› Por Rodrigo Fresán
UNO Los teléfonos sonando en el oscuro centro de la noche, los teléfonos en las telenovelas. Los teléfonos en The Wall de Pink Floyd y en “Telephone Line” de E.L.O. Los teléfonos como parte mecánica e imprescindible de tramas y tramoyas. El teléfono en aquella novela erótica-oral de Nicholson Baker o en aquella otra novela fraternal de Stephen Dixon. El teléfono blanco de las comedias (aquella formidable con Doris Day y Rock Hudson) y el teléfono rojo de la caliente Guerra Fría. El teléfono negro de las malas noticias. El teléfono de los tiempos en que una llamada de larga distancia era todo un acontecimiento suplantado por el teléfono que nos dice “te espero en la esquina, soy el teléfono con una persona pegada al auricular”. Y, ay, hay tantos y tantas y el teléfono como luminoso objeto del deseo que suena en el momento más inoportuno y no suena cuando más lo esperamos... Puesto a elegir uno entre todos ellos, el que se me impone es el teléfono –el “telefonito”– de un siniestro payaso catódico y venezolano llamado Poppy que, en Caracas, marcó el fin de mi infancia y el principio de mi adolescencia. Eran los días en que las llamadas desde Buenos Aires a Caracas eran para informar que alguien más había “desaparecido” y las llamadas desde Caracas para Buenos Aires eran para relatar lo que contaban los noticieros locales que no contaban los noticieros argentinos. Y, ahí, Poppy y su cantinela insistiendo con que “El telefonito es / Una necesidad / Llamada tras llamada / Y bla-bla-bla-bla-bla”. Y, a su manera, Poppy fue un profeta advirtiendo que la necesidad por el teléfono sería casi todo en tiempos en que el pulso de la sangre ha sido suplantado por los pulsos de un telefonito ascendido a corazón y a cerebro y a Deus Ex Machina siempre ocupado.
DOS Poppy volvió con fuerza a mis sueños –lo vi bailar y cantar– mientras un acontecimiento conmovía a toda Barcelona entre el lunes y jueves de la semana pasada. No, no fue la derrota del Barça frente al Arsenal en la Champions League. Tampoco la inesperada muerte del súper chef michelinizado Santi Santamaría en Singapur. No. La trascendencia absoluta y mística y social y económica pasó por la llegada a la Ciudad Condal del Mobile World Congress: 60.000 visitantes, hoteles llenos (se calcula una recaudación de 225.000.000 de euros en habitaciones DO NOT DISTURB), restaurantes colmados (entre 7.000.000 y 12.000.000 de euros masticados), taxis siempre ocupados... Millones de euros dejados en la ciudad por invitados y conferenciantes. Barcelona sueña con imponerse como sede del evento global al menos hasta el 2017, pero París y Milán y Munich quieren su tajada del pastel digital. El impacto del asunto es tal que se presentan candidaturas con el mismo frío rigor y desesperado poder de seducción con que se lo hace para una Olimpíada o un Mundial de Fútbol. Y el feroz combate publicitario entre logotipos más conocidos que el de la Coca-Cola (ahora la chispa de la vida pasa por Microsoft, Intel, DTT Notcom, Qualcomm, Vodafone, Telefónica, ATT, RIM, Nokia, Yahoo, France Telecom, Ericsson, China Mobile, etc.) por todas las paredes y anuncios luminosos, seguridad absoluta para proteger nuevos prototipos de aparatitos cuya gracia y atractivo es el de ofrecer cada vez más y mejores y absolutas aplicaciones. Aplicaciones es la palabra clave. Gana quien tiene más aplicaciones, quien es mejor y más aplicado. Y ya saben: Facebook, Internet, televisor, libro, tarjeta de crédito y DNI, Google, cámara de fotos o de films, videogames, Twitter, banco, control remoto para electrodomésticos, 3-D y, ya que estamos, teléfono.
TRES Y me entero por prensa y noticieros de que las “estrellas de la feria” fueron el Optimus 3D, el Cargador Solar USB, un auricular con diamantes cuyo precio es 72.000 euros, la aplicación iPaditura para la tableta iPad... Y veo a toda esa gente haciendo colas para subirse al riiiing y salivando frente a artefactos cada vez más pequeños en tamaño y cada vez más inmensos en, sí, aplicaciones. Smartphones para gente que, más que inteligente, parece adicta a una droga sintética que se consume por pupila y tímpano y pulgar que –ya se ha informado– comienza a mutar y deformarse por demasiado clickety-clack. Mutan también los hábitos de lectura (alergia a la frase larga) y –aseguran los conspiradores y paranoides expedientarios de la X– aumentan las frecuencias de tumores cerebrales y leucemias consecuencia del susurro invisible de ondas para las que no estamos del todo preparados. Sólo en España se envían y se reciben 100.000.000 de SMS diarios. Lo que equivale a decir que pocas veces se ha escrito y leído más. Y peor. Y si hace unos pocos años –hubo un tiempo en que la sci-fi fantaseaba más con la telepatía que con la telefonía– alguien me hubiera dicho que lo que más desearían niños y jóvenes y adultos sería un teléfono yo habría lanzado una carcajada. Hoy, apenas, emito una risita nerviosa cada vez que entro a un metro o a un autobús y veo a toda esa gente enchufada, electrocutada, mirando y tecleando como si en ello les fuera la vida. O en los aviones al escuchar ese gemido triste cuando se ordena apagar móviles para el despegue. O ese suspiro feliz cuando, aterrizados, se lo puede volver a encender luego de haberlo sostenido, en trance, en un puño agarrotado a lo largo del viaje. Y buenas noticias: pronto se podrá hablar en el aire, a miles de metros, ya se está trabajando en la aplicación porque, después de todo, acaso no llamaron a sus casas y seres queridos muchos de esos pasajeros que se subieron a unos aviones aquel 11 de septiembre del 2001. Si ellos pudieron por qué no puede ese que quiere contarle a su madre lo que acaban de servirle para el almuerzo o enviarle a un amigo foto del culo de la azafata, ¿eh?
CUATRO Se habla todo el tiempo, se comunica todo el tiempo, se cuenta todo el tiempo lo que uno está haciendo, se busca sumar miles de amigos a los que nunca se conocerá, se ama y se odia a miles de kilómetros de distancia sin salir de casa... Y yo –que sigo teniendo el mismo móvil que compré en el 2003 por una cuestión muy puntual y práctica– no dejo de recibir mensajitos de mi compañía ofreciéndome lo que yo quiera, gratis, a cambio de entregar la reliquia y canjearla por un modelo de última de/generación con nuevas aplicaciones que no voy a poder creer. Y –está claro que las dos o tres llamadas máximo que hago al día, no sé enviar un SMS, no consulto Internet ni horóscopo– son casi una provocación para mi telefónica. A veces se muestran tan insistentes que llego a pensar que cualquier noche de éstas entrará un comando ninja por lo techos de mi casa para llevarse mi humilde y primitivo telefonito. Y me darán una paliza y yo recordaré a Cortázar advirtiendo de que cuando te regalan un reloj –y un móvil también es reloj y despertador y calendario y agenda y algo que te vuelve tan accesible a toda hora y en todo lugar– en realidad el regalo es uno: “a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj” y, sí, “ahí al fondo está la muerte”.
CINCO Y me entero de que una de las últimas aplicaciones para el móvil es la divina y sacra y redentora posibilidad de confesarse por teléfono. En serio. No es broma. Una cruz y una especie de test multiple-choice para ir enumerando faltas y pecados y crímenes (Onceavo Mandamiento: no usarás el móvil en vano aunque nunca sea en vano usar el móvil) y enviar mensaje. Y recibir penitencia cortesía de computadora que saca cuentas y diagnostica padrenuestros y avemarías a desgranar con la ayuda de un rosario también virtual y telefónico. Gratis. Y mucho más seguro para los niños, ¿se entiende? El Vaticano ya indicó que “no hay nada como el cara a cara” y, claro, la oportunidad/deber de dejar propina al salir. Pero ya saben, ahora el móvil también sirve para pedir perdón, para aquello que solía usarse aquel teléfono pesado y sedentario con su cuerpo de baquelita y cable afro-umbilical y dial circular y lento (recuérdenlo viendo películas viejas en las que alguien marca un número largo) en una mesita en el living de casa, a un costado del televisor en blanco y negro y con tan pocos canales. Falta menos, seguro, para el estreno de la aplicación que nos permitirá lanzar a ese cielo infernal o al celestial infierno –en el acto y durante el acto– el divino y último aliento informatizado de nuestras terrenas y necesarias últimas palabras. En 140 caracteres máximo.
Yo ya tengo pensadas las mías: Y bla-bla-bla-bla-bla.
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