CONTRATAPA
Iconoclastas
› Por Juan Gelman
El humor cara de póker a la Buster Keaton, el “pince-sans-rire” que dicen los franceses, la broma rítmica, la parodia, la ironía y una profunda humanidad recorren la obra de Erik Satie, “indispensable para el desarrollo musical del siglo XX” supo decir John Cage. No fue ésa la opinión de algunos grandes compositores contemporáneos. Que Schoenberg y Messiaen consideraran a Satie insignificante no sorprende: se escucha a ambos “con la cabeza entre las manos” o “con el corazón en la boca”, sentenciaba Jean Cocteau. Lo cierto es que tal vez no haya otro músico moderno sometido por colegas a semejante cantidad de menosprecio como el autor de las “Gimnopedias”. Los motivos son varios y uno, central: escribió canciones populares de éxito, abandonó el Conservatorio y construyó en los cabarets su iconoclasta pensamiento musical.
En 1887, a los 21 de edad, había pegado el salto de provincias a París, donde “Le Chat Noir” continuaba la tradición del café-concert nacido en Francia en el siglo XVIII, luego café-chantant bajo el Segundo Imperio, y finalmente mezcla de canto, danza, circo y revista musical importados del music-hall inglés. Satie se convirtió en parroquiano insistente del Chat Noir, cabaret llamado artístico de clientela bohemia y literaria, con teatro de sombras chinescas, decoración de tipo medieval que se burlaba de la Edad Media y un cartel en la puerta que exigía: “¡Caminante, detente! Este edificio, por voluntad del Destino, ha sido consagrado a las Musas y a la Alegría, con los auspicios del Gato Negro. ¡Caminante, sé moderno!”. Satie lo fue y de qué modo.
Allí conoció a otro joven provinciano, Vincent Hyspa, cantante, cuentista y poeta, que no tardó en actuar en el tablado del cabaret. Muy pronto Satie lo acompañaba al piano. Autor de letras irónicas de las que no salía salvo ni el presidente de la República Francesa, Hyspa alcanzó fama como chansonnier. Satie ponía música a esas sátiras políticas con improvisaciones y partituras nada corrientes en el género: introducía “irregularidades” para subrayar la comicidad de las palabras, enriqueciendo la estructura melódica y sobresaltando las fronteras entre tonalidad y atonalidad. Eso sí, bebía mucho. Hyspa solía encerrarlo en un cuarto de hotel toda la tarde para que pudiera acompañarlo sobrio por la noche.
Satie siguió a Hyspa en “El Diván Japonés”, el del famoso poster de Toulouse-Lautrec, y en el “Cabaret des Quat’z Arts”. Había despilfarrado una pequeña herencia y pagaba con valses el alquiler de su casita en Arcueil, suburbio obrero de París. Compuso también canciones para Paulette Darty, “la Reina del vals lento”, que la diva llegó a interpretar en la Scala. Maurice Ravel lo “descubrió” en 1911 y lo presentó con un concierto en la Sociedad Musical Independiente. Comenzaba para Satie su carrera de músico “serio”. Lo supo y escribe a su hermano Conrad que no valía la pena trabajar en cabarets, “más estúpidos y sucios” que cualquier cosa imaginable. Pero siguió aplicando lo que en ellos había inventado, tanto en sus piezas para piano de 1912-1914 como en el resto de su obra, incluido su último ballet, “Relâche”, creado en 1924, un año antes de morir por hígado cirrótico.
Para entonces Satie se había erigido en el líder musical incontestable del “nuevo espíritu” que preconizaba Apollinaire. Realiza la partitura de un ballet de Cocteau, que lo apadrina, pero poco agradaba al compositor el paternalismo de quienes lo consideraban una suerte de “noble salvaje musical”. Ravel, por ejemplo, que se decía sin razón su precursor. Satie le devolvió el cumplido de manera nada caritativa: “Ravel rechaza la Legión de Honor, pero su música la acepta”. En cambio, no escatimó elogios al joven Stravinski y admiró el genio de Debussy “en materia de música y de cocina de huevos y chuletas”. En 1913 Satie estrenó las siete “Danzas del mono” introduciendo hojas de papel entre las cuerdas del piano paralograr un sonido semejante al del mono imaginado bailando. Estas partituras, junto con sus tres obras para piano del mismo año, son absolutamente originales y disuelven tempranamente las jerarquías tradicionales de consonancia y disonancia.
Ser “serio” le trajo más pobreza a Erik Satie. En 1918, sin un franco y con sus amigos artistas veraneando en la Riviera, escribe a Valentine Gross: “Me cago en el Arte. Me ha hecho pedazos con demasiada frecuencia”. El orgulloso compositor profesional pide un empleo de medio tiempo. En 1921 dice al pintor André Derain: “Me miré en el espejo y me pareció que de satírico me he convertido en col. Soy una vieja ruina que vive en un lugar miserable que nadie visita”. Omite que había prohibido visitarlo. En la sala de su vivienda, un piano servía de receptáculo de cartas que nunca abrió. Había nacido “muy joven en un mundo muy viejo”, confesó alguna vez. Y sabía que “un verdadero músico debe estar al servicio de su arte, elevarse por sobre las miserias humanas, sacar coraje de sí mismo, sólo de él”.