CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Cuando yo era pibe, Chubut era un queso: el quesito Chubut, riquísimo. Parece que sigue siéndolo. Quiero decir: Chubut sigue siendo un (nombre de) queso. Y ya lo dice desde siempre el refrán: ¿a quién no le gusta el queso/ el Chubut?
El queso es, sin duda, el lácteo más querido y comparte, con las milanesas, la cuasi unanimidad del gusto popular. Tal vez por eso ha sido fácil, históricamente asimilado con el poder y –según cierto alevoso best seller con receta marketinera de no hace mucho– es metáfora de todo lo que uno disfruta, desea y puede desear. Y te explican cómo tenés que estar atento a que no se te acabe, a que no te lo quiten, a ganar de mano y en cantidad. En fin: un asco. Típico de esos manuales de mala vida.
Claro que –acaso por eso mismo– el queso es también un cebo, el lugar de la tentación, la emblemática trampa para roedores. Porque a todos les (nos) gusta el queso. Ratones y ratas. Bichos que portan, también, toda la carga metafórica que satura el cuento y la sabiduría populares. Los ratones pueden llamarse Mickey, Pérez o Jerry, ser pobres, simples, nobles y simpáticos, suelen coserle botones a Cenicienta o dejar monedas debajo de la almohada. Las ratas, en cambio, sobrellevan mal una historia de miserias y desgracias que las identifican con la cobardía, la traición, los abogados chupasangre y los usureros con o sin chapa/ local habilitante.
Parece que en la cuestión del queso en/ de Chubut, los ratones pusieron los votos pero las ratas los contaron.
Como diría un demócrata: “Un flautista de Hammelin, ahí”.
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