Lun 04.10.2010

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Mi papá

› Por Juan Sasturain

Hoy, 4 de octubre, mi papá –que se murió hace más de veinte veranos en Mar del Plata– habría cumplido cien años. Juan Sasturain (sí, me puso como él) nació en Lobería, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, cerquita de Necochea, primer hijo de vascos navarros que venían de dos aldeas contiguas de arriba de Pamplona, como yendo para Roncesavalles y la frontera francesa. Estuve ahí, la primera vez que fui a Europa, con más de cuarenta años. Es hermoso el lugar, con sus valles verdes y aldeas blancas, y estaban las casas y había viejas que sabían de nosotros por fotografías colectivas enviadas desde la Argentina con numeritos junto a cada cara y aclaración en el reverso; y estaba la cama de mi abuela cuando era chica, y encontré una Villa Sasturain y una chocolatería.

Lo notable –o no– es que los que iban a ser los padres de mi viejo y mis abuelos no se conocieron allá sino que vinieron –cada uno por su lado, en el mismo barco o sucesivos– a principios de siglo, y terminaron encontrándose acá, en Lobería: Josefa Ilundain, alta y caderuda, laburaba de ayudante de cocina en el único hotel del pueblo; y Agustín Sasturain, petiso y gordo, sanguíneo, de empleado del almacén, con la canasta. Fue un romance de trastienda y sin glamour excesivo, creo recordar por dichos, o acaso imagino.

La cuestión es que el abuelo Agustín pronto tuvo sus propios y prósperos ramos generales y despacho de bebidas. “Era el único boliche en el que no se jugaba a las cartas”, puntualizaba mi viejo. Se supone que con el detalle subrayaba la vocación laburante y el rigor de su padre, mientras se recordaba de pibe, sentado sobre el mostrador o durmiendo arriba de las pilas de bolsas con su perro Chicho. De algún modo el excesivo empeño laboral o la dieta de embutidos le costó caro al petiso Agustín, que se murió de un derrame cerebral en 1922, a los treinta y seis. Dejó la mujer sola y cuarentona, tres hijos –mi viejo el mayor, de once, y dos hermanas– y tres propiedades de cuyos alquileres vivió o malvivió la viuda durante décadas. Los “alquilinos” decía la abuela, famosamente.

Así, mi papá tuvo poco padre y se crió entre mujeres. Terminó la primaria y estudió contabilidad no sé dónde ni cómo, llevaba los libros de algunos negocios, jugaba al fútbol de wing derecho en Independiente –el otro equipo del pueblo era, y debe seguir siéndolo, Jorge Newbery– y pateaba los penales de punta. Pero largó pronto. Para la época de la foto, más o menos. La instantánea que acompaña estas efusiones está sacada en el invierno de 1931, más precisamente el 9 de Julio, en Lobería –dónde, si no–, en un banco junto a la puerta de la municipalidad, frente a la plaza.

Mi viejo tiene veinte años que parecen más, claro, por la pilcha de la época y del día de fiesta patria: el breto, el moñito negro, el gacho gris, los guantes, la parada compadre... Un langa. La de al lado es la Negrita Ronco, mi mamá. Tiene diecinueve. Y la distancia que los separa –“prudencial” habría dicho años después mi viejo– supongamos que no es la habitual. Son novios desde pibes, casi desde que se acuerdan... Y seguirán siéndolo cinco años más, hasta que se casen en el ’36, cuando él entre de auxiliar al Banco Provincia –cuña de algún caudillo radical o conservador mediante– y tengan con qué alquilar.

Pero volvamos a la foto, que no quiero ir más allá (o más acá). De las cuatro del banco, las más lindas (no tanto como mi vieja, tanita natural y salvaje) son sus hermanas, mis tías Totó y Tití, segunda y cuarta, de izquierda a derecha. Han salido a pasear empilchadas el día de fiesta, y si la cámara se alejara y tomara la vereda y la calle se vería algún Ford A, algún coche de caballos, chicos con gorra, el vigilante, las engalanadas calles de tierra. Me gusta el lugar y me gusta esta gente. Amo esta foto y amo a estos tímidos novios pueblerinos que creen (pero no saben) que se han elegido para siempre y que serán alguna vez –entre tantas cosas– mis viejos.

Este es entonces mi papá, que nació hace cien años cuando Figueroa Alcorta era un presidente y no una avenida, y es acá apenas un muchacho tanguero y vagamente socialista que vive con la vieja y sus hermanas menores. Que empilcha bien, que irá esta tarde al único cine con la novia (acompañada y si la dejan) a ver una de William S. Hart; que supo del golpe de Uriburu o del primer Mundial de Montevideo –que ganaron los uruguayos en final oprobiosa–, cosas de hace apenas un año, por lo que se enteró por los diarios, por El Gráfico o por radios carrasposas. Me quiero quedar acá.

Este muchacho ya es y todavía no es el hombre que me dejará con los años algunas cosas definitivas: el nombre y el entrecejo, cierta convicción ética, el primer peronismo, la pelada infalible y una camiseta de Boca que me puso para siempre a los cuatro años, como quien cumple una promesa, cuando nos salvamos del descenso en la última fecha del campeonato del ’49. La tengo todavía.

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