Dom 03.10.2010

CONTRATAPA

Tedio

› Por Noé Jitrik

Es más que probable que no mucha gente, salvo los especialistas, lea en la actualidad las novelas de Benito Pérez Galdós. No es justo, si la vigencia es lo que una empresa de escritura anhela obtener, porque es una obra llena de luces y de penumbras, de una continuidad y un vigor propios del generalizado talento de fin de siglo XIX, en la que se pueden encontrar ocurrencias y observaciones, personajes y situaciones que, en una lectura abierta, puede suministrar mucho placer. Pero, consolémonos, no es el único escritor de genio sometido a la sombra del olvido, a la espera discreta de un regreso que acaso se produzca, aunque tan feliz circunstancia a veces se produce por un capricho de algún ignoto pero oportuno despertador. Es cierto que no todos los olvidados son Kafka o Borges o Proust, siempre ahí, pero algunos son Marai.

En la última de sus novelas, Cánovas, los protagonistas están acompañados o vigilados por alguien que se denomina “La Historia”, y que hablándoles al oído les ayuda a comprender las situaciones en las que deben terciar. Personaje o idea, literariamente hablando se anticipa a ciertos procedimientos narrativos que funcionaron unas décadas después, de muy diferentes maneras, pero eso importa ahora menos que la declaración que el narrador hace al final, algo así como “aburrida, la Historia se va”. ¿Fin de la historia? No entro en eso, me quedo sólo con el aburrimiento. La historia, se infiere, no aguanta el tedio de una época en la que lo que importaba tenía el valor de un bostezo y el precio de una siesta interminable. “La España de Frascuelo y de María”, como escribió años después Antonio Machado.

Aburrimiento, tedio, mediocridad pero no exclusiva de la España de comienzos del siglo XX. Antes, mucho antes, los viejos decadentes hablaban de tedium vitae, los ingleses finiseculares de Spleen, los franceses de cafard y, en general, salvo en las regiones exóticas del mundo, de lo que más tarde un inolvidable personaje de una película de Vittorio de Sica decía, sin intentar comunicar nada, io m’annoio. Todas esas expresiones parecían designar un sentimiento de frustración o de descreimiento pero, sin duda, la atmósfera general de la época de alguna manera debía favorecer esos estados de ánimo, algunos formulados, otros silenciosos. Eso, creo, debe haber sido entendido por Pérez Galdós y expresado con esa original fórmula.

Después del final de la Primera Guerra Mundial, extrañando quizás el sonoro batir del cañón apreciado como equivalente de una “vida intensa”, se entró en una zona gris de melancolía e indecisión, al menos en Francia: surgió entonces, para contrarrestar ese pálido color, un movimiento llamado “vitalismo”, que preconizaba una “verdadera vida” frente al poco interés que ofrecía una sociedad considerada o sentida como inmóvil, poco excitante, aunque en realidad pasaban cosas bastante espectaculares; sin ir más lejos, las revoluciones (Rusia, Alemania, Hungría, México, China, et al.), triunfantes algunas, frustradas otras, en el campo social así como en el artístico y en el filosófico, pero en ningún caso aburridas; nuestro Ricardo Güiraldes se hizo adepto a esa tendencia y la expresó en Don Segundo Sombra, para orgullo de nuestras letras. ¿No era, acaso, vitalista la vanguardia? ¿Marinetti con sus desplantes y Mussolini con esa opción grotesca pero reveladora: ¿Volete burro o canone?

Pero, más que eso y antes, el propio Hegel, para describir el movimiento mismo de esa historia que dejaba solos a los personajes de Pérez Galdós, hablaba de épocas de aburrimiento semejantes a los embarazos, o sea de preparación, aunque no se podía decir nada acerca de la forma que podrían tener las criaturas gestadas en esas circunstancias. La revolución francesa, animada hasta más no poder, fue una de ellas; quien entonces se aburría estaba simplemente muerto. Lo mismo sucedía en nuestras deshabitadas tierras, si vemos un poco hacia atrás pasaban muchas cosas, contrariamente a esa expresión tan usual en épocas de tedio, “aquí no pasa nada”. ¿Entonces por qué el tedio, como venenosa sustancia, invadía el ánimo de tantos sujetos que, por eso y en esa dimensión, provocaban a la literatura y al cine?

¿Se referiría Hegel también a ciertos momentos de la Edad Media que gozan del oscuro prestigio de una sepulcral inmovilidad? Bastaría nomás asomarse la pintura del Trecento así como a las travesuras de los Borgia, los Médicis, los Sforza y al brote de aventuras como las de Marco Polo o la del propio Colón, o la delirante imaginería inquisitorial, para que el fantasma de una supuesta somnolencia se disipara rápidamente. De aquí se podría inferir que entre tedio y aventura hay una secreta relación, que ambos estados interactúan o, dicho de otro modo, que la aventura brota del tedio y que cuando la aventura se apaga el tedio regresa y sofoca las ganas de vivir. De modo que si existe el tedio también existe, y a veces coexisten, la aventura, pero aunque no se sepa de qué se alimentan uno y otra, es como si la sustancia de la aventura fuera el tedio que la precede y la sustancia del tedio la ausencia de la aventura.

¿En los sujetos particulares? Sin duda, pero no sólo en ellos, también en sociedades enteras. Pero si en lo individual el tedio se manifiesta claramente por el bostezo, ¿cómo sería el tedio social o su expresión? Las pesadas rutinas, el apocamiento de la imaginación, los frenos retóricos y reglamentarios, los convencionalismos repetidos como verdades, el imperio del lugar común pueden ser algunos de los rasgos propios del tedio que las sociedades padecen y a veces la literatura logra expresar: la imaginación supo y sabe sacarle el jugo a la retórica de ese tedio y construir grandes obras, nada tediosas, palacios surgidos del barro, me basta ejemplificar con Louis Ferdinand Céline, Albert Camus, Fernando Pessoa y entre nosotros Juan L. Ortiz y sus inmóviles ríos.

Tal vez sea trivial, pero una sospecha muy difundida sostiene que la vida excesivamente ordenada de algunos países, donde todo está normado y arreglado y la gente se porta bien, genera un tedio tal que alimenta la tasa de suicidios. Dicho un poco brutalmente, mucha gente se suicida en esos lugares por aburrimiento. ¿Hace otras cosas por la misma razón?

Se podría, en consecuencia, intentar una historia del tedio, sus momentos brillantes, es decir cuando impera y sofoca la vida de una sociedad, y sus declinaciones, o sea cuando pasan cosas que impiden invocar ese argumento para deprimirse. Y aun sin necesidad de tomarse ese trabajo, no debe ser demasiado tedioso preguntarse por lo que pasa en el tiempo en el que nos ha tocado vivir, digamos el fin del siglo XX y lo que va del XXI.

Estamos llenos de prejuicios sobre una cuestión como ésta; como se trata de “estados de ánimo” cualquier conjetura puede ser controvertida o refutada. Otra vez la literatura ayuda: ¿por qué se va Arthur Rimbaud de un animado París al Africa a vender armas? Que ése era su deseo no hay duda pero tal vez porque ya estaba harto de ser el niño mimado de los gigantes simbolistas. El último libro de Onetti se titula Cuando ya no importe. ¿Qué queda después? Dramático. El “extranjero” de Camus mata a un árabe porque algo le exige que lo saque del sopor. La literatura y el cine nos ofrecen abundantes ejemplos de esta dialéctica, ¡las cosas raras que se hacen para salir del tedio!

Pero yendo al aquí y ahora conjeturo que muchas cosas que pasan –estamos en el siglo XXI– responden a ese patrón. Sociedad en permanente transición, una de sus manifestaciones es la crisis de la conversación y, obviamente, la dificultad de resolver el dilema entre vocación, por llamar así a un querer de una acción duradera, y clausura; no se puede no vincular con este planteo la rápida consumación de matrimonios, o como se los quiera llamar, y su no menos rápida disolución: la gente se liga pronto –porque no aguanta la soledad, prima hermana del tedio– y con la misma presteza se desliga porque el lazo mostró ser tedioso rápidamente y, en la emergencia, se busca una aventura nueva que lo derrote o, con resignación, se prefiere el tedio anterior. El mismo mecanismo funciona en terrenos como el turismo por ejemplo, la televisión, vaya uno a saber qué pasa por el espíritu de los que creen que de un hotel o de la pantalla brotará el milagro reanimador, una milagrosa aparición de un sentido inexplicablemente perdido.

La lista de respuestas al tedio puede ser muy grande y simplemente atribuible a lo humano y, por lo tanto, clasificar sus innumerables figuras puede ser abusivo, débil o falso. Pero que el tedio está ahí, acechante como una pantera, es una hipótesis tan válida como cualquier otra pese a que se podría, de un modo u otro, sostener que en una época como la nuestra predomina la alegría, la imaginación, la aventura, el compromiso y que, a la inversa, el aburrimiento, derrotado por la Historia, se haya retirado a cuarteles de invierno. Puede ser, con muchas ganas.

Y, si como hipótesis puede ofender a muchos que creen que las decisiones que vemos que se adoptan brotan natural y espontáneamente, sospecho que muchas de las peores, rutinarias algunas, otras bravísimas, pueden ser respuestas a un tedio generalizado. Por aburrimiento, Madame Bovary, y muchas otras que siguen su ejemplo, encontró la muerte. ¿No será por lo mismo que ciertos sujetos deciden que otros la encuentren al convertirse en hombres bomba y suicidarse después? ¿O los que entran a tranquilas casas de familia y toman rehenes para robar el aparato de televisión no será porque están aburridísimos que lo hacen? ¿Y los que se drogan hasta la estupidez no lo harán para no tener que soportar una vida que es una adormidera total? ¿Y qué decir de los que, seguramente con una inenarrable sensación de vértigo, arrojan a las viejitas a las vías del tren para sacarles el bolso? ¿Y los que optan por enfermarse y pasar la vida en los hospitales, en los asilos o en los hospicios, cuando no en las cárceles, lugares todos donde pasan tantas y excitantes cosas? ¿No será porque no pueden soportar el tedio?

¿Por qué se haría todo eso si no fuera que para muchos, a quienes el entorno no les ofrece nada excitante, ejecutar todas esas proezas les hace creer que están vivos cuando el tedio que los anega les hace sentir que están muertos? Será que la sociedad no les ofrece nada y nada surge de su propia imaginación. O que lo que pueden hacer con sus propias manos, una pasión, un oficio, un gusto, les parece poca cosa y por lo tanto ir por más se les hace angustioso e imperioso, así ese “más” sea la violencia, el exceso, la locura y la muerte, la de los demás en primer lugar y la propia a continuación.

Bien puede ser que el argumento de la indudable mala distribución que caracteriza el sistema social, esgrimido por gente de buena fe, no alcance para explicar esas conductas aberrantes que preocupan tanto y dan lugar a incesantes programas políticos que no consiguen nada; en cambio, la idea de un tedio corrosivo que sobrenada y envuelve como una espuma letal, y que no es cosa sólo de la España de comienzos del siglo XX, podría ser una novedad interpretativa. Tal vez porque está en los sujetos y también en la sociedad. ¿O será sólo cosa mía?

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