› Por Eduardo Jozami
Un pueblo de pescadores al norte de la Costa Brava, en el límite con Francia. A diferencia de otros, no se ha convertido en un centro turístico importante. Es más, podría decirse que se ha quedado en el tiempo. Todo Portbou parece un lugar de memoria, como si hubiera detenido su ritmo –el ferrocarril y la aduana no tienen la importancia de antes– para rendir homenaje al más ilustre de sus huéspedes. Un coloquio internacional recuerda hoy que, hace 70 años, un escritor judío alemán encontró aquí su última morada.
Walter Benjamin se suicidó, informado de que no podría atravesar España para seguir viaje a Estados Unidos. Lo requerían sus amigos Adorno y Horkheimer que allí desarrollarían sin tropiezos una importante carrera académica. “Todavía hay posiciones que defender en Europa”, contestaba Benjamin, intentando rechazar lo que se presentaba como un destino inexorable. ¿Cuáles eran esas posiciones? No se trataba de organizar la resistencia ni instalar las redes clandestinas. El suyo era un gesto de resistencia intelectual.
Quería seguir trabajando en la Biblioteca Nacional de París, revisando textos, documentos y fotografías de aquellas construcciones de vidrio y hierro que fueran las primeras manifestaciones de la modernidad. Conocedor del secreto para hacer hablar a las cosas, sabía encontrar tras el derroche del París de la moda y los grandes almacenes, los rastros de los sueños, las ilusiones y la fantasmagoría de una cultura que –más allá de la alienación que generaba la omnipresencia de la mercancía– había mostrado con Baudelaire su riqueza y sus posibilidades inexploradas.
Un siglo antes, otro intelectual creyó encontrar en Londres el mejor mirador para observar el capitalismo. Largas jornadas revisando tediosos informes en el British Museum le permitieron aprender el movimiento de la economía. Karl Marx quería conocer el funcionamiento del sistema cuya inhumanidad denunciaba. Walter Benjamin, en algún sentido, puede considerarse su continuador. El no veía lo cultural como mera determinación de lo económico. Qué mejor lugar, entonces, para encontrar las claves de esa modernidad que aún no había dicho su última palabra, que esa ciudad fascinante de la bohemia y las ideologías de artista. La misma que había sido en un siglo, el escenario de cuatro revoluciones.
Desde 1933, Benjamin reside en París, excepto alguna visita a su amigo Bertolt Brecht y a viejas relaciones amorosas. Declarada la guerra, será internado en un campo de concentración y declarado apátrida. Sus amigos consiguen sacarlo del campo, pero la ocupación alemana lo obliga a emprender la marcha hacia el sur. En una de sus novelas, Tununa Mercado relata el azaroso viaje del enigmático señor WB que lleva un portafolios –nunca encontrado– que considera su bien más preciado. Antes de partir, había confiado a Georges Bataille un cuadro de Paul Klee –el ángel de la historia, arrastrado inexorablemente por la tormenta, da vuelta el rostro para mirar con desconsuelo las ruinas y muertos que deja a su paso– imagen que para Benjamin simbolizaba el sentido ominoso del progreso.
Su último texto, las Notas (o tesis) sobre el concepto de historia, será leído como su testamento. Apuntes breves e inacabados que por momentos resultan oscuros y enigmáticos pero que de pronto estallan revelando cuánto tenía en común el fascismo con el progreso capitalista o sugiriendo la posibilidad de otra historia que no fuera sólo la legitimación de los vencedores. En ese texto póstumo se advierte, como en ningún otro, cuán fuerte es esa conjunción de marxismo y teología judía que marca la obra benjaminiana y provocaba el furor de sus amigos. Esa tensión puede leerse –agregando el condimento que siempre ofrecen las relaciones personales– como una lucha de influencias. Gershom Scholem, que se negaba a tomar en serio el marxismo de Benjamin, se radica en Jerusalén e insistirá siempre en llevarlo a Palestina. Con Asja Lacis, una joven rusa comprometida en la renovación cultural soviética aún no obturada por el estalinismo, WB vive una relación más que importante, mezcla de confrontación intelectual y romance apasionado, que lo acerca al mundo de la izquierda. Finalmente, Brecht –receloso de las recetas del realismo socialista pero enfático sostenedor de los alcances pedagógicos del teatro político– rechaza la veta mística del autor de las Tesis pero establece con él un diálogo profundo. Así se advierte en los textos benjaminianos de mediados de los años treinta, particularmente en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en la que destaca la importancia del cine en la lucha antifascista.
Como tantos otros intelectuales de izquierda, Benjamin silenciaba las reservas que le merecía el proceso de la Unión Soviética, creyendo imprescindible apoyarse en la URSS para derrotar a Hitler. Es fácil comprender su desesperación frente al pacto germano soviético de 1939, que explica, en cierta medida, ese estado de ánimo angustioso y desesperado que las Tesis reflejan. Sin embargo, el autor creía también que –si no olvidamos la injusticia– es de esa desesperación, precisamente, de donde podrá surgir la esperanza. Por eso, la ambigüedad de su último escrito. Constatación impiadosa de la derrota, por momentos adquiere la dimensión épica de un himno de combate.
Ante la repercusión internacional del seminario que se hará en Buenos Aires, a fines de octubre, en el coloquio se interesan por el fuerte interés por Benjamin en la Argentina. En 1967, Juan José Murena publicó aquí unos Ensayos escogidos, antes que en muchos otros lugares. Ni Murena ni la Editorial Sur (dirigida por Victoria Ocampo) tenían mucho que ver con el sector más dinámico y radicalizado de la intelectualidad de entonces. Quizás eso explique la escasa repercusión o, tal vez, simplemente, aquella curiosa simbiosis de revolución y mesianismo judío no resultaba fácil de compatibilizar con el trazo grueso de nuestro pensamiento de entonces.
En los ’80 y ’90, en las áreas de estudios culturales, en Letras y en Ciencias de la Comunicación, Benjamin se convierte en un autor muy frecuentado, pero no se advierte el mismo interés respecto a su pensamiento político-filosófico. Más tarde, cuando se fortaleció el reclamo de memoria, nos encontramos naturalmente con un pensador que se negaba a considerar al pasado como muerto e inmodificable. Rechazando la falsa ingenuidad de quienes querían olvidar la tragedia para preocuparse por las generaciones futuras, Benjamin nos recordaba que ese pasado aún esperaba redención y que si ello no ocurría ni siquiera nuestros muertos podrían descansar en paz.
El coloquio culmina con un homenaje en el pequeño cementerio, donde no se han ubicado los restos del escritor. El fortísimo viento nos recuerda que estamos suspendidos sobre la montaña y el mar, mientras cubrimos de flores una placa de homenaje que recuerda la frase benjaminiana sobre la inescindible relación entre cultura y barbarie. Hoy suena más actual que nunca, en este ominoso presente europeo en que vuelve a hablarse de la expulsión de los gitanos.
Una instalación del escultor Dany Karavan desciende hacia el borde del mar. El espacio se estrecha levemente y un vidrio ubicado antes de que la escalera descienda en el agua dificulta la visión y genera cierta sensación de misterio, que no falta por cierto en el final de WB. Apoyándose en contradictorias declaraciones de los testigos del pueblo o en hechos de difícil explicación como que Benjamin consumiera una fuerte dosis de morfina por la noche y once horas más tarde aún estuviera en pie para anunciar su muerte a una compañera de viaje, el argentino David Mauas filmó Quien mató a Walter Benjamin, película que vimos nuevamente en estos días. Mauas demuestra que ante una investigación rigurosa ninguna versión se sostiene sin fisuras, pero tiene la prudencia de no avanzar más por ese camino. Porque todos sabemos quién mató a Walter Benjamin y por eso le vamos a rendir homenaje en la Argentina.
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