› Por Rodrigo Fresán
UNO Hay quienes van a girar alrededor de La Meca, están los que se arrastran hacia Lourdes o Luján y, también, los que caen de rodillas sobre las manos de las estrellas en el cemento petrificado de Hollywood Boulevard. Yo, en cambio, cada vez que puedo y los astros lo permiten, me inclino en dirección a la esquina del 828 de Broadway con 12th Street y me persigno y entro a la librería The Strand, en el East Village de Nueva York. Empresa familiar e independiente que abrió sus puertas y estantes en 1927 y ahí sigue. La dinosauria cadena Barnes & Noble se comió a casi todas las pequeñas librerías y ahora es Barnes & Noble la que comienza a extinguirse. Pero The Strand permanece más allá de cualquier designio darwiniano. Ya se sabe, ya lo dicen las sagradas escrituras y lo afirman las letras blancas sobre fondo negro en las bolsas que ahí mismo te venden para que puedas llevarte el botín a casa: 18 Miles of Books. The Strand es, sí, el paraíso en la Tierra. El sitio donde se encuentra lo que se busca desde hace tanto tiempo y, además, a precio casi siempre terrenal. “The Strand” es lo que contesto cada vez que me preguntan cómo imagino el cielo de los escritores. O el infierno. Porque enseguida uno descubre que será imposible llevarse todo lo que uno desea y que esta ahí, al alcance de la mano y de los ojos. La capacidad de las valijas y la resistencia de brazos y hombros nunca será suficiente. Pero mejor algo que nada, se piensa mientras uno entra allí y mira la hora y toma nota. Uno sabe a qué hora entra a The Strand pero nunca a qué hora va a salir de allí.
DOS Nueva York (y, de un tiempo a esta parte, Brooklyn) probablemente sea el área con mayor concentración de escritores del planeta. De escritores buenos, además. Y por estos días –la semana que va del 26 de abril al 2 de mayo– la población aumenta con escritores de afuera: del resto de USA y del resto del mundo. Todos llegados aquí para participar del PEN World Voices Festival. “150 escritores, 40 países, siete días”, precisa el lema del encuentro. La lista de nombres intimida y se resiste a la enumeración y aquí vienen todos a hacer y decir lo suyo a lo largo y ancho de la isla y alrededores, en escenarios y jardines, convocados e invitados por Salman Rushdie.
Millas de escritores.
TRES “Ese hombre que viene caminando ahí es igual a Philip Roth”, me digo. Y enseguida me corrijo: “Ese hombre es Philip Roth”. Nueva York es esa ciudad donde no hay gente común que se parece a gente famosa: no, los parecidos son siempre los originales. Me pregunto qué decirle. ¿Felicitarlo? ¿Darle las gracias por todo lo que vino y por lo que aún vendrá? ¿Abrazarlo y consolarlo mientras contemplamos el crepúsculo de una era? Porque de un tiempo a esta parte –volvió a suceder en la entrevista que hace unos días Roth le concedió a Xavi Ayén de La Vanguardia– Roth se ha especializado en predicar el Apocalipsis de la palabra escrita y leída tal como la conocemos. “Vivimos la era de las pantallas. Cuantos más dispositivos salen, más llamativos son. La concentración necesaria para leer una novela se da en unas circunstancias que no son las de la vida de hoy. Esta es la era de los artefactos electrónicos”, apuntaba allí Roth. E insistía en sentirse miembro de una especie en extinción con pocas ganas de mutar para sobrevivir.
Vi pasar a Roth frente a la puerta de The Strand con paso lento pero firme y recordé –y transcribo ahora– lo que decía David Foster Wallace en 1996, Although of Course you end up Becoming Yourself, de David Lipsky, libro que comenté aquí mismo la semana pasada: “De seguir así las cosas, pronto casi nadie estará entrenado para leer del modo en que no-sotros leemos. Sólo podrán leer en pequeñas ráfagas. Y por un tiempo... ¿Fue Nietzsche o Heidegger quien dijo aquello de ‘Los viejos dioses se han marchado y los nuevos dioses no han llegado aún’? Serán tiempos difíciles... A medida que Internet vaya creciendo y, con ella, nuestra habilidad para estar conectados, llegará ese punto en el que nos veremos obligados a construir alguna forma de maquinaria dentro de nuestras tripas que nos ayude a lidiar con todo eso. Porque la tecnología será cada vez mejor y mejor y mejor. Y todo nos parecerá más y más y más fácil, y más cómodo, y más placentero. Y viviremos recibiendo imágenes a través de pantallas, enviadas por desconocidos que, en muchos casos, querrán nuestro dinero. Lo que no me parece mal en pequeñas dosis, ¿no? Pero si ése va a ser el principal alimento dentro de tu dieta vas a morirte. Vas a estar muerto para lo que verdaderamente importa”.
Todo lo que dice Wallace en el libro es inteligente y sentido y sensible (con excepción de lo que afirma sobre John Updike, a quien parece temer/odiar con pasión que bordea lo patológico) y salgo de The Strand por unos minutos. Salgo a tomar aire antes de volver a sumergirme por horas. Y recibo en mi móvil un SMS de un amigo en Barcelona. Me pide que le compre un iPad, me dice que me da el dinero a mi regreso. Le digo que no, que eso va en contra de mi religión y que, por favor, no blasfeme justo cuando yo estoy orando en mi catedral.
CUATRO Y días atrás fue el día de Sant Jordi en Barcelona. No estuve, pero su eco me llegó hasta Chestertown, Maryland. Jornada de epifánica histeria colectiva en la que todos salen corriendo a comprar libros como si en ello les fuera la vida. El efecto, la onda expansiva dura unas veinticuatro horas. Después, muchos de ellos se despiertan en sus hogares y miran con una mezcla de asco y de miedo a ese objeto casi alien respirando en la mesita de luz mientras sueñan, sí, con recibir un iPad de regalo para su santo. Y que quede claro: el iPad, sus ancestros y sus muy cercanos descendientes me parecen excelentes herramientas de trabajo pero deficientes objetos de placer. Y no hace mucho leí en The New York Times un artículo sobre la desaparición de las portadas de libros (para mí el diseñador gráfico Chip Kidd es uno de los grandes artistas contemporáneos; comprobarlo dándose una vuelta por su indispensable Chip Kidd: Book One, Work: 1986-2006) y de ese raro pero comprensible orgullo que uno sentía porque lo vieran, en la calle, por ahí, en el subte o en un café, leyendo ese libro que se llama...
CINCO Entro a ver The Ghost Writer, la nueva y muy buena y muy divertida película de Roman Polanski. Una especie de Rosemary’s Baby politizado. Fiel adaptación de un best-seller de Robert Harris. En un mundo mejor, todos los best-sellers serían tan buenos como los de Robert Harris. Pero lo raro, lo inquietante, es lo que me sucede durante los primeros diez o quince minutos de proyección: me siento raro, incómodo. Enseguida comprendo lo que ocurre. Síndrome de abstinencia que, enseguida, se vuelve placer relajado. En The Ghost Writer no hay –o al menos no se hacen evidentes– efectos especiales digitalizados ni cámara moviéndose vertiginosamente. Es como una película de esas que ya no se hacen y me pregunto cuánta gente joven estará capacitada para “leer” un film como éste. Salgo del cine y en todas las vidrieras hay pilas y pilas de DVD de Avatar. “Llévate a casa la película más vista de la historia”, exclaman los anuncios y, de pronto, toda la gente corre por Times Square mientras un pequeño ejército de policías grita y evacua y amenaza de bombas y todos corren a sus casas y yo –que no tengo casa aquí– corro Manhattan abajo, corro hacia ese lugar al que vuelvo una y otra vez, corro hacia The Strand.
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