CONTRATAPA
Carmel
› Por Susana Viau
"Esto era como una familia. Que nos dejen en paz --dice la condómine de Carmel, reclinada sobre la puerta de su coche--, que se vayan los periodistas, la policía, los fiscales y nos dejen arreglarnos entre nosotros." No habla de una discusión de medianeras o de un problema con la administración del country: habla del asesinato de una de las copropietarias, María Marta García Belsunce. La frase portentosa ilumina, sin quererlo, una cuestión lateral: la ideología del barrio cerrado; la naturaleza profunda de esas hectáreas donde se resume todo, de esos mundos privados que aspiran a albergar sus propias escuelas, sus registros civiles, sus juzgados, sus comisarías porque no alcanza, como se ve, con manejarlos a través de contactos privilegiados.
Pero esa atmósfera aparentemente pacífica y segura a base de guardias, cercos y garitas que protegen del afuera horrible y peligroso se vuelve de pronto irrespirable; se descubre que lo monstruoso anida en la fortaleza misma y sus encarnaciones circulan a sus anchas por lo que hasta hace unas semanas era un remedo del edén. La realidad se da vuelta como un guante y el efecto del encierro multiplica hasta lo indecible el filo de la crónica negra. Los que lo espían desde la calle empiezan a advertir, no sin un sabor a revancha, que están en presencia de un crimen apasionante, si hubiera un Dashiell Hammett para narrarlo: una familia de pro, unida por un pacto sangriento. Ella, una mujer dedicada a la beneficencia, enrolada en organizaciones pías, columna vertebral de Missing Children y las encantadoras Damas del Pilar; un padre jurisconsulto, miembro de la Academia Argentina de Derecho y administrativista, la especialidad de los Barra, los Dromi o los Cassagne; un marido ligado a oscuras bancarrotas financieras, un hermano, abogado paradigmático en el campo de la propaganda conservadora y la agitación ultramontana de conceptos de Ley y Orden. Ese hermano, ese hermano. Hay que detenerse en ese hermano transido de dolor que llega al lugar del drama, se acuesta junto al cadáver, le acaricia la cara sin advertir los cinco balazos que le saltaron los sesos, pero lo hace dos horas después de recibir el aviso porque "no tenía coche y mi mujer estaba en una reunión. Esperé a que llegara, que se diera una ducha y se cambiara". Qué elegancia para manejar el sufrimiento; cuánta discreción y parsimonia ante lo inevitable. Años de educar las reacciones y templar el carácter. La honra, el reino de las apariencias proscriben el escándalo. El cinismo y la farsa no son pecados capitales, se absuelven los domingos al anochecer, con el Angelus y tres avemarías; la puerta del confesionario, en cambio, es estrecha y por ella no pasan las pasiones condenadas.
En el mundo bizarro que rodea al Carmel las cosas hubieran ocurrido de otro modo, con llantos operísticos y exageradas urgencias para localizar un taxi o el coche destartalado de un vecino y volar hasta la escena de la tragedia. Las personas distinguidas tienen el ánimo suficiente para descartar un médico tras otro hasta dar con el adecuado, seleccionar cocherías, hacer llamadas de alto nivel y alejar a los patrulleros que convierten en un espectáculo público el momento amargo, para limpiar esas odiosas manchas que pegotean las paredes y quitarlas de la vista de los extraños. Para hallar en medio del caos un objeto pequeño, duro y acerado, envolverlo en papel higiénico y tirarlo por el water, porque debe ser allí que acostumbran arrojar cierta basura, la que ya no cabe debajo de la alfombra.