CONTRATAPA
Algunas preguntas
› Por Eduardo Aliverti
Entre las varias sentencias que forman parte del abecé del periodismo, escritas o no, figura que el público siempre quiere respuestas y que por lo tanto no es aconsejable, jamás, titular con preguntas. En otras palabras, que la gente quiere la información (y mucho más la opinión) ya cocinada y lista para servir. Nada de andar sometiendo al lector o al oyente al discernimiento propio.
De no mucho tiempo a esta parte, aparecieron en las redacciones algunos aires renovadores y es posible encontrar, por suerte, que un creciente número de colegas se anima a no creer que debe encontrar las respuestas a todo cuanto pasa en este mundo. Esto se puede interpretar como un saludable rasgo de humildad, que tal vez acompaña a la merma de credibilidad que los medios de comunicación vienen sufriendo desde el presunto estallido de todas las cosas argentinas. Es decir: no son tiempos para sentirse la mamá de Tarzán, siendo que la profesión periodística -por fin– quedó alcanzada por muchas dudas populares acerca de su “independencia”, “objetividad”, “neutralidad” y subsiguientes tonterías.
Violando, entonces, esa norma cuestionada pero vigente de que el público sólo quiere respuestas, las líneas que continúan sólo ofrecen preguntas. No es que uno sienta que no tiene la contestación para ninguna, sino que en algunas (quizá la mayoría) prefiere no encontrarse con la respuesta.
Si, por muy divididos que vayan, el peronismo suma a Kirchner, Menem y Rodríguez Saá y tiene entre el 40 y el 50 por ciento de los votos, ¿no pasó nada en este país?
Si hay una cosecha, inédita en la historia, de más de 70 millones de toneladas de granos; y si hay otra cosecha igualmente insólita de 21 millones de pobres e indigentes; y si casi todos los días hay que desayunarse con bebés, niños y familias enteras que se mueren por desnutrición, ¿no será hora de sentir arcadas cada vez que aparece un economista para hablar de otra cosa?
Si quedó algún radical que sienta vergüenza de sí mismo y de su partido, ¿no podría tener la dignidad de aparecer?
Si es cierto que Aldo Rico y Luis Patti están al frente de la intención de voto en la provincia de Buenos Aires, ¿estará mal no tratar de entender sino sentir asco, directamente?
Si del centro para la izquierda y viceversa se les cae la baba por la amplitud con que Lula y el PT construyeron su poder y hacen exactamente lo contrario, ¿no estará bien pensar que pueden llegar a ser peores que la derecha?
Si estuvieron un año yendo y viniendo con el Fondo, tratando de mostrarse como los primeros negociadores dignos de la historia argentina, para terminar firmando la ratificación del congelamiento salarial, el reajuste de las tarifas y la privatización de la banca pública, y Lavagna es el ministro más popular del Gobierno, ¿no será cierto que el grueso de esta sociedad es capaz de conformarse con cualquier cosa, incluyendo la estabilización de la miseria?
Si Néstor Kirchner, que mandó a votar la reforma constitucional de su provincia para asegurarse la recontraelección, puede ser presentado como la “renovación” peronista, ¿no habrá tenido razón el yanqui ese que dijo que este país no necesita un presidente sino un psicólogo?
Si Luis Barrionuevo será gobernador electo de Catamarca en alianza con Ramón Saadi; si en Entre Ríos se puede presentar el “Choclo” Alasino; si en La Rioja los radicales apoyan a Yoma; si en San Luis El Adolfo nominará al Alberto para que saque el 70 por ciento de los votos; y si el centroizquierda porteño se presentará dividido en, hasta hoy, seis o siete listas, ¿los que dieron por muerta a la “vieja” política no tendrían quereconocer que está más viva que nunca, teniendo en cuenta aquello de lo que se recuperó?
Si ahora la preocupación es que el dólar baje demasiado, alguno de los gurúes de la City del tipo Miguel Angel Broda, que pronosticó un tipo de cambio de entre 8 y 10 pesos hacia fines del año pasado, ¿no tendrá la dignidad de callarse para orgullo de sus hijos?
Y está bien: si a pesar de todo hay tantas asambleas barriales que desarrollaron especificidades creativas y progresistas; si el movimiento piquetero y otras organizaciones sociales conservan y estimulan lazos de solidaridad que los medios tampoco difunden; si sigue habiendo una resistencia que al menos le pone límites a la dominación; si no se cansan los luchadores de todo tipo gracias a los que se puede desde seguir mandando genocidas a la cárcel hasta combatir el gatillo fácil y denunciar la injusticia dondequiera que esté; si crece en América latina el hartazgo y el repudio contra los liberales, ¿no habrá, sin embargo, que mantener la esperanza?
Uno creería que la respuesta es sí, pero también que las preguntas obligan a dejar definitivamente de lado las visiones románticas sobre estallidos y comportamientos populares. En un extraordinario artículo de contratapa publicado a mediados de enero por este diario, bajo el título de “La externa peronista”, José Pablo Feinmann describió la parábola que en apenas un año llevó la agenda pública desde la presunción de una revolución de las masas a discutir sobre la repugnante interna de los justicialistas. De las fantasías irresponsables que vieron la toma del Palacio de Invierno o la Comuna de París a la vuelta de la esquina, a elucubrar sobre Chiche Duhalde como niña mimada de los intereses de los humildes. Para no hablar de la reinstalación del fascismo mágico de Adolfo Rodríguez Saá: el mismo tipo que hace apenas unos meses fue echado a patadas mucho antes por la indignación popular que por la conspiración del peronismo bonaerense y los radicales de Alfonsín.
El solo hecho de poder hacer esas preguntas sin que ninguna suene ridícula implica aceptar que si esta sociedad será capaz de chocar enésima y exactamente contra las mismas piedras, cabrá adjudicarle el peso mayor de la culpa a quienes desde el campo de la representación de las necesidades de las mayorías no tienen ni la valentía ni el talento de tejer una unidad consistente. Que la derecha continúe apostando a sus intereses dejando afuera del mapa a más de la mitad de la población es asqueroso pero legítimo. Pero que el progresismo juegue para los intereses de la derecha lo convierte ya no en defectuoso sino en cómplice.