CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Estuvimos, junto a tanta gente, en el III Congreso Nacional de Cultura reunido estos últimos días en San Juan. Hubo muchísimas actividades de todo tipo, participación múltiple y crítica, buen clima –en el cielo sin nubes, en la tierra sin ronquidos, ni temblores, en el debate– y sobre todo una sensación de cosa viva, si cabe: lo único fósil fueron los veteranos pero siempre y desde siempre entretenidos dinosaurios de Ischigualasto, el Valle de la Luna, que le dicen. Muy motivadores, además.
Uno va a laburar. Nos tocó una mesa sobre (sic) “La cultura como herramienta para la gestión y la inclusión sociocultural”, integrada a partir de un frente tucumano formado por Miguel Angel Estrella al piano, Carola Beltrame con los pinceles e instrumentos plásticos, y Mauricio Guzmán en uso y distribución de la palabra coordinadora; más Rep –tarde, pero seguro– y este improvisador que no pudo sino definirse, en la ocasión, como intruso sin instrucciones.
La cuestión a la que voy –y a la que fui en el momento– se refería a la sensación de incómoda intrusión en la que me encontraba, formando parte de un congreso de cultura, invitado –lo suponía– no por mi condición de mal o buen escritor a secas sino, sobre todo, a partir de ciertas prácticas creativas y críticas en el campo de las llamadas literaturas marginales y de cierta visibilidad (así se dice ahora) reciente y creciente, resultado de poner con cierta frecuencia la cara en televisión para hablar, entre otras cosas, de libros.
Al respecto sentí y consideré mi presencia halagüeña en lo personal (el gusto de estar) y sintomática en lo general. Apelando a variaciones sobre algunos de los más inteligentes epigramas de Groucho Marx, pude decir y sentir que algo debía haber cambiado en el concepto mismo de cultura que se manejaba (antes) habitualmente en estos ámbitos oficiales de convocatoria, para que (ahora) incluyeran a gente/alguien como uno.
Quiero decir: el debate instalado por nuestra generación en los espacios académicos entre fines de los años ’60 y el comienzo de los ’70 sobre la necesidad de ampliar el concepto de cultura para ir más allá de lo meramente letrado (la práctica y la información en los dominios de las llamadas Bellas Artes en su sentido restringido) había dado resultado, y ahí estábamos muchos otros y yo refirmándolo con nuestra (in)equívoca presencia.
El debate sobre temas tales como cultura popular y cultura de masas, medios de comunicación y literatura, lo comercial y lo artístico, el libro y el mercado, pureza y contaminación, etc., flotaron, se introdujeron y proliferaron como ricas y siempre estimulantes cuestiones de controversia, sobre todo cuando hay gente como Estrella, como Horacio González, como Rep o como Daniel Santoro de por medio en la discusión e intercambio de experiencias.
Porque de eso se trata. En mi caso sobre todo, incapaz –cada vez más– de teorizar exhaustivamente o formular con coherencia, sólo me cupo y me cabe describir con la mayor honestidad y la menor mistificación posible, los resultados y sobre todo el proceso de ciertas experiencias concretas de las que, por lo general, se nos escapa saludablemente el significado.
Dije que uno va a laburar, y es cierto. Pero también, en la medida en que puede, uno se raja. En este caso, muchos nos fuimos –juntos o por separado– a conocer Ischigualasto. Una fiesta. Conocimos a los vistosos iconos empedernidos, el gusano, el submarino, la cancha de bochas y el hongo, pero sobre todo conocimos a Ricardo, el que sin serlo (es guardaparques por formación y estudio) hace de guía, y fuimos, como diría Papini, testigos de la/su pasión. El lujo de ver en acción a cualquiera que ama lo que hace.
Sin embargo, y sin desmerecer ponencias, discusiones y guarderías culturales, la presencia que más recordaremos de toda la experiencia cultural sanjuanina son los zorritos que descubrimos, hacia media tarde –primero un par, luego media docena–, arrimándose a la estación de interpretación, el comedor restaurante y el conjunto del enclave humano en la soledad natural del valle: oyen los autos –nos dijeron– y se arriman... La gente a veces los alimenta y por eso los celosos guardaparques los alejan, no quieren que se acostumbren, rompan el ritmo, el circuito alimentario, el equilibrio del sistema. Pero los simpáticos, astutos zorritos, van... Astutos sobrevivientes, depredadores de gallineros, frecuentadores de cocinas desguarnecidas, los zorritos, intrusos entre lo natural y lo cultural, en tránsito sin permiso, abiertos a lo nuevo, rompen por pura presencia un equilibrio de roles anterior, sentimos que se harán alguna vez necesarios a su manera. Porque así (bien y mal) pasan/funcionan las cosas.
E intuimos de pronto que de cosas así, metafóricamente, hemos estado discutiendo, cambiando ideas en este Congreso de Cultura.
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