CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Uno cuenta una historia y supone que todo queda claro desde el principio. Pero no es tan simple. Por ejemplo, la historia de Falucho Vargas, el trovador borincano y líder del Combo Catarata, que siempre –reconozco– estoy amenazando contar y nunca termino de empezar, es ejemplar al respecto. Porque Falucho Vargas no es, no se llama en origen así, no es quien parece. Como todo el mundo, en realidad. Pero bueno.
Volvamos a lo que importa. En realidad, con el nombre, con el apodo debería haber bastado para reconocer a Falucho Vargas –rey de la salsa neoyorquina que deslumbra en el hoy lejano verano del noventa y dos a la gilada turística con el afiatado sonido tropical del Combo Catarata– como un invento, un puertorriqueño trucho, y deschavarlo criollo –quiero decir: argentino– aparatoso e irrecuperable. Porque es bien sabido que el mítico negro Falucho es –junto al Tamborcito de Tacuarí y las Niñas de Ayohuma– uno de los aportes más vistosos y operativos que aportó el fundador don Bartolomé Mitre a la pintoresca historia argentina.
Recordemos: con la irrupción heroica del oscuro soldado que muere abrazado a la bandera nacional en la traidora fortaleza de El Callao en medio de la campaña peruana del Libertador, Mitre, vía Falucho, mató dos pájaros –y un negro– de un tiro. Por un lado, introdujo a los fantasmales hombres de color en la gesta de la Independencia, en la que más allá del eufemístico regimiento de Morenos y el populoso cruce de los Andes y las hazañas de Chacabuco, no habían aparecido sino para percha de los vistosos uniformes; por otra parte, y al mismo tiempo, con la heroica historia de uno solo, el consecuente Falucho que se hizo matar por la bandera de Belgrano mientras el resto de los blanquitos claudicaba ante el enemigo, los enterró a todos (los negros, digo) con gloria y loor. Y asunto concluido.
Por eso el nombre Falucho es desde entonces marca nacional de negro argentino y registrado. Y en este caso de raigambre musical, también. Porque en realidad el aclamado “trovador borincano” de los afiches y de la publicidad que hace temblar las noches marplatenses con el Combo Catarata nació acá nomás, en Quequén, el puerto pegado a Necochea en el que confluían en los buenos tiempos los camiones con el trigo de la zona y de media pampa húmeda, para ir un poco más lejos.
Ahí, en Quequén, quedó varado o amarrado hasta nuevo aviso, a principios de los años cuarenta, el Balboa, un carguero panameño que llevaba entre su tripulación al marinero de segunda Scott Patterson, un negrazo yanqui, poco más que un pibe en realidad, criado en la zona del Canal y del que poco más que eso se sabe. Acaso sea cierto que con el tiempo Patterson (homónimo del adversario histórico de Casius) fue un mediopesado campeón guantes de oro en su país de adopción y que años después llegó al torneo clasificatorio para las Olimpíadas de Londres 48, sin suerte. Tal vez, pero no importa a lo que vamos.
Porque el azar y la necesidad quisieron que mientras la burocracia y la guerra en apariencia interminable mantenían al Balboa amarrado a los muelles por un tiempo indefinido, los inquietos navegantes –y el muchacho negro, uno más– frecuentaran los concurridos bares y precarios quilombitos florecidos en las orillas del pueblo costero.
Allí conoció el rudo Scott –precoces, armoniosos 1,90 y 85 kilos– a la suave Rosa Burgos, una santiagueña linda dentro de lo que cabía a la que la alta marea había arrimado a la costa muy joven todavía para dejarla en baja. Se curiosearon un par de noches y a partir de la tercera se hicieron recíprocamente necesarios. O al menos exclusivos: Rosa lo esperaba y Scott la elegía.
La cosa no duró más o nada menos que un año y pico. Mientras al mundo le reventaban bombas por todos lados y a la Argentina le crecía el peronismo casi sin darse cuenta, algo así le pasaba a Rosa, tan lejos de las arenas de Iwo Jima como de la Plaza de Mayo.
Cuando llegó el momento y el marinero panameño soltó clásicas amarras, el futuro Falucho ya venía en camino y ella lo dejó nacer de puras ganas y buenos recuerdos; le puso Ramón por el abuelo de Salavina y Scott por el padre que no volvería a ver. Y se vino, se fue a la contigua Mar del Plata. Allá –suponía– sería todo más fácil o por lo menos más grande. Y tuvo razón.
Ramón Scott Burgos no creció hijo de puta sino de cocinera en el incipiente barrio El Martillo y cultivó a trompadas la buena crianza materna y el heredado buen físico paterno. Ser negro era más raro entonces, en los cincuenta, pero tan difícil como ahora. Pero el pibe se ganó pronto, tras una fiesta escolar en que lo embanderaron sin necesidad de pintarle la cara con corcho quemado, un apodo bien criollo que no lo soltaría: fue Falucho, por otra parte, sensible desde adolescente a la música y a las mujeres, el mulato (negro, para el mínimo común simplificador) probablemente no llevaba el ritmo en la sangre pero es innegable que siempre tuvo la pelvis bien irrigada.
Atorrante, de buen lomo y buen nadador, desde chico Falucho se pasaba el día en la playa, soñando con inaugurar la arena con talones incisivos fuera de lugar y temporada. La por entonces no bautizada tontamente Ciudad Feliz era todavía territorio apto para la aventura y el descubrimiento: se podía crecer ahí. Así, el negrito repechó la primaria, pero el secundario se le escurrió más de entre los pies que de las manos: se rateaba sistemáticamente hasta bien entrado el otoño y el comienzo de la primavera sólo para ir a dejar huellas donde nunca nadie antes, o nunca que él primero. En temporada, consecuentemente, se pasaba todo el día haciendo huevo en Punta Iglesia, apostando en carreras de ida y vuelta a la punta de Gancia contra algún porteño engrupido. Le bastaba.
Hasta que, después de dos años de rebotar contra la Botánica y empantanarse en la Historia Antigua y Medieval, Rosa lo encajonó entre los libros y la pared y Falucho –tras repetir dos veces segundo año– tuvo que ir a laburar. A la hora de elegir, madre e hijo desdeñaron el colorido uniforme y los guantes blancos de negro gentil para saludar y cargar valijas en la entrada de un hotel de cinco estrellas de Avenida Colón y optaron –con satisfacción despareja– por prolongar la contigüidad familiar en el ámbito gastronómico. Así, Falucho no se afeitaba todavía cuando ya trabajaba de noche y de mozo bajo la mirada y el aliento de su madre.
El asunto fue así: a fines de los cincuenta, y como ya hemos contado alguna vez y muchos saben, en la punta de la recova de la rambla del casino que da a la popular, estaba la ya entonces añeja Confitería París, toda una institución marplatense. Ahí había recalado en su momento la emprendedora Rosa Burgos, que laburaba de ayudante en la cocina y en el bar. Distribuía los ingredientes de a puñado por platito, hacía licuados, servía bochitas de helados de dos gustos y esas boludeces mientras trataba de establecer duraderas relaciones tras el mostrador. Fruto tardío y eficaz de aquellos empeños fue el primer trabajo estival de Falucho. De martes a domingos, a las siete de la tarde se sacaba la arena de las ojotas y se ponía una chaqueta borravino para atender las densas mesas de turistas gasoleros.
La historia de cómo ese mozo, negrito adolescente, que cadereaba rítmicamente entre las mesas haciendo equilibrio con la bandeja, terminó subido al módico escenario sin saber que inauguraba voz y vocación perdurables, es parte inicial, minúscula pero fundamental de una leyenda grande que –una vez más– prometo contar antes de que sea demasiado tarde.
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