› Por Rodrigo Fresán
UNO Gran duda proletario-existencial: ¿debo escribir una contratapa sobre la huelga o, tal vez, honrar a todo el asunto declarándome en huelga de escritura sobre la huelga?
La huelga –se entiende, se sabe– es la huelga general que le harán a Zapatero el próximo miércoles. Huelga en protesta por las medidas más bien capitalistas que ha venido tomando y haciéndonos tragar el gobierno socialista en los últimos tiempos. Medidas y amputaciones varias para mantener respirando a uno de los países más enfermos económicamente de un continente económicamente enfermo. Bruscas correcciones en el discurso de un buen hombre –por imposición de los poderes centrales y de los organismos internacionales que se dedican a eso de contar y descontar billetes– quien, de pronto, afirma vivir tranquilo con su conciencia y no sentir que ha dado brazo a torcer y credo a modificar. Todo bien, todo en orden para quien ganó su segunda legislatura cabalgando sobre el discurso de que la crisis afectaría poco y nada a una esplendorosa y blindada España. Y a no olvidarlo nunca: el libro favorito de Zapatero es Don Quijote de La Mancha. Por algo será.
DOS Y lo extraño de las huelgas generales en general es que, finalmente, el Día D o el Día H en sí no es lo más importante. Tampoco el día después. Lo que vale de las huelgas a la hora de hacerse valer es todo lo que se sucede antes de la huelga. La que aquí nos ocupa –y que tiene en los altos índices de desocupación y de flexibilización laboral para gusto de los patrones su razón de ser– fue convocada antes del verano boreal, días antes de las vacaciones. Ah, parecía tan lejos, y de pronto ya está aquí. “Como la ola de un tsunami arrimándose a la orilla”, definió un sindicalista lírico y catastrofista. Y así todo se mueve en función del próximo miércoles de miércoles. Se acuerdan mínimos de servicios públicos, se anticipan índices de participación, se despliegan pancartas y se enarbolan estandartes, se recuerdan las seis marchas anteriores de la democracia ibérica (dedicadas a Adolfo Suárez en 1978, a Felipe González en 1985 y 1988 y 1992 y 1994 a Aznar en el 2002) y se gritan consignas a favor o en contra de la hora de la huelga. Y muchos que apoyaron, ahora serruchan. Y todos quieren trabajar de huelguistas. Es un trabajo descansado.
TRES Yo también. Pero en otro tipo de huelga y de paro. Parar un poco. Parar bastante. Parar del todo. Por un rato. Pero no se puede. Leo la noticia del gran hallazgo de una obra maestra de Pieter Bruegel El Viejo en El Parado –un muy hermoso cuadro llamado La vino de la fiesta de San Martín– y en esa aglomeración de cerca de cien figuras enseguida veo un amontonamiento de desempleados. Miro por la televisión un documental sobre la impar Belén Esteban –joven alguna vez seducida, embarazada y abandonada por un torero mujeriego y hoy reconvertida en fuerza popular y fenómeno televisivo de rating mientras se la compara con la Evita de Perón y con la Cristal de la telenovela– y ahí nomás la escucho aullar como una poseída llamando a las armas al pueblo, mientras el locutor me explica que, según una encuesta, si la criatura en cuestión se metiera en política sería la tercera fuerza del país y decisiva para que el PSOE o el PP pudieran formar gobierno. Ni siquiera un reportaje al insufrible Diego “Estoy Desesperado” Maradona –quien, luego de que le cortaran las piernas en EE.UU., ahora se dice dispuesto a “cortarme un brazo” por volver a envolverse en la bandera/camiseta y sacar pechito argentino– consigue distraerme. Todo va para el mismo lado, arrastrado por la corriente, mientras se barajan posibilidades y se sopesan incertidumbres. Y Rajoy anuncia de nuevo el Apocalipsis si no se autoriza su Génesis. Y Zapatero –quien no deja de proponer “soluciones” y “medidas” para todos los males de este mundo– sale de una reunión con los tiburones más peligrosos de Wall Street (George Soros & Co.) diciendo que Europa ya está fuera de peligro. Un par de días después, Irlanda y Portugal se acercan a ese abismo por el que ya se precipitó Grecia. Y ese es el problema: mientras Rajoy sabe que casi nadie lo soporta y Aznar se nutre del odio de muchos (a su persona o a todos los demás), Zapatero todavía insiste en eso de querer que todos lo quieran. Y tal vez alguien tendría que explicarle a Zapatero que uno quiere a sus padres y a sus hijos y a sus amigos y a su mujer o a su hombre (o a sus hombres y mujeres). Incluso puede querer a George Clooney o a Angelina Jolie o a Hanna Montana o a Justin Bieber o a sus juguetes (que van desde Woody y Buzz a un yate o un avión privado). Pero nadie quiere a los políticos. A los políticos se los vota y, cuando ganan, sólo se les pide que nos quieran a nosotros. Y que la expresión de ese amor pase por apersonarse lo menos posible en nuestras vidas. Bastante tenemos con el juego de nuestro propio partido, siempre en campaña, con el puño en alto, non-stop.
CUATRO Por el momento, los sondeos dicen que el 70 por ciento no atenderá este juego, que no piensan que paralizarse jugando a las estatuas sirva para algo. ¿Y qué pasa después? ¿Cómo sigue? ¿Qué sucede cuando se para el paro? Fácil, lo mismo de siempre: los auspiciantes del producto asegurarán que se rompieron records de consumo, los encuestadores del gobierno y afines asegurarán que unos pocos no fueron a trabajar porque estaban resfriados o se perdieron de camino a la oficina. Y así hasta el próximo, la próxima, los que vienen o los que se van mientras uno permanece cambiando de canal y preguntándose cuándo se estrena la nueva temporada de Mad Men: esa gran serie sobre el trabajo y el eslogan donde lo importante es vender cualquier cosa. Rápido. Antes de que ese cliente que siempre tiene la razón descubra que lo han tomado por loco o por idiota mientras todos hablan mucho y hacen poco.
Entonces, como ahora, uno desearía un poco de silencio.
Uno de esos silencios en los que, sí, huelgan las palabras y entre ellas –muy especialmente, especial del día– la palabra huelga.
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