herido en la garganta por un tumor, Raúl Scalabrini dejó de vivir; la leyenda cuenta que fue en ese mismo sofá donde muchas noches se desvelaba buscando la empresa grande que resultara transformadora para la patria y la forma en que él podía insertarse dentro de esa empresa. Como una buena parte de la juventud mundial, recibió el impacto de la revolución rusa de 1917, integrando en 1919 el grupo Insurrexit, en el que conoció los principios del marxismo-leninismo y de cuya experiencia dijo: “...esa práctica dejó en mí una huella tan honda que mi espíritu parece un par de brazos fraternales”. Por inteligencia, origen y vínculos familiares tuvo allanado el camino al diario La Nación, a la revista El Hogar y al grupo literario Florida. Era pariente de Manuel Gálvez e interlocutor de Jorge Luis Borges, y un reverente de la cultura europea hasta que, recién casado con Mecha, pasó un período en París, regresando con la comprensión de que “...nosotros éramos más fértiles y posibles porque estábamos más cerca de lo elemental”.
Fue boxeador amateur y agrimensor universitario, caminó y midió buena parte del interior del país y en la construcción de su propia conciencia encontró que la historia oficial era falsa: “...falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen...”. ¿Qué hacer?: buscar, buscar papeles, textos, documentos, información aunque fuera fragmentada para elaborar un diagnóstico del país que le tocaba vivir. Como un paleontólogo que llega al valle donde se juntan los huesitos del pasado, Raúl Scalabrini juntó los pedazos hacia la década de 1930: “...Computé los elementos primordiales de la colectividad y verifiqué con asombro inenarrable que todos los órdenes de la economía argentina obedecían a directivas extranjeras, sobre todo inglesas. Los ferrocarriles, tranvías, teléfonos, y por lo menos el 50 por ciento del capital de los establecimientos industriales y comerciales es propiedad de los extranjeros, en su mayor parte ingleses, lo que explica por qué en un pueblo exportador de materias alimenticias puede haber hambre. Es que ya al nacer el trigo y el ternero no son de quien los sembró o los crió, sino del acreedor hipotecario, del prestamista que adelantó los fondos, del banquero que dio un préstamo al Estado, del ferrocarril, del frigorífico, de las empresas navieras”. Muchas penurias económicas pasó la familia Scalabrini. Fue difícil para Raúl sostener las publicaciones en las que armaba los rompecabezas. Señales, Qué, Reconquista, casi todas de corta duración, y hasta la efímera Gota de agua, que sólo apareció una vez. “¿No se han percatado aún –escribe– que su propiedad o su infortunio es una unidad inseparable del conjunto nacional, por cuya disgregación trabajan tenaz y afanosamente los extranjeros?”
Afuera, en los bordes de la casona se enciende todavía el olor de los azahares en los naranjos, naranjas amargas con las que se prepara una exquisita mermelada predilecta de las familias inglesas que vivían, como nosotros, en Olivos, cuando el puerto estaba limpio y los veleros de madera se mecían en las amarras del Náutico, cuando se usaba la playa del río para bañarse en el verano, cuando íbamos a ver el atraque de las chatas areneras y a caminar por el muelle de pescadores. O a esperar que alguno de los hermanos de Matilde, por lo general Pedro, llegase en bicicleta a pedirle a mi mamá el único ejemplar del diario El líder que podía conseguirse en la zona y donde Raúl dejó las últimas notas antes de que el diario fuese borrado junto con todos los símbolos y programas peronistas. Un Olivos con el mural casi cubista de Jesús en el Huerto que escandalizaba a los católicos puritanos. El Olivos de los Otaño, de los Alemann, de los Güiraldes, de los Lynch, de los Uzal, de los Pelliza, de los Furlong, del cine York junto a la estación Borges y del bar Gandini.
El Olivos donde Raúl Scalabrini Ortiz fue nuestro secreto restaurador.
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