Mié 02.02.2011

CONTRATAPA  › SE MURIó EL VIEJO GóMEZ

Ignacio Xurxo, tardíamente in memoriam

› Por Mempo Giardinelli

Me lo dijo Orlando Barone hace un par de semanas, en el Canal 7: “¿Supiste que falleció Ignacio Xurxo?”. Me dejó helado, y más porque –comentó Barone– murió hace casi tres meses.

Tantos amigos comunes que tuvimos, tantos autores y autoras que con Ignacio publicamos en Puro Cuento, durante años, y sin embargo nadie me avisó, nadie me dijo nada. No es queja, sino constatación: vivo lejos de Buenos Aires y eso, se sabe, en este país es como vivir lejos de Dios.

No leí el pequeño obituario en La Nación justo ese día, primero de noviembre. Y además estaba claro que entonces casi todo el país lloraba a Néstor Kirchner. Qué iba a haber lugar para llorar al Viejo Gómez, como algunos llamábamos a ese gallego inigualable: Ignacio Gómez Xurxo, natural de Vigo, hijo de ignotos inmigrantes y llegado a la Argentina siendo un niño.

Tenía justo 80 años cuando murió. Periodista y narrador, tipo derecho y leal como ya no se fabrican, había publicado muy poco pero leído muchísimo. En 1970 su primer libro de cuentos obtuvo un premio municipal y fue reeditado más adelante como Tahití y otros cuentos. Un librazo, hoy inconseguible.

El texto que daba título a esa colección, precisamente, fue incluido en una antología titulada Los grandes cuentos del siglo XX, que se publicó en 1979 y donde compartió cartel con cuentos de Borges, Cortázar e Isidoro Blaisten. Pero no le gustaba hablar de esa época. Aunque desde comienzos de los ’70 escribía ocasionalmente en las páginas culturales de La Nación y de Clarín, durante los años de plomo había tenido que sobrevivir coordinando talleres literarios y escribiendo en revistas culturales toleradas por la dictadura.

Yo lo conocí en 1984, cuando regresé a la Argentina y le traje una carta del gran cuentista Edmundo Valadés, que era su cuate, amigo y valedor, como se dice en México. Es curioso cómo los caminos de la literatura a veces se entretejen: cuando me exilié fue Eduardo Gudiño Kieffer quien me conectó, carta mediante, con Don Edmundo, que fue mi primer amigo mexicano; de igual modo fue éste quien me conectó con Xurxo cuando regresé.

Altísimo, calvo y miope, Shursho –como le decíamos– me fascinó de inmediato quizá porque era un hombre tan humilde, tan sabio y tan sabrosamente ácido e irónico como jamás vi otro igual.

Fuimos amigos entre 1986 y 1992, años en los que nos vimos casi a diario. Porque él fue, aunque ninguna necrológica porteña lo habrá dicho, el jefe de redacción de Puro Cuento.

Por eso ahora yo podría decir que fue mi brazo derecho en la revista, pero no, me quedaría corto. Porque Ignacio fue además uno de mis maestros. Nadie sabía de cuentos como él. Nadie había leído tanto cuento de todo el mundo.

Amigo de Blaisten y de Cacho Costantini, podía iluminar la obra de Alvaro Cunqueiro o la de Rosa Chacel, a quienes conocía en sus detalles más profundos. También conocía todo Borges hasta en sus más recónditos aspectos y era capaz de disertar con autoridad sobre Conrad o Rulfo, Chejov o Stevenson, Herminia Burana, Cortázar o Asencio Abeijón. Escéptico incurable y tanguero de ley, por si fuera poco, Xurxo escribió también Una luz de almacén, deliciosa biografía de Edmundo Rivero que publicó Emecé en 1982.

Dueño, encima, de una prosa perfecta que hubiese merecido mejor suerte si él mismo no hubiera hecho todo lo posible para que así no fuese, prefirió ser siempre un escritor escondido, un narrador secreto y nunca supe por qué. Tampoco quería hablar de eso; jamás lo hizo, al menos conmigo. Tipo raro y de cerriles silencios, era capaz de pasarse muchísimas horas sin pronunciar palabra, sólo leyendo cuentos. Adoraba el género, lo teorizaba como nadie y podía armar una cuadrícula equilibrada de la revista en media mañana.

Ignacio fue mi apoyo más firme y más leal en aquella aventura de rescatar y publicar cuentos de calidad en un país que parecía resistirse a crecer, sometido como estaba a inexplicables suicidios electorales, crisis económicas feroces, carapintadas contumaces y una memoria que había que consolidar a cada paso. Su consejo siempre sano y desinteresado, la sensatez de su sentido común y su agudeza y olfato eran un tesoro invalorable que teníamos en la revista.

Ahora, casi veinte años más tarde y mientras escribo todo lo anterior, siento que en la literatura argentina de pronto hay un vacío irremediable. Que ni el canon ni el mercado, siempre atentos a cualquier pendejada, sabrían reconocer.

Pero créanme: aunque aparentemente no se note, en el universo del cuento literario de este país hoy todo está despoblado.

Aunque la rueda ruede y siga rodando, como debe ser, hay un enorme vacío porque se nos murió el Viejo Gómez.

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