Vie 10.09.2010

CONTRATAPA

Todo tiene que ver con todo

› Por Juan Forn

Esos dos dandies que se cruzan por los Campos de Marte de París son el barón Pierre de Coubertin y el periodista húngaro Theodor Herzl. Uno viene de asistir a la degradación pública del capitán Alfred Dreyfus, el otro de fundar en un banquete el Comité Olímpico Internacional. La familia Coubertin se honra de tener sangre azul desde 1400. De cada generación ha dado a Francia un hijo para la Iglesia y otro para el ejército. Pero últimamente las cosas se están complicando: un tío sacerdote del joven Pierre que colgó los hábitos por las ideas liberales generó tal batahola en la familia que se quemaron todas sus cartas, se prohibió pronunciar su nombre y, en el día de su cumpleaños, ayunan todos en la casa para expiar los pecados del descarriado. Tampoco el ejército es lo que era: el joven Pierre ha abandonado la academia militar de St. Cyr luego de comprobar con estupor que, en el nuevo ejército francés, es más importante el estudio que el sable o el fusil. No es casualidad que haya tantos judíos entre los aspirantes a oficiales. No es casualidad que uno de ellos haya terminado entregando secretos de guerra al enemigo. Es ocioso juzgar a Dreyfus por traición a la patria, piensa Coubertin, como muchos de sus compatriotas: los judíos no tienen patria. Eso mismo piensa Theodor Herzl. Recién salido del Ministerio de Guerra donde asistió a la degradación de Dreyfus, Herzl no sólo siente en la piel el antisemitismo que se respira en el aire, sino que descubre la raíz del problema: los judíos necesitan un país propio (hasta ese momento era un asimilacionista convencido: menos de un año antes, en una audiencia con el Papa en Roma, Herzl le había preguntado a quemarropa si la Iglesia protegería de los antisemitas a los judíos que se bautizaran).

Como Herzl, Coubertin descubrió su quimera fuera de su patria, en su caso en Inglaterra. Coubertin creía, como todos los franceses después de la ignominiosa derrota contra Prusia, que había que templar de nuevo el espíritu de la nación. Pero no a la manera de ese ejército de escritorio en el que Dreyfus había alcanzado el rango de capitán. Tampoco a la manera enfermiza de los liceos franceses, que sometían a los alumnos a una tiranía equivalente de escritorio. En Inglaterra, en cambio, Coubertin había descubierto cómo hacer “una revolución moral sin disturbios, sin sangre, sin jacobinos”. Los colleges ingleses eran el modelo: no tanto escritorio y más deporte. El deporte no sólo templaba el cuerpo; también enseñaba el fairplay, y el fairplay era la esencia de la civilización para Coubertin: el valor que habría de templar no sólo a la nueva Francia sino al mundo entero. En un pueblito perdido de la campiña inglesa, asiste a unos “Juegos de Olimpia” en que los habitantes compiten entre sí remando, corriendo y hasta saltando embolsados o persiguiendo cerdos por una corona de laurel que las doncellas del pueblo arman del arbusto que crece junto al pub local, el lugar donde se entregan etílicamente los premios. Coubertin sólo ve la llama olímpica y los ecos griegos, la idea platónica, digamos: educación a través del deporte, un magno evento, la nueva elite. En su mente nacen los Juegos Olímpicos modernos.

Mientras el ejército juzgaba a Dreyfus en 1894, Coubertin fundaba en el Jockey Club parisino el Comité Olímpico Internacional. Dos años después, por intercesión del príncipe heredero de la corona griega, se celebraban en Atenas las primeras Olimpíadas tal como las conocemos hoy. El discurso inaugural (“Lo importante es competir”) lo pronunció, por supuesto, el Barón, que se llevó toda la gloria y dejó furiosa a la corona griega, que había gastado un dineral acondicionando la ciudad para el evento. El ultrafrancés Charles Maurras, que se halla por casualidad en Atenas durante los Juegos, maldice “a todos esos hombres que se comportan como niños”, pero después llega a la satisfecha conclusión de que “en la payasada de Coubertin primará el conflicto étnico por encima de la idea de fraternidad”. Maurras fundó su nefasta Action Française a causa del caso Dreyfus, grupo con el cual tendría un papel protagónico como colaboracionista durante la ocupación nazi en Francia. Antes de ser fusilado gritó: “¡Vichy fue la venganza por Dreyfus!”.

Herzl no llegó a conocer ni el régimen de Vichy ni la solución final. Le bastó la ola de antisemitismo rampante del caso Dreyfus, y los pogroms que propiciaba el caso en los confines de Europa, para convencerse de que los judíos necesitaban sí o sí un lugar donde estar a salvo. Mientras Coubertin inauguraba en Atenas su primera fiesta olímpica, él abría el Primer Congreso Sionista, que organizó en Basilea, al que asistieron delegados venidos de todos los rincones de la judería de Europa. A partir de ese día, todos ellos pusieron dinero, moneda a moneda, para la quimera del país propio, y Herzl les fue informando, año a año, de sus escasos resultados gestionando esa quimera. Primero fracasó con el Kaiser alemán. Tal como había razonado con el Papa cuando era asimilacionista, preguntó al Kaiser si aceptaría comprar Palestina a la corona turca (monto que, por supuesto, los judíos se encargarían de pagar) y a cambio los judíos “inyectarían Oriente de cultura alemana” (¿quién amaba más la cultura alemana que los judíos?...). El argumento no prosperó. Herzl rumbeó hacia Inglaterra, único país de Europa que daba títulos de nobleza a judíos. Para su vergüenza, los nobles goy lo trataron mejor que los de su sangre: el barón Hirsch no mostró el menor interés en dejar de mandar gente a las colonias argentinas para sumarse a ese proyecto loco de Palestina. Rothschild dijo que podía conseguirle Uganda (Palestina era “demasiado judía” para su gusto). Lord Chamberlain, en cambio, lo escuchó “como un gentleman a otro”. Herzl propuso que les dieran el Sinaí para hacer el Estado judío, pero que fuese una colonia británica. Incluso proponía una “Jewish Company”, a la manera de la Compañía de Indias. Además, por supuesto, de los “diez millones de agradecidos súbditos” que acrecentarían el Imperio Británico.

Chamberlain, pura flema inglesa, no contestó. No le hizo falta: para entonces, el Congreso Sionista se le había rebelado a Herzl. Ya no se sentían representados por él: en el plenario de 1904 lo forzaron a ceder la presidencia a la nueva y más enérgica generación. Herzl se sintió acabado a los 43 años. Al año siguiente estaba muerto. Coubertin, en cambio, siguió inaugurando Olimpíadas hasta 1936. Incluso en el Berlín de Hitler pronunció el discurso de apertura, aunque no estuvo de cuerpo presente, sino que se envió una grabación desde su lecho de muerte. Dicen que a Hitler lo impacientó tanto el discurso del Padre del Deporte que ordenó a Goebbels que lo resumiera. Alfred Dreyfus había muerto un año antes, condecorado con la Legión de Honor por el mismo ejército que lo había degradado por traición a la patria. Aun cuando alcanzó el grado de coronel antes de pasar a retiro, la calle que hoy lo recuerda se llama Capitaine Alfred Dreyfus.

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