CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
No es la primera vez que Riquelme ocupa tanto espacio y tanto tiempo en la prensa gráfica, oral y televisiva. Ni va a ser la última. Como el genial Droopy del no menos genial Tex Avery, aparece en todas partes, se multiplica. No es tan frecuente, en cambio, que Riquelme transite por los pasillos de nuestra literatura. Uno secretamente aspira a que un texto como Lo pisado, pasado, que escribimos alguna vez ante la inminencia de su partida al exterior, sobreviva aunque sea en la memoria de unos pocos futboleros romanistas y en los márgenes del corpus literario. Pero no es seguro, para nada.
Sin embargo, rebuscando –aunque no mucho y de memoria– en la infinidad de relatos que saturan los estantes de cualquier biblioteca de narrativa argentina, se encuentran pruebas (aunque pocas) contundentes de que (el apellido) Riquelme ha dejado huella, marca, pisada importante en nuestra narrativa. Y es, como no podía ser de otra manera, una marca rara, extraña.
Por ejemplo, no resulta novedad para los estudiosos y frecuentadores de nuestra mejor ficción que “Marta Riquelme” es un caso singular. Sobre todo porque se han escrito dos cuentos con ese nombre/título, muy diferentes entre sí, pero emparentados en origen. El primer “Marta Riquelme” es uno de los cuatro que componen el volumen El ombú y otros cuentos (1904), publicado por William Henry Hudson en inglés y traducido luego al castellano, como toda la obra que el hijo de yanquis criado en Quilmes escribió sobre sus experiencias argentinas una vez emigrado y radicado en Inglaterra, donde murió viejito y sin volver jamás. El cuento del autor de Allá lejos y hace tiempo es una de las tantas lúgubres versiones de la leyenda norteña del kakué (o kakuy o cacuí), el pájaro nocturno de canto lastimero y a menudo aterrador, que se supone metamorfosis de una mujer desgraciada en queja sempiterna. En el relato de Hudson, ambientado en Yavi (Jujuy) durante la época de Rosas y narrado por Sepúlveda, un joven y perturbado jesuita cordobés, la mujer devenida (en su presencia) chirriante pajarraco tenebroso es la joven, bella y agra/desgraciada Marta Riquelme, y el cuento, su historia de terribles sinsabores, que incluyen el abandono, la cautividad, la violación, la acusación de brujería. Da miedo y lástima, como debe ser.
Casi medio siglo después, el habitual ensayista y ocasional narrador Ezequiel Martínez Estrada escribió otro notable relato, casi una nouvelle, con el mismo nombre/título, pero que en apariencia nada tiene que ver con aquél. Publicado en un volumen de 1951 junto a otro cuento, “Examen sin conciencia”, fue reeditado como Marta Riquelme, a secas, en 1956. Cabe aclarar que el autor del clásico Radiografía de la pampa había escrito en los años ’40 un libro entrañable, El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson, en el que pasaba revista a vida y obra del autor, y conocía muy bien toda su producción. Así, la filiación entre ambos textos puede encontrarse no en el argumento sino en dos o tres alusiones y referencias indirectas a la fuente que aparece a lo largo del relato.
El Marta Riquelme de Martínez Estrada es un cuento original y complejo, que la crítica actual ha revalorizado por la atención que pone en la materia textual, el objeto mismo de la actividad literaria: la escritura. El relato se presenta como el prólogo y la introducción explicativa a las inabarcables Memorias manuscritas de Marta Riquelme (casi dos mil páginas de dificultosa lectura, improbable ordenamiento y dudosa decodificación) escritas en la década del ’30, entre sus doce y veinte años. El cuento/prólogo narra las vicisitudes del inmenso manuscrito, las peripecias del prologuista (que se identifica con el mismo Martínez Estrada) y hace múltiples referencias a su enigmático, desordenado y a menudo escabroso contenido. Las Memorias –que nunca conoceremos, claro– cuentan los avatares inverificables de generaciones de una familia proliferante, de un pueblo (Bolívar) sin fin, y de una casa con un árbol central (el magnolio) que alberga personajes, situaciones e historias de equívoca perversión de las que la doncella y escriba deja testimonio.
No han faltado, para esta original Marta Riquelme de Martínez Estrada lecturas críticas que hacen llegar su influencia y resonancia formal hasta algunos clásicos de la narrativa latinoamericana de los ’60, como Rayuela y Cien años de soledad. Nada menos. Sin embargo, el personaje literario (de apellido) Riquelme tal vez menos famoso pero acaso más interesante de la literatura argentina es otro. Y también protagoniza un cuento en el que hace de muerto, de asesinado. Vale la pena recordarlo.
Como ya hemos contado alguna vez, en abril de 1953 el joven Rodolfo Walsh publicó en la colección Evasión de Editorial Hachette la antología Diez cuentos policiales argentinos, primera del género en el país. Allí, junto a Borges, Bioy, Peyrou, Jerónimo del Rey –seudónimo que ocultaba al cura Castellani–, el propio Walsh y otros menos conocidos cultores del policial aparecía Facundo Marull, cuyo relato elegido, “Una bala para Riquelme”, había ganado el concurso de la revista Vea y Lea dos años atrás.
Marull –poeta y rosarino, por lo que sabemos– no ha dejado mucha obra dentro del género, pero su ingenioso relato –breve, barrial y barroco– no es de los que se olvidan: tiene originalidad, clima y estilo. Aquel literalmente pesado Riquelme del cuento es muerto en el café tras muchos disparos y aparatoso desparramo. Hay varios candidatos pero, como siempre en estos casos y en este tipo de historias, hay alguien, uno que disparó. Y determinarlo es fundamental: quién mató a aquel Riquelme.
Futbolero, hincha de Boca, amante del juego más hermoso, pertenezco al club de los admiradores (casi) incondicionales de este Riquelme, Román, modelo de jugador en todos los sentidos y rara avis de una especie de personajes genuinos en vías de extinción: los que no transan, los que no se agachan, los que viven y acaso mueran con la suya, que es la nuestra. No sé cómo terminará finalmente la historieta que satura las páginas y las pantallas. No importa, aunque quisiera verlo jugar siempre con la diez y en la Bombonera. Pero sin duda que, sea como fuere, me gusta –neurótico, ciclotímico, oscuro en su transparencia– el hecho de que no cambie el discurso, que no se baje los lienzos, que no les regale nada a las diferentes formas o modulaciones del Poder (de los medios y su puterío interesado, de los dirigentes-dueños y sus intereses, de la AFA & Asoc. con la Selección incluida) y que siempre ponga el eje (de la discusión, del juego) en el lugar correcto.
La literatura argentina –y acaso la Argentina a secas– necesitan personajes como éste.
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