Jue 13.02.2003

CONTRATAPA

La guerra tibia

› Por Rodrigo Fresán

UNO Me acuerdo de un relato muy breve de James Graham Ballard –si mal no recuerdo se titula “Historia secreta de la Tercera Guerra Mundial”– donde se cuenta de un hombre que, por casualidad, haciendo zapping, resulta ser la única persona en todo el planeta que acaba enterándose del desarrollo relámpago de una de esas ocasiones donde varias naciones luchan entre ellas como obligadas por un impulso ancestral, un sexto sentido que les dice que, sí, ya es hora de volver a matarnos para, después, alegrarnos de seguir viviendo. Ballard escribió esto durante los tiempos de Reagan donde todo era más o menos como ahora. A diferencia de lo que ocurre con la paz, pareciera que la guerra nunca pasa de moda y así se accede a una sospecha terrible: la paz no es otra cosa que esa variable cantidad de años utilizados para prepararse más y mejor para la próxima guerra.

DOS Vivimos tiempos inequívocamente ballardianos: televisores encendidos, información que no cesa en las cadenas en permanente reacción noticiosa desde aquel 11 de septiembre en el que los controles remotos del mundo se clavaron en esa bestial performance de replays constantes donde dos aviones y dos torres y otro avión y un edifico pentagonal y un avión más y un bosque finalmente conseguían convencer a todo el planeta de que, por fin, había comenzado el Tercer Milenio y la historia secreta y no tanto de la Tercera Guerra Mundial. En eso estamos y bauticemos este momento de nuestras vidas, antes de que se acabe, como “La Guerra Tibia”. Una guerra rara donde la codicia petrolera se enfrenta a la furia religiosa. Una gran batalla entre antigua y futurista anunciada desde hace mucho, con un breve adelanto afghano (¿Las colas de la película de presupuesto multimillonario? ¿La pequeña degustación del gran banquete?) y, desde entonces, desarrollándose en salas de conferencias, organizaciones internacionales, summits de jefes de Estado, mensajes en directo para la ciudadanía toda, rumores infundados, verdades atendibles, paranoia rampante y misterios nunca resueltos como el ántrax o –más allá de la tecnología implacable y satelital que Tom Clancy nos vendió desde hace años– la aparente imposibilidad de encontrar y apresar a Osama Bin Laden.

TRES Días atrás –todavía puede oírse su onda expansiva– tuvo lugar la polémica entrega de los Premios Goya al Cine Español donde el gremio todo, según el gobierno, tuvo el mal gusto de “politizar” un espectáculo que celebra el séptimo arte pronunciándose contra la guerra. Europa –que histórica y culturalmente tiene perfectamente claro lo que significa una guerra en su territorio– cruje saludablemente a la hora de decirle no a Bush más que dispuesto a utilizar armas de destrucción masiva para acabar con los que cometieron la afrenta de fabricar armas de destrucción masiva. De un lado Putin y Chirac y Schroeder y del otro Aznar y Berlusconi y Blair y la sensación de ser una fichita más en el T.E.G. o el R.I.S.K. de nuestras efímeras existencias. Es un momento interesante para vivir en esa “Vieja Europa” despreciada por senil por los halcones de USA y no sé cómo se ve o se siente todo esto en la Argentina. Por lo pronto, los e-mails de amigos y familiares no hablan demasiado del asunto. Mencionan muchas veces el calor; pero me da la impresión de que se refieren a otra cosa. Tal vez tenga que ver con que, para los argentinos, la guerra siempre queda lejos ya sea modelo “sucia” o modelo “hermanita perdida”. En un país donde la gente desaparece en lugar de ser asesinada, tal vez la guerra sea algo demasiado “realista” para ser tomado en serio. Tal vez, mucho mejor, mucho más original, esas efervescencias nuestras –guerras nacionales tan efímeras y fantasmales como la de Ballard– donde florece una especie de fiebre patria; se aporrean cacerolas en los descendientes de esos balcones desde donde, eso me dijeron, alguna vez se vaciaron cacerolas de aceitehirviendo; y se combate cuerpo a cuerpo contra el cajero automático de esa empresa conquistadora a la que nos rendimos sin oponer resistencia alguna.

CUATRO Si la Guerra Tibia fuera una película sólo podría estar filmada y firmada por alguien como Robert Altman o su discípulo adelantado Paul Thomas Anderson: esas largas y complejas estructuras corales donde todo parece azar pero que, en realidad, responde a un guión milimétrico contándonos una historia donde todo ocurrió o está a punto de ocurrir. Ni frío ni caliente: tibio como tibios son los paréntesis; los paréntesis que tienden a subir de temperatura y qué bueno va a ser salir este sábado a las calles de la Vieja Europa para oponerse a la juvenil estupidez de jugar a los soldaditos.
Escribo paréntesis y la CNN interrumpe a quien ya había interrumpido a otra interrupción para anunciar que Colin Powell –cada vez más aceitado a la hora de actuar siguiendo ese entre sufrido y épico Método Denzel Washington D.C.– pone a disposición de nosotros una oportuna grabación de Osama donde habla acerca de sus relaciones carnales con Irak y bla bla bla... Y yo me acuerdo –¿se acuerdan?– de esa oficina secreta del gobierno norteamericano que, meses atrás, se presentó ante el público como la encargada de generar noticias falsas si fuera necesario para contribuir a agilizar el curso de ciertos acontecimientos. Lo que plantea una interesante enmienda a un viejo dictum: en la Guerra Tibia, la Historia no la escriben los que ganan sino, antes de que se caliente, los que quieren ganarla.

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