› Por Juan Forn
1977, Bienal del Disenso en Venecia. Ezra Pound lleva cinco años muerto y enterrado en el cementerio de la ciudad. Su compañera de toda la vida, la violinista Olga Rudge, invita a Susan Sontag y a Joseph Brodsky a cenar en su casa. Nomás entrar en aquella casita angosta de dos pisos que parecía una cueva para gnomos según Brodsky, lo primero con que se toparon fue con un enorme busto de Pound hecho en piedra, apoyado directamente en el piso. El tamaño de la cabeza superaba la estatura de la diminuta dueña de casa, que esperaba junto a su Hombre de Piedra a los dos invitados.
El busto lo había hecho en Londres el escultor monumentalista Gaudier-Brzeska. Nunca llegó a exhibirse porque el artista no quiso (y el modelo no tenía con qué) pagar el bruto pedestal que necesitaba, y terminó en el jardín silvestre de Violet Hunt en Camden Hill, apoyado en el pasto, a merced del moho y los caracoles. Pound iba periódicamente de visita a limpiarlo, ya que su excéntrica amiga no veía la menor necesidad de tener jardinero en sus dominios. Por esa clase de cosas, Pound, que había llegado aún tiernito a Londres, procedente de las praderas de América, diez años antes, abandonó Inglaterra en 1920, luego de prácticamente inventar la poesía moderna, no tanto con lo que escribía como con su fabulosa manera de intervenir poemas ajenos. Pound logró que colegas mejores que él (Eliot, Auden, el último Yeats) entendieran un precepto decisivo: al eliminar lo ornamental, la poesía duplicaba su carga expresiva. Es leyenda que Pound rompía cada silla donde se sentaba. A los quince se había prometido que a los treinta sabría más que nadie de poesía en el mundo entero (reveló esta promesa al mundo, o al menos a sus amigos poetas en Londres, cuando tenía 28, típico de él). Hacia 1920, todos los beneficiados con su prédica ya estaban un poco hartos de su intensidad y rogaban que se fuera a molestar a otra gente en otra parte.
Así partió Pound a París, con su busto de piedra, pero no logró repetir allá la revolución que había montado en Londres (Gertrude Stein diría después: “Era un predicador de aldea, excelente si uno era de una aldea y, si no, no”). El busto pasó todos esos años acumulando polvo en un depósito del puerto de Marsella: no hubo motivo que ameritara su exhibición pública. Pound decidió buscar terreno más fértil para su cruzada y lo encontró en Italia. En 1927 acompañó a su amante, la violinista Olga Rudge, a un concierto que dio para Mu-ssolini. Luego de la función, Pound le propuso al Duce que fuera el patrono de la vanguardia que él encabezaría. Meses después, estaba instalado en el coqueto pueblo de Rapallo, en cuya plaza central se colocó, sobre un pedestal de dimensiones convenientemente fascistas, el busto hecho por Gaudier-Brzeska.
Pound recibía a sus visitas en el café al aire libre de aquella plaza. Cuenta Kay Boyle en sus memorias que, cuando fue a visitarlo en 1938, Pound le contó que había tenido un hijo, que lo había bautizado Omar Shakespeare Pound. Y agregó: “Nótese el crescendo”, con la mirada perdida en el hierático busto de piedra en el centro de la plaza. Ya llevaba años escribiendo sus Cantos, esa ópera magna que pretendía abarcarlo todo y fue definida alguna vez por Edmund Wilson como “la bancarrota de la poesía”. En los Cantos, como en sus panfletos antisemitas y en sus transmisiones para la radio fascista, Pound culpó a la usura de ser el cáncer del siglo y a los banqueros judíos de Europa y Norteamérica de ser los responsables de ese cáncer, y condenó a Estados Unidos por meterse en la guerra, y ofreció a los nazis hacer desde Berlín las transmisiones que hacía desde Roma (“Sesenta judíos empezaron esta guerra...”).
Cuando las tropas norteamericanas llegaron a Rapallo, pusieron a Pound en una jaula (literalmente: era una celda sin techo en el patio de un campo de detención). Iban a procesarlo por traición a la patria. Su celebridad y su legendario desequilibrio lo salvaron: eximido por motivos psiquiátricos (aunque nunca recibió un diagnóstico específico), fue a parar al Hospital para Enfermos Mentales de Saint Elizabeth en Washington, donde lo tuvieron trece años. Lo dejaban jugar al tenis y recibir todo tipo de visitas (desde Premios Nobel hasta segregacionistas sureños que se definían como neonazis). Ganó el hiperprestigioso Premio Bollingen de poesía con lo que escribió mientras estaba cautivo en el hospicio (los Cantos Pisanos, que son básicamente una elegía a la muerte de Mussolini). En 1958, cuando le avisaron que sería liberado, aceptó ver a Olga Rudge después de siete años de negarse a recibirla y le pidió que se lo llevara a Italia (ella abandonó su carrera musical para dedicarse a él). Al bajar del barco en Nápoles, hizo el saludo fascista.
Llegó a ver en vida cómo se definía su época como “la era de Pound” y cómo se equiparaba su rol al de Marcel Duchamp como abrecabezas supremo de las vanguardias del siglo. Pero en sus últimos años empezó inesperadamente a pensar que no había sido el coloso que siempre creyó ser. Para espanto de los poundianos, confesó que siempre había impostado la voz, no para engañar al mundo, sino para engañarse a sí mismo. Reconoció que, comparado con los otros grandes poetas del siglo, él tenía demasiado pocos poemas indiscutiblemente geniales y que el titánico y megalómano esfuerzo de los Cantos había sido “estúpido e ignorante de principio a fin”. Y después no dijo nada más: se pasó sus últimos cinco años de vida sin proferir una palabra. Los poundianos dicen que aquellas tres semanas en la jaula en Pisa y los trece años en el hospicio lo quebraron. Joyce y TS Eliot y Yeats, que lo trataron muy de cerca mucho antes, creían que ya estaba seriamente desequilibrado en 1930 (fecha en que, casualmente o no, empieza a publicar sus panfletos raciales). La famosa foto que le hizo Avedon, que lo muestra cerrando los ojos a todo (honores y perdón parece que le dieran igual), ilustra más que mil biografías o ensayos dónde estaba Pound en sus últimos años.
Como habían tenido ocasión de ver Susan Sontag y Joseph Brodsky aquella noche de 1977 en Venecia, Pound fue una cabeza demasiado grande en una casa demasiado chica, una estatua en el piso porque sólo podía tener pedestal si éste era de dimensiones fascistas, cualquier persona que se paraba a su lado para defenderlo parecía irremediablemente minúscula y el único lugar imaginable donde no desentonaba era en un jardín que nadie cuidara, entre matas de pasto desigual, a merced del moho y los caracoles, esperando la visita de la única persona en el mundo capaz de aparecer de tanto en tanto, arrodillársele enfrente, y orar y laborar (“Porque trabajar es orar”) frotando un cepillo de alambre embebido en agua y lavandina contra la cara tallada en la piedra.
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