Jue 26.12.2002

CONTRATAPA

Regalos

› Por Antonio Dal Masetto

Después de un año como el que nos tocó, en el bar andamos todos medio destruidos. De mente, de cuerpo y de espíritu. Al que no le duele una cosa le duele otra. Contracturas, rodillas en mal estado, hormigueos en los brazos, tortícolis, dolores de espalda, de cintura, jaquecas, dificultades para levantarse de la cama. Hemos intercambiado direcciones de kinesiólogos, quiroprácticos, acupunturistas. Permanecemos acodados en la barra y cada vez que uno se baja y se sube al taburete es un lamento. La única ventaja –comentamos– es que con la miseria nos evitamos la visita de esos gordos de colorado que vienen del Polo Norte, Santa Claus y Papá Noel, charlatanes vendedores de baratijas. Aunque, pensándolo bien, no estaría mal sacarse el gusto de echarlos a la calle a patadas en el trasero. En eso estamos, cuando se abre la puerta y entra el Nene. Como siempre, solamente lleva el chiripá. Descalzo y el torso desnudo. En la vereda quedan el buey y el asno. El Nene avanza hasta el mostrador y pide:
–Upa.
Las damas lo alzan y lo paran sobre la barra. El Nene serio, grave, nos estrecha la mano a cada uno hasta llegar al final de la fila. Se sienta. Y acá ocurre algo, porque a medida que reciben el saludo, los parroquianos se acuerdan de un regalo de Navidad de su niñez, un momento feliz. Cada uno lo piensa un poco y después cuenta.
–Hace años que no me acordaba de esto –dice el parroquiano Carmelo–. Lo que más quería en el mundo era un tambor de lata. Lo sabían mis padres, mis tíos, mis abuelos, y así fue que para Navidad me encontré con tres tambores. Igualitos. Preciosos, colorados, con correas doradas. Me los colgué a los tres. Uno al frente, dos a los costados, y empecé a darle. No paré más. Me gustaba tocar durante la siesta, era la mejor hora, todo el mundo dormía, había mucho silencio, estábamos solos los pájaros y yo. Iba y venía de una esquina a otra, meta redoblar con mis tres tambores. Seguro que no dejaba descansar a nadie. Qué lindo era.
–Acabo de acordarme cuando me regalaron un vestido de española –cuenta la parroquiana Nancy–. Era mi sueño, fue una sorpresa maravillosa. Después con el tiempo supe que el vestido me lo habían confeccionado mis dos tías. La mantilla me la tejió mi abuela. Los zapatos los hizo un primo de mi madre que era zapatero. Y las castañuelas las elaboró mi papá con sus propias manos. Aquellas fueron semanas y semanas de ensayo permanente, tacazos al piso de pinotea y castañuelas desde que me levantaba hasta que me acostaba. Los volvía locos a todos. Era tan lindo.
–Yo me acuerdo del primer perro que tuve, un cachorrito raza sin nombre, regalo de Navidad –cuenta el parroquiano Alberto–. Se encariñó conmigo apenas me vio. Ladraba todo el tiempo. Si yo no estaba, ladraba reclamándome y no había forma de hacerlo callar hasta que me viera aparecer. Si estábamos juntos, ladraba de contento. Ladraba día y noche. Para colmo, de tantas mezclas, le habrán tocado algunos genes de león, porque los ladridos eran más bien rugidos. Las paredes de mi casa temblaban y mis padres y mis abuelos no les digo nada. Qué lindo era.
Y así los relatos siguen y al finalizar cada uno el Nene aplaude con entusiasmo. Cuando el último de la fila contó su recuerdo feliz, alguien dice:
–Parroquianos amigos, acaba de pasarme algo extraordinario, mi tortícolis desapareció.
–Mi dolor de espalda también.
–Y a mí se me fue el dolor de cintura.
–Mis cervicales están cero kilómetro.
En efecto, todos los males que aquejaban a los parroquianos han sido expulsados de este bar y el Gallego considera que hay buenas razones para brindar y destapa algunas botellas de champán. También el Nene participadel brindis, pero con la protectora supervisión del Gallego, que le sirve apenas el fondo de un pocillito de café.

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