CONTRATAPA › ELOGIO DE LA LITERATURA EN TIEMPOS DE INTERNET
› Por Mempo Giardinelli
Después de la corredera de artículos acerca de la presencia inminente del Maestro Vargas Llosa en Buenos Aires, que alcanzó un inusitado rating mediático, la pregunta que personalmente me quedó flotando es: ¿cómo hacíamos antes, hace 30 años, para escribir estas cosas? ¿Para argumentar, cuestionar, debatir con idas y vueltas tan veloces?
Claro, la duda no tiene que ver con el Nobel peruano, ni con la Feria ni la libertad de expresión. Sí tiene todo que ver, en cambio, con los procesos escriturales tan veloces de nuestros días. Esta revolución expresiva que nos permite discutir, responder, aclarar y reargumentar en cuestión de horas y tanto en diarios como en blogs o redes sociales como las que están de moda y las que vendrán.
Me surge esta reflexión porque, ordenando archivos como vengo haciendo para mi blog personal, de pronto veo ante mí las más de dos mil páginas mecanografiadas del primer original de mi novela Santo Oficio de la Memoria. Y tengo, en cajas de cartón y más o menos ordenadas, centenares de cartas manuscritas o mecanografiadas, que me llegaban en sobres matasellados desde diversos países. Buena parte de la literatura argentina de hace cuarenta, treinta o veinte años firmó esas cartas que demoraban semanas, meses incluso, en llegar a destino.
Acaso alcancé la edad de abrir cajas y cajones, pero el reencuentro con carpetas y archivos de hace sólo veinte años incluye tarjetas postales con estampillas atrás junto a saludos o comentarios veloces e intensos, esquelas, invitaciones, saludos navideños y también originales de cuentos y artículos que empiezan a amarillearse y que están cubiertos de tachones, enmiendas con birome, borroneos, copias al carbónico y otras antiguallas.
La pregunta que me tiene azorado –y que descuento se harán los lectores–es: ¿cómo hacíamos?
Pero no estoy diciendo, ojo, cómo hacíamos cuando no había redes sociales virtuales. La verdad es que eso me parece menos interesante, porque al fin y al cabo la inmensa, gigantesca mayoría de lo que se intercambia en el féisbuk, el tuíter y otras redes son una masa textual descartable.
Lo que me maravilla es recordar cómo lo hacíamos, con tenacidad de hormiga y paciencia de ajedrecista. Uno tenía que corregir con birome o lápiz, leer al sesgo y en las glosas, retroceder cientos de páginas, reescribir capítulos enteros página tras otra. Algunos podían contratar un asistente, una secretaria o le daban borradores a dactilógrafos para que “los pasaran”. Y algunos dictaban, ya en la “modernidad” de las grabadoras.
¿Cómo hacíamos? Escribir una novela era algo tremendo, un capolavoro por el trabajo que daba, por los años que podía demandar, por la constancia que imponía, por todo lo que debíamos leer a la par. Una tesis de maestría, o una doctoral, llevaban años y cuando el director te corregía tenías que pasarla toda de nuevo. Capítulos enteros vueltos a tipear. Era una locura. Ha de ser por eso que hoy fastidia un poco –a mí me sucede– ver la facilidad con que cualquiera redacta una novela, cualquiera se siente poeta si escribe “cortito y hacia abajo”, como decía Ike Blaisten. Y así siguiendo. En el imperio actual del “copy” y “paste” cualquiera es ensayista, periodista, narrador y parece tan fácil sentirse Cervantes o Borges que asusta.
Pero entonces, la pregunta correcta no es solamente “cómo hacíamos”, sino también, y mejor, ¿qué es lo que da valor a un texto? ¿Y cómo hacemos para que la literatura sea eso, literatura, y no simple texto escrito? ¿Cómo valoramos una historia, una prosa, una poética, para que sigan siendo referencia, hito, cultura en movimiento? ¿Cómo hacemos para que lo que en esencia es elitista –la creación lo es– siga siendo faro que se opone a popularizaciones ramplonas que degradan el buen gusto de las sociedades, y no recorte sectario de grupitos o iluminados?
La única respuesta que encuentro, y la única que me sosiega, es seguir escribiendo con los ojos puestos en la Gran Literatura Universal, leyéndola, conociéndola, amándola y respetándola. Y claro, haciendo docencia para que los que llegan, los nuevos, los que vendrán también lean y respeten, y entiendan ese magisterio como el camino del Arte, el único seguro, el único de calidad, el que sostiene el techo del mundo.
Por eso combatir las reglas del mercado –para un intelectual– es un imperativo. Por eso, bienvenidos sean los Casciari y otros pocos audaces innovadores que hay en la Web.
La consigna sería, entonces, escribir significativamente, con calidad no sólo argumental y expositiva, sino también con claridad y perfección. Usando todos los recursos de nuestra lengua, que es preciosa.
Sólo así la literatura seguirá teniendo sentido. Yo me declaro optimista porque sé que no todo es “copy”-“paste” ni alcanza con la extraordinaria facilidad que hoy recorre el mundo como un nuevo fantasma. Todavía tienen sentido el mucho pensar, el esfuerzo, el conocimiento, la lectura interminable y la meditación. Y ni se diga el talento, que es lo único que no se consigue por más tecnología y voluntad que se ponga.
Yo quería decir esto, nomás, como para celebrar las fantásticas posibilidades de este tiempo revolucionario, cierto, pero recordando que la calidad literaria, siempre, empieza por casa y es un trabajo duro, largo, íntimo.
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