Dom 24.04.2011

CONTRATAPA

Garré degrada a Villar, ese “buen policía”

› Por José Pablo Feinmann

Corrían los días de junio de 1973. Era el gobierno de Cámpora. Que tenía un joven ministro del Interior de nombre Esteban Righi. Hasta el de Alfonsín, el gobierno del doctor Cámpora fue el más democrático de la historia argentina. Para la derecha, el más peligroso, el más caótico, el más subversivo. La democracia siempre tiene algo, no de caótico, pero de fervoroso dinamismo. La libertad, al poder ser ejercida por todos, colisiona en conflictos y armonías, y hasta con frecuencia en antagonismos. El doctor Righi era un hombre que apenas si había pasado los 30 años. Dio su discurso ante un centenar de comisarios de la Policía Federal. Todos pertenecían a la oscura época de las dictaduras que desde 1955 hasta 1973 habían proscripto al movimiento mayoritario del país y a su líder, que se encontraba exiliado. Todos fueron gobiernos ilegales. Aun los de Frondizi e Illia. Cuando uno se presenta a una elección en la cual una mayoría relevante, numerosísima, del país que ambiciona presidir no puede votar, está convalidando un acto fraudulento. No sé si el Illia que está haciendo durante estos días mi amigo Luis Brandoni se cuestiona esto, pero lo dudo, ya que en vida no lo hizo. Lo mejor que puedo decir de Illia es que posiblemente se propusiera –al fin de su mandato– permitir la inclusión del peronismo dentro de la institucionalidad electoral. Por eso lo tiraron abajo. Fue un golpe preventivo perfecto: si Illia permitía que el peronismo se presentara, el peronismo ganaría y quedaría trunco “el espíritu del 16 de septiembre”, como el general Toranzo Montero le reprochó a Lanusse cuando lanzó el Gran Acuerdo Nacional. No me gusta usar la palabra gorila, pero ¿cómo calificar a esta gente?

Righi dio el más ejemplar discurso de defensa de los derechos humanos que se hubiera pronunciado en la Argentina. Pero ni por asomo. Jamás. Nunca algo parecido se había llevado a cabo. Fue un discurso revolucionario. Lo dio con los comisarios Ferrazano y Vittani a su lado. Lo dio de pie y duró apenas diez minutos. He aquí algunos de sus pasajes trascendentes: “Dentro de la estructura de sometimiento que el pueblo padeció en los últimos años, las fuerzas policiales fueron puestas en un difícil papel. Esta realidad la conocen bien los hombres de la Policía, que han corrido todos los riesgos, que han debido hacer todos los sacrificios, en la primera línea de fuego, como brazo armado de un régimen cruel e inhumano. Encerrados dentro de las comisarías, y rodeados de vallas, fueron alejados del pueblo, sin desearlo ni buscarlo”. Righi no menciona que hay un adoctrinamiento policial, como lo hubo siempre en el Ejército. Y que ese adoctrinamiento –que es tenaz– lleva a los uniformados a creer que todo aquel que protesta es un enemigo del orden. Y que el orden al que ellos deben servir es el establecido, el de los poderosos. Además, cuando Righi da su discurso son los tiempos de la Guerra Fría. De modo que todo el que alzaba la voz contra el poder era un “rojo”, un “subversivo”. Righi tiene una audaz respuesta para eso: “Es habitual llamar a los policías guardianes del orden. Así seguirá siendo. Pero lo que ha cambiado, profundamente, es el orden que guardan. Y en consecuencia, la forma de hacerlo”. Se ha pasado del orden dictatorial al orden democrático. Guardar el orden democrático es muy distinto a guardar el orden dictatorial. Uno se guarda con la violencia, porque se basa en ella (su ilegitimidad lo obliga) y porque es fruto de su acción anticonstitucional. Una dictadura siempre toma ilegalmente el poder. Es violenta por naturaleza. El otro camino es la democracia. Righi hablaba desde la autoridad de un gobierno que había llegado con casi el 50 por ciento de los votos. Su voz era la de la legalidad institucional: “Un orden injusto, un poder arbitrario impuesto por la violencia, se guarda con la misma violencia que lo originó. Un orden justo, respaldado por la voluntad masiva de la ciudadanía, se guarda con moderación y prudencia, con respeto y sensibilidad humanas”. Y las palabras del ministro van ganando en densidad conceptual a medida que avanza: “Dije que la Policía tendrá nuevas obligaciones y quiero enumerar algunas de ellas. Tendrá la obligación de no reprimir los justos reclamos del pueblo. De respetar a todos sus conciudadanos, en cualquier ocasión y circunstancia. De considerar inocente a todo ciudadano mientras no se demuestre lo contrario. De comportarse con humanidad, inclusive frente al culpable. Mencioné también nuevos derechos. Los hombres de la Policía tendrán derecho a una retribución que les permita vivir con dignidad. A una vivienda que merezca ese nombre. A una efectiva protección para sí y para sus familiares, en el caso de incapacidad o muerte. De esta forma serán acompañados por el afecto del pueblo”. Importa señalar este aspecto: la búsqueda de una nueva relación entre policía y pueblo. ¿Qué prefiere un policía? Es el dilema de Maquiavelo: ¿qué prefiere el Príncipe? O también: ¿qué es lo que más le conviene? ¿Ser amado o ser odiado por el pueblo? No importa la respuesta de Maquiavelo. Creemos que a cualquier policía debería importarle más ser amado por el pueblo que temido. De aquí que Righi proponga uno de los pasajes más emotivos, más humanitarios, de su discurso: “En la Argentina nadie será perseguido por razones políticas. Nadie será sometido a castigos o humillaciones adicionales a la pena que la Justicia le imponga. La sociedad debe protegerse del delito, pero será ineficiente si no comienza por comprender que sus raíces no están en la maldad individual sino en la descomposición de un sistema que no ha ofrecido garantías ni oportunidades”.

Y, por fin, un texto que deberá figurar entre los más expresivos de la defensa de la dignidad humana: “Las reglas del juego han cambiado. Ningún atropello será consentido. Ninguna vejación a un ser humano quedará sin castigo. El pueblo ya no es el enemigo, sino el gran protagonista. Esa es nuestra convicción y nuestra mejor garantía. Seamos dignos de ella”.

La que no era digna de esta defensa de los derechos humanos era la derecha argentina. Siempre ahí, siempre erizada, siempre poderosa. Todos empezaron a decir que se preparaba el asalto definitivo a la Policía para reemplazar nuestra bandera por “el trapo rojo”. Frase con la que se aludía al comunismo. Era una torpeza deliberada. Y la preparación del “asalto definitivo” era el asalto al gobierno del doctor Cámpora, que sería desalojado por un golpe institucional conducido por el general Perón, ya de regreso en la patria y dispuesto a hacer cosas muy distintas de las que se esperaban.

Durante los días que corren, la ministra Nilda Garré se ha dirigido a la Policía con una serie de conceptos nuevos, basados en la nuevas de técnicas de control de conflictos dentro del marco humanitario. La ministra Garré forma parte del gobierno de Cristina Fernández. Aclaremos algo que el léxico de una derecha mentirosa y asalariada ha impuesto. Cristina Fernández no es el Poder. A ver si lo repetimos: si usted es un valiente periodista que sale a denunciar los “miles de millones” que esta administración se roba cada diez minutos, no está enfrentando al Poder. Lo está sirviendo. Cristina Fernández está al frente del Gobierno. No tiene el Poder. Tiene el aparato del Estado, pero sólo eso. El Poder está en otro sitio. Son las corporaciones económicas. El gran capital nacional y ultranacional que actúan juntamente con las más importantes bancas del mundo. Pero sobre todo con Wall Street. Es la Sociedad Rural, que concentra el poder de los dueños de la tierra, los grandes terratenientes que hicieron este país en base a sus intereses primarios. Son los grandes medios de comunicación: los diarios, las radios, los canales de televisión, las revistas, los opinólogos, los escritores de libros “anti-K”. Y, last but noy least, la embajada de los Estados Unidos. ¿Quién no conoce ese chiste? Que en Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada de los Estados Unidos. Ese es el Poder de la Argentina. Habitualmente siempre tuvo a su servicio al Ejército. No lo tiene ahora. Tampoco le resultará fácil un golpe de cualquier tipo, aun del tipo agro-cacerola como el de 2008. América latina ha conseguido una solidez de sus gobiernos democráticos que permitirá la acción conjunta de todos en caso de un golpe en alguno de ellos. Este gobierno, que está por una democracia con inclusión social y por la defensa de los derechos humanos, tuvo en la ministra Garré a una cruzada de esas causas. Encuadró la acción de la policía ante la protesta social. El proyecto es notable y acaso único en este continente. Ya habrá muchos que la estén acusando de preparar el “asalto rojo” que, al pasar de moda, deberá ser reemplazado por las condiciones para la penetración del enemigo “terrorista”, que no parece muy creíble. Luego, en un acto sencillamente conmovedor y de un gran coraje, Garré cambió los nombres de las Escuelas de Policía. Que la ministra de un gobierno quite a una Escuela de Policía el nombre de Alberto Villar a mí me conmueve. Acaso porque sé muy bien quién fue ese señor y sé que la brutalidad, la vejación y la tortura sin límites es lo único que podría enseñarse al amparo de su nombre. La paradoja fascinante de todo esto es que al torturador formado por la Escuela de la Doctrina Francesa de la Seguridad Nacional y por la Escuela de las Américas lo puso el general Perón al frente de la Federal, alegando que era “un buen policía”. Luego, policías con su mismo espíritu le pusieron su nombre a una escuela, para honrarlo. Ahora, Garré, peronista de pura cepa, quita el nombre del criminal paranoico que el viejo líder del movimiento había elegido para emprender una matanza clandestina de opositores políticos de izquierda. Como ya no se quiere matar a nadie, sino que se propugna una sociedad en que los conflictos puedan elaborarse dentro de la democracia, ese nombre va al tacho de los malos recuerdos. No el del viejo líder, por supuesto. Todos sabemos que estaba muy enfermo y apenas si tenía conciencia de las cosas que hacía. O eso se dice. Vaya a saber a quién pensó que nombraba al frente de la policía cuando lo nombró a Villar. Acaso al Cabo Sabino o a Vito Nervio. Pero nos abstendremos de dar nombres. Si algo de lo escrito ofende a los peronistas que hacen de Perón la reencarnación argentina de Jesucristo, que no sea así. Sería injusto. Precisamente señala la complejidad del Movimiento. Conozco a Nilda de los años ‘70 y era tan peronista como el que más. Y si hay que bajar el nombre de un asesino que puso el Viejo para matar “zurdos”, eso demuestra que el peronismo es una contradicción al rojo vivo, su verdad “es el delirio báquico en el que cada miembro se entrega a la embriaguez” (Hegel dixit). Y dentro de ese “delirio báquico”, dentro de ese gran relato fascinante y complejo, Perón no es el Todo, es un elemento más. Y, en su tercera etapa, una víctima del “delirio báquico”, que lo sobrepasa y lo lleva a morir sin solucionar nada.

Garré, en cambio, a Villar lo destituye. Ninguna escuela va a llevar el nombre del tipo que con una tanqueta rompió la puerta del Partido Justicialista en 1972 porque ahí velaban a los muertos de la Base Almirante Zar. Estos actos de este gobierno tienen una trascendencia difícil de mensurar. Lo único que uno sabe es que ningún otro los haría. Que jamás habría esperado ver estas cosas. Y que está preparado para ver otras. Righi no era un tonto ni un ingenuo. Sólo un adelantado.

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