› Por Leonardo Moledo
La mujer entró de costado en La Orquídea, porque de frente no pasaba por ninguna de las puertas que un paciente y anónimo artista estaba fileteando cuidadosamente y casi arranca un rugido de admiración: debía pesar unos doscientos kilos y no mediría más de uno cincuenta; hizo falta juntar tres sillas para sostener su enorme peso y su pavoroso volumen y, aun así, las sillas crujieron, quejándose como sólo sabe hacerlo la madera. Y fijó su vista fijamente en el gran espejo, que tembló como si fuera a partirse.
Como La Orquídea es propensa a la confesión y al relato de las heridas de una vida, en general demasiado desdichada para los humanos, empezó a contarnos su historia. Curiosamente su voz era suave, aguda y perfectamente modulada en un trino, como cuando en la orquesta callan los instrumentos de viento y quedan sólo los violines.
“Curiosamente –dijo– ustedes pensarán que soy gorda o más bien obesa, pero no es así, o por lo menos no siempre fue así –era difícil de creer, pero todos le creímos, porque La Orquídea es propensa a lo maravilloso y lo extravagante–. Tampoco puedo decir que recién salí del armario, porque nunca encontré un armario capaz de esconderme –asentimiento general– y fui diferente, me encantaban las hamacas, los caños desde donde una podía colgarse. Naturalmente, todo el mundo se reía de mí cuando me movía a los saltitos, o cuando para llorar ocultaba mis ojos con el brazo. Lo cierto es que, a pesar de la corrección política imperante, que imponía desestimar la diferencia, pasé mi vida de médico en médico, desde los ortodoxos que intentaron matarme de hambre hasta los híper heterodoxos que probaron sobre mi cuerpo toda clase de remedios y variantes: todos los tipos de chocolate, frituras al por mayor, tortas de crema, pero no adelgazaba: todo lo que conseguí fue bajar cien gramos. De repente se me ocurrió que quizás el mío no era un problema médico y empecé a probar a tontas y a locas con todas las profesiones –dijo moviéndose con aflicción y haciendo temblar el edificio–. Y bueno, allí empezó otro periplo de un tipo completamente distinto: consulté a un agente inmobiliario, a un especialista en alta costura, matemáticos, futbolistas, funcionarios de distinto calibre. ¿Sería yo una extraterrestre? Ya saben, cuando una está desesperada piensa cualquier cosa.”
–¿Pero le dio algún resultado? –preguntó Dora extrañada–. Porque no logro entender cómo un agente inmobiliario puede hacer adelgazar, a menos que haya tratado de introducirla a la fuerza en un departamento minúsculo de los que hay ahora.
–Efectivamente –gorjeó la mujer–, conseguí bajar aún menos que con los médicos: diez gramos con cincuenta.
–¿Y entonces? –preguntó César, que es físico y calculaba la enorme cantidad de energía que desplazaba la mujer y la comparaba desfavorablemente con la de un transatlántico.
–Y entonces fui a ver a la versión local de House –supongo que todos conocen la serie, donde uno entra con un poco de tos y sale con un cáncer terminal–. Los ayudantes de House quisieron operarme de inmediato, cortando todas las extremidades, pero felizmente House actuó a tiempo, y después de mirar todos los análisis cuidadosamente, me dijo: “Lo suyo no tiene nada que ver con la medicina”.
–¿Y entonces?
–Y entonces, volví con un biólogo, que me hizo los análisis respectivos, y me dijo finalmente: ¿sabe lo que pasa?
–¿Qué pasa?
–Cuchichearon un poco y después me hablaron de frente: Pasa que en realidad usted es un ave.
–Una avecilla –dijo House.
A pesar de la corrección política, casi casi La Orquídea estalla en una carcajada: un hipopótamo, un mamut, eso sí podía ser. Pero ¡un ave! E instantáneamente la clasificaron como un ser delirante que había transformado su gordura infinita –casi como la del personaje de García Márquez a la que llamaban La Elefanta y que sostuvo un torneo de comida con Aureliano Segundo– en un delirio sistematizado, y perdieron todo interés en ella.
Pero entonces la mujer se puso completamente colorada, las columnas se bambolearon y se sintió un estruendo parecido al que producen las nubes de tormenta cuando están por generar un rayo. Ella se levantó y todos nos acercamos a mirar.
La mujer había puesto un huevo.
Un huevo grande, sólido, un huevo de cóndor, de pájaro Rock, de pterodáctilo, aquel dinosaurio volador que se extinguió hace ya millones de años.
Y ante ese espectáculo, se hizo el silencio. Todos nos quedamos a la expectativa, y nos dimos cuenta de que necesitábamos hacer algo. ¿Cocinarlo y comerlo, con el riesgo de que la mujer se enfureciera? ¿Empollarlo?
Finalmente a uno de los mozos, que como se llamaba Jorge siempre tenía ideas extraordinarias y entendía del tema porque había trabajado en una granja avícola, se le ocurrió exponer el huevo debajo del vapor de la máquina de hacer café, para asegurar un empollamiento rápido, y efectivamente, poco a poco, el huevo empezó a resquebrajarse. ¿Qué saldría de allí?
Estábamos todos tan concentrados que nadie se dio cuenta de que la mujer extendió sus alas, atravesó los vidrios haciendo trizas el cuidadoso fileteado y salió volando por la ventana, describió un gran círculo y se perdió entre una bandada de palomas.
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