› Por Juan Forn
Mario Puzo vendió en 12 mil dólares los derechos cinematográficos de su novela El Padrino y partió a Las Vegas a celebrar. Menos de dos semanas después, su libro llegaba a librerías y casi en simultáneo a las listas de bestsellers, donde permanecería trescientas semanas seguidas, desde 1969 a 1974. Dice Puzo que él se enteró por los diarios, más precisamente por un ejemplar del L.A. Times que compró a la salida de un casino en Las Vegas, de madrugada, con los últimos veinticinco centavos que le quedaban en el bolsillo de aquellos doce mil dólares por los que regaló su novela a la Paramount. Puzo dice que se amargó durante más o menos un segundo y medio y a continuación entendió que ese diario que tenía en la mano le garantizaba crédito sin límite en las mesas de juego, así que dio media vuelta y siguió dilapidando dinero en las mesas de blackjack.
Aunque Puzo se había criado en el Hell’s Kitchen en Nueva York, todo lo que sabía sobre la mafia lo había aprendido en cafeterías de Las Vegas, en conversaciones de desayuno con viejos croupiers de los tiempos dorados de la ciudad, los tiempos de Bugsy Siegel, los tiempos del Rat Pack de Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis (de hecho, Sinatra intentó repetidas veces comprarle a la Paramount los derechos de El Padrino para poder hacer él de Vito Corleone). Es asombroso que de esas confesiones entre donuts rancios y café aguado, con el paisaje del desierto de Nevada al fondo, saliera El Padrino. Piensen en esos tipos exagerando sus recuerdos para impresionar a Puzo en esas cafeterías de Las Vegas, y ahora piensen que apenas dos años después los jefes de los jefes de los jefes de esos tipos copiarían todo su lenguaje corporal de la película de Coppola: hasta entonces, dice el gran Gay Talese, todos esos abrazos y besos en ambas mejillas e incluso el ceremonial de besamanos al jefe les parecían mariconadas de la vieja parentela, perimidas hacía generaciones. Puzo dice que se le ocurrió el asunto viendo una ceremonia papal por televisión, en su cuarto de hotel en Las Vegas, mientras escribía el libro. También dice que su frase más famosa (“Le haré una propuesta que no podrá rechazar”) no la inventó él sino Balzac: es de Papá Goriot.
Sin embargo, a Coppola, el libro de Puzo le pareció una porquería cuando lo leyó. Su padre Carmine y su socio George Lucas tuvieron que convencerlo para que aceptara escribir el guión y dirigir la película. “¡Yo quiero hacer arte!”, gritaba Coppola. Incluso cuando se estaba vistiendo para el estreno seguía lamentándose de que “por culpa de pavadas como esa estúpida cabeza sangrante de caballo no me quedó lugar para decir la mitad de las cosas que quería decir”. En El Padrino hay veintitrés asesinatos, pero el revuelo mayor lo armó aquella cabeza de caballo: la Paramount tuvo que ir a juicio con la Sociedad Protectora de Animales para que la escena quedara en la película. Lo que no quedó, ni en el guión ni en la película, fueron las palabras Mafia y Cosa Nostra, porque tanto la Liga Italo-Americana de Derechos Civiles como el propio gobierno de Nixon aseguraban que nunca había existido tal cosa en Estados Unidos.
La Liga era una fachada de la familia Profaci, liderada por Joe Colombo, que por entonces regía la zona que iba desde Little Italy hasta Long Island, en Nueva York. Colombo organizó una gala en el Madison Square Garden con Sinatra de maestro de ceremonias, en la que recaudó 600 mil dólares para frenar la película. La misma noche mandó balear los autos de los dos jefes de la Paramount en Los Angeles, pero esa noticia no llegó a los diarios. Sí lo hizo, en cambio, la “generosa y espontánea” donación de la Paramount para el hospital que apadrinaba la famiglia Profaci en el Bronx. Luego de esos sobresaltos iniciales, Colombo terminó facilitándole al equipo de Coppola todo cuanto necesitó durante el rodaje en Nueva York, desde locaciones hasta extras (el sujeto que hace el formidable papel de Luca Brasi, por ejemplo, era un hampón a sueldo de Colombo).
Poco después de que la novela de Puzo entrara en las listas de bestsellers en 1969, el jefe eterno del FBI, J. Edgar Hoover, debió salir a asegurar que el crimen organizado era cosa del pasado (el verdadero enemigo, según Hoover, seguía siendo la penetración comunista, ahora en las universidades). Sin embargo, el mismo día en que Coppola filmaba en Amsterdam Avenue la escena de la matanza que ordena Michael Corleone para ponerse a la cabeza de las Cinco Familias, a sólo cinco cuadras de allí, en Columbus Circle, en pleno desfile anual de la comunidad italiana, Joe Colombo cayó asesinado a balazos delante de miles de testigos y, un par de horas después, el New York Post anunciaba a título catástrofe una nueva guerra en el hampa, a pesar de que el asesino de Colombo hubiese sido un joven de raza negra. El Post, siempre informado en asuntos de famiglias, explicó que el crimen llevaba la firma de Joey Gallo, un enemigo de Colombo y los Profaci que acababa de cumplir diez años de condena en Attica. Nomás salir de la cárcel, Joey Gallo fue a ver al capo di tutti capi, Carlo Gambino, con una propuesta que se le había ocurrido tras las rejas: armar ejércitos de negros y latinos reclutados en Harlem y el Bronx y copar con ellos la venta de droga en toda la ciudad. A cambio, pedía la zona de Joe Colombo. Gambino dio su bendición. El killer negro fue la manera en que Joey Gallo puso su firma a la ejecución.
Joey Gallo creía en el black power, en Sartre y Camus y Franz Fanon (los había leído en Attica), entendía de drogas, vivía en el Village, Bob Dylan le escribiría una canción in memoriam: era el gangster cool. Cuando Bobby Kennedy lo interpeló en el Congreso como miembro de la pandilla de Jimmy Hoffa, Joey inventó el uniforme que Tarantino plagiaría en Perros de la calle: apareció de traje negro, corbata finita negra y RayBan negros y se pasó la audiencia repitiendo: “Declino respetuosamente contestar porque temo que mi respuesta pudiera tender a incriminarme”. Los demás mafiosos hacían lo mismo, pero ninguno podía decirlo con ese vocabulario y sin necesidad de leerlo de un papel. Joey Gallo no tuvo tiempo de ver la película de Coppola y aplicar sus enseñanzas. Su reinado duró menos de un año. Cayó muerto sobre un plato de pasta, cosido a balazos, justo el día en que se estrenaba El Padrino en Nueva York. Para el lanzamiento, Coppola había logrado convencer a los teatros Loew de que la dieran en todas sus salas con diferencia de media hora de una a otra, para que a lo largo de todo el día estuviese empezando una función en algún cine de la ciudad. De manera que los disparos que acabaron con la vida y la leyenda de Joey Gallo en el restaurante Umberto’s de Little Italy coincidieron y quedaron silenciados para siempre por los que acribillaban a los enemigos de la familia Corleone en alguna de las salas de la ciudad que en ese momento estaban pasando El Padrino y reiventando esa entidad supuestamente inexistente que algunos trasnochados croupiers de Las Vegas insistían en denominar Mafia o Cosa Nostra.
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