› Por Juan Forn
En 1922 vivían en Berlín más de 200 mil refugiados rusos. El mito dice que la mitad de los cocheros y porteros y fiolos de la ciudad eran de esa nacionalidad, así como la mitad de las institutrices y modistas y putas. Uno de esos 200 mil rusos, que no era ni cochero ni camarero ni fiolo, se enamoró de una de aquellas rusas, que no pensaba ser ni institutriz ni modista pero coqueteaba por entonces con la idea de convertirse en puta cara. Ella aceptó el cortejo de él pero en términos despiadados: le prohibió verla e incluso llamarla por teléfono; sólo le permitía escribirle una carta al día. Ni dos ni tres: sólo una. Y, además, esa carta diaria no podía hablar de amor.
¿Quién era esa mujer, para imponer semejantes términos? Una damita de la alta sociedad peterburguesa que a los quince años había enamorado a Maiacovski, el poeta de la revolución, para cedérselo después a su hermana Lili y casarse con un general francés que se la llevó a Tahití, donde ella se había aburrido tanto que desembocó en Berlín en busca de una nueva presa. ¿Qué clase de hombre era él, para aceptar semejantes términos? Primero y principal, era un ruso lejos de su patria. Un joven aspirante a escritor que había sido precozmente futurista y después participó de la Revolución como soldado motorizado en el Ejército Rojo y, entre medio, había inventado en Moscú, con una pandilla de mentes tan brillantes como la suya, una secta llamada Opoyaz (o Conjura para el Estudio de lo Poético), que hasta el día de hoy se estudia en las universidades del mundo con la plúmbea etiqueta de Formalismo Ruso. Pero, como ya he dicho, aquel joven era, por encima de todo, un ruso lejos de su patria. Uno de los tantos que había celebrado y contribuido a forjar aquel feroz mundo nuevo que los llevaría a todos al futuro y que sin embargo había terminado expulsándolo de Rusia. Difícil imaginar una víctima más idónea para el amor tóxico.
El sólo quería volver a Rusia; ella sólo quería llegar a París. El se llamaba Viktor, Viktor Shklovski. Ella, Alia. Su apellido era Kagan, pero todos la conocemos como Elsa Triolet porque así decidió llamarse cuando logró por fin llegar a París, donde se convirtió en la musa y compañera del poeta comunista Louis Aragon, con quien conformaría un dúo casi tan célebre como el de Sartre y Beauvoir. Viktor también logró volver a Rusia. Con el corazón roto y el rabo entre las patas, volvió a la patria, donde sufrió veinte años de silencio literario. Con el paso del tiempo, sin embargo, la censura soviética (que no entendió nunca una sola palabra de las cosas extrañas que Shklovski escribía) terminó concediéndole permiso para reeditar un librito que había publicado en Berlín antes de regresar. El librito estaba compuesto de 33 cartas: las que él le había escrito a Alia y las pocas que ella se dignó a contestar durante aquel año berlinés. Shklovski era casi un anciano (no tanto en edad como en ánimo) cuando logró reeditarlo. En el prólogo decía: “Tengo setenta años. Mi alma yace ante mí, con los bordes desgastados. Una vez, este libro la dobló. La volví a enderezar. Me la doblaron nuevamente las muertes de los amigos, la guerra, los errores, los insultos. Y la vejez, que a pesar de todo llegó”. Eran tiempos de Kruschev: Shklovski pudo haber dicho “a pesar de Stalin”, que era lo que realmente quería decir, pero los largos años de censura le habían enseñado a encriptar sus mensajes. Y el libro llevaba un mensaje, un testimonio, encriptado entre sus páginas. Impedido de hablar de amor en aquellas cartas, Viktor trató de doblegar el corazón de Alia hablándole de Rusia, de la única Rusia que les quedaba: la que conformaban los rusos perdidos como ellos en Berlín. Una locura: ella quería que la llevaran a París y él le hablaba del alma rusa en el destierro. El romance se fue a los caños. Pero, como bien decía Shklovski en aquel prólogo de 1964: “Ahora, este libro tiene un héroe porque ya no habla de mí”. Habla, por supuesto del alma rusa, que es lo que en verdad amó Shklovski más que a nada, a lo largo de toda su vida. Por eso insistió tanto para que le dejaran reeditar aquel librito.
En una de esas cartas que no pueden hablar de amor, Shklovski le escribe a Alia: “En un cine, los alemanes hallan divertido que un hombre que cuelga de los pies trate de enderezar su corbata torcida. Todos los rusos nos pasamos la vida tratando de enderezar nuestras corbatas cabeza abajo”. En otra: “La literatura rusa procede una mala tradición. Está consagrada a la descripción de los fracasos amorosos”. En otra: “El Berlín ruso no viaja a ninguna parte, no tiene destino. No somos refugiados: somos fugitivos. Nos arrastramos entre los alemanes como un lago entre sus orillas”. En otra le cuenta que ha recibido el llamado de un amigo que le dijo “nosotros iremos al teatro”, a lo que él contestó: “¿Qué nosotros? ¿Quiénes?”. Y agrega a continuación: “En Rusia, nosotros es otra cosa, más fuerte”.
Pero la más impresionante de todas las cartas es una que, más que dirigida a Alia, parece un pedido de repatriación dirigido al Soviet Supremo: “No soy capaz de vivir en Berlín. Es un error que yo viva en Berlín. En el extranjero necesité hundirme y encontré un amor que me lo permitiera. He inventado la mujer y el amor y el libro, que trata de la incomprensión, de la gente ajena, de la tierra ajena. Pero yo quiero volver a Rusia. Todo es muy sencillo, directo y elemental. Abajo el imperialismo, arriba la hermandad de los pueblos. Si debemos morir, que sea por eso. ¿Es concebible que por esta perla de sabiduría haya tenido que irme tan lejos?” Fue por intercesión de Maiacovski y Gorki que Shklovski pudo volver a la URSS, en 1923. Maiacovski después se suicidó y Gorki se murió poco después, dicen que de pena por el rumbo que había adoptado la Revolución (otros dicen que Stalin lo envenenó, que viene a ser más o menos lo mismo). También los formalistas rusos se fueron muriendo (algunos en Rusia, como Brik y Tinianov, otros en el extranjero, como Roman Jakobson), hasta que sólo Shklovski quedó vivo. Era el año 1984. Al final de aquel prólogo, dos décadas antes, Shklovski había incluido dos posdatas. La primera decía: “Hace décadas que Alia es una escritora francesa famosa por sus libros y los poemas a ella dedicados”. La segunda, inmediatamente a continuación, parecía una profecía (teniendo en cuenta que Shklovski tenía setenta años por entonces). Decía secamente: “Alia ya murió. Yo tengo ochenta años. Aún no he visto su tumba”. Ese mismo año de 1984, Viktor Shklovski murió en Moscú, a los noventa y un años. Nunca había vuelto a pisar el extranjero después de aquel regreso de Berlín. Nunca, desde entonces, volvió a hablar de amor.
* Todos los jueves de febrero a las 19.30 Juan Forn hará sus Covers Literarios en el bar Greenport de Mar de las Pampas (Santamaría entre Lucero y Ceibo).
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