Dom 02.05.2010

CONTRATAPA

¿Quién es el jefe?

› Por José Pablo Feinmann

El concierto para piano y orquesta tuvo su gran esplendor con el romanticismo. Nadie podría negar la excelencia de los que compuso Mozart, que acaso fue el inventor de la forma en que hoy todavía conocemos esta poderosa expresión de la música. Sabemos de la inexpresable belleza y perfección de conciertos de Wolfgang como el N° 20 (el más trágico), el N° 23 (el más romántico) o el que a partir del film al que sirvió como musical score se suele llamar Elvira Madigan, claramente el más cinematográfico. De los cinco de Beethoven podrían elegirse todos, aunque yo detesto el llamado Emperador, el N° 5. Pero el N° 4 es magnífico, el N° 3 alegre y pianístico y el N° 1 y el N° 2 encantadoramente mozartianos. Luego viene Mendelssohn, que no encontró en el concierto para piano su más alta forma de expresión. Los dos de Chopin, que –sin lugar a ninguna duda– no figuran entre lo mejor de su obra. Los dos Liszt, el célebre primero y el devaluado segundo, que no merecería serlo aunque nos duela admitir que sí, que es una mezcla de la marcha de Aída y La muerte del Cisne. El glorioso, el amado por todos los grandes pianistas, el de Schumann, con su gran tema de apertura, que es quizá la síntesis perfecta del movimiento romántico. Sin embargo, entre estas grandes obras se erigen las cumbres que Brahms consagró al género. Se le suele criticar a Johannes que no componía sobre el piano sino sobre “el pupitre” porque no era un virtuoso del instrumento. Pero estrenó sus conciertos, que son terribles de tocar y maravillosos de escuchar. De joven –por el contrario– impresionó a todos como un gran virtuoso del instrumento. De sus dos conciertos todos eligen el segundo, que fue escrito casi veinte años después que el primero (en 1878). Se trata de una obra de excepcional madurez, de un dominio pleno del instrumento y del arte de la composición. Pero el primero, ¡ah, señores, el primero! Ese caos, esa desmesura y a la vez toda esa musicalidad, todos esos temas de gran delicadeza y el retorno de los pasajes tumultuosos. A cualquier pianista avanzado, si su profesor sabe lo que hace y quiere enseñarle a tocar trinos le da a tocar el N° 1 de Brahms. Lo compuso en 1854. Tenía apenas 21 años.

Pero nuestra historia es otra. Tomemos ubicación. Por alguna espléndida magia estamos en la noche del 6 de abril de 1962 y tenemos un ticket para la fila sexta, platea, del Carnegie Hall. El plato fuerte de la noche es el Concierto N° 1 de Johannes Brahms, que habrá de ser interpretado por Leonard Bernstein al frente de la New York Philarmonic y por el joven y brillante pianista canadiense Glenn Gould. De pronto, ante nuestra sorpresa, una voz que surge de uno o dos micrófonos cuidadosamente colocados en la sala nos informa que mister Leonard Bernstein desea dirigirnos algunas palabras. Aparece mister Bernstein y se dirige a nosotros, al público. Empieza por serenarnos:

–No teman. El señor Gould está aquí. Aparecerá en un momento.

Nos serenamos. Los grandes divos suelen interrumpir los conciertos como una parte esencial de su divismo. Divo que no suspende conciertos, no es divo. Y mister Gould lo es, en alto grado. Esto no nos debe hacer creer que mister Bernstein es un hombre humilde. Para nada. Cierta vez entra a una magnífica fiesta. Todos lo rodean. Los aparta: ha visto, en un rincón, apoyada al descuido contra la biblioteca y bebiendo una larguísima copa de champagne, a una mujer bellísima. Mister Bernstein la señala y dice:

–Esa mujer merece tener un hijo mío.

O sea, estamos en presencia de dos divos. De dos hombres de enorme talento, tal vez geniales, que no ignoran para nada esta circunstancia y viven a partir de ella. Mister Bernstein sigue hablándole al auditorio. Su voz es refinada, grave, su dicción es perfecta. El que nos habla es un hombre extremadamente cultivado, un espíritu inusual.

–Saben que no es mi costumbre hablar antes de los conciertos, pero una curiosa situación que ha ocurrido merece al menos una palabra o dos. Van a escuchar una, digamos, antiortodoxa versión del Concierto de Brahms en D minor. Una versión distinta de todas cuantas han escuchado hasta ahora. Que se diferencia incluso de las dinámicas indicaciones del propio Brahms. No puedo decir que estoy totalmente de acuerdo con la concepción de mister Gould. Y aquí se presenta una interesante pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí, por qué me dispongo a dirigir la orquesta? Lo hago porque mister Gould es un muy valiente y sólido artista. Tengo que tomar en serio todo lo que él diga. Y su concepción es lo suficientemente interesante como para que yo deba escucharla también. Pero la pregunta axial aún permanece. En un concierto: ¿Quién es el jefe? (Who’s the boss?)

Aquí, el público ríe a carcajadas. La frase que acaba de arrojar Bernstein hará historia: Who’s the boss? Cientos y cientos de directores de orquesta y grandes virtuosos se han enfrentado a lo largo de los años. Cierta vez, Horowitz se quejaba de un director:

–¡Oh, qué hombre tan difícil! Se empecinaba en hacer todo lo contrario de lo que yo proponía. Le dije: el solista soy yo. Usted tiene que seguirme. “Se equivoca, mister Horowitz –me dijo—. Yo dirijo la orquesta y le señalo sus entradas. Usted tiene que obedecerme.” En fin, por suerte llegamos juntos al acorde final.

–¿Quién es el jefe? –ha dicho Bernstein–. ¿El solista o el director? La respuesta es a veces uno o a veces otro. Eso depende de las personas involucradas en la cuestión. Hay formas de llegar a una performance unificada por el charme o la persuasión y hasta por las amenazas. Sólo una vez me sometí a un pianista y ésa fue la última vez que toqué con mister Gould. Pero en esta oportunidad las discrepancias entre nuestros puntos de vista son tan grandes que siento que debo hacer una aclaración. Me pregunto otra vez qué hago aquí conduciendo en lugar de llamar a otro solista. Porque estoy fascinado, agradecido de tener una nueva oportunidad. Gould es un pianista intelectual. Hay momentos en que su interpretación emerge con una sorprendente frescura. Todos podemos aprender algo de este extraordinario artista. Y finalmente porque existe en música lo que Dimitri Mitropoulus llamaba the sportive element. Ese factor de curiosidad, aventura, experimento. Y les aseguro que fue una gran aventura colaborar con mister Gould en este concierto de Brahms. Y es con ese espíritu aventurero que ahora lo presentamos ante ustedes.

Hay mejores versiones. La de Gould-Bernstein es lenta, algo pomposa y carece del nervio, de la locura que algunos pasajes requieren. De todas formas, es tan superlativa como puede mínimamente esperarse de estos dos grandes músicos. Creo que hoy la mejor es la Vladimir Ashkenazy con Bernard Haitnik. Ashkenazy no es un virtuoso, pero canta como pocos, muy pocos. Las palabras de Leonard Bernstein tornaron histórica esa velada. Tuvo el coraje de explicitar ante el público el problema que había tenido con su solista. De elogiarlo y reconocerlo como a un gran maestro pese a los desacuerdos que –en los ensayos– habrán sido durísimos. Y formuló una pregunta que vale para todos los órdenes de la vida porque es casi metafísica: Who’s the boss?

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