CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Aunque parezca mentira, Sandokán no fue –no se pensó, no se deletreó– siempre así. Alguna vez, en la imaginaria reconstrucción de la grafía de su nombre, el llamado Tigre de la Malasia se convirtió en el habitante titular de una herética estampita con el probable rótulo de “San Docán”, patrono de la aventura.
Es que muchos en este país, antes de leerlo, muy chicos aún, lo escuchamos por radio, al igual que al mítico Tarzán de Radio Splendid. Sandokán (que así se escribía), el Tigre de la Malasia no era un texto sino una audición. Ya existían, en esos albores de los cincuenta, las ediciones de tapa amarilla y con ilustración de Pereyra de la Colección Robin Hood, pero los que apenas si leíamos a los tropezones sólo teníamos que buscarlo en el dial: Tremal Naik, Yáñez, Mariana la perla de Lebuán, los ominosos thugs y los encantadores y terribles “tigrecitos” de Mompracem nos entraron primero por las orejas. Para que así fuera –combates navales, cañonazos, abordajes, choque de espadas, estrangulamientos con grito ahogado incluido– tenía que haber un sedimento cultural, un hábito no sólo de “consumo de piratas” sino una complicidad tácita hecha de la frecuentación amistosa del autor. Tanto, que se lo omitía.
Es que Salgari, pues de ese fabulador se trataba, tuvo un destino privilegiado en la Argentina, una popularidad excepcional. Fue el escritor de aventuras por excelencia, el ejemplo emblemático de un tipo de literatura inconfundible. Tal vez el fenómeno de resonancia se pueda hacer extensivo a la lengua –ediciones españolas de Calleja mediantes, con los dibujos de Penagos que le encantaban al viejo Breccia–, pero siempre con un anclaje especial en estos confines del idioma.
No le fue tan bien ni fue tan leído (y mucho menos considerado) en otras capitales culturales fuera de Italia: en Francia e Inglaterra, Salgari no existió. Sigue no existiendo, siendo hoy apenas un epifenómeno paraliterario, un fabulador enfático y efectista de vuelo bajo y recursos mínimos, un impostor en el fondo, un aventurero de biblioteca.
Y eso no es toda la verdad, pero es cierto. Porque nada tiene que hacer este italiano ante un sir Rider Haggard, nada que oponer dignamente al prócer Jules Verne. Aquel inglés y otros ingleses –de Stevenson a Kipling, de Conan Doyle al converso Conrad, para quedarnos sólo con escritores a secas– escribían (bien y muy bien) en la lengua de un imperio y ambientaban las historias en los arrabales de un mundo en última instancia propio: la tierra y la lengua eran espacios por los que se iba y de los que se volvía con la naturalidad de andar entrecasa. Y el francés de los inventos escribía o picaba hacia adelante desde la Ciencia, hija de la Razón, y aventuraba a partir de una geografía, una física y una ciencia natural que lo rigoreaban, le bendecían la invención de profecía. Y ni hablar de Wells, parado siempre dos pasos adelante y mirando para allá, tratando de diagnosticar el porvenir.
¿Dónde estaba parado Salgari, desde dónde escribía Salgari, en cambio? Analistas de la literatura de género suelen explicar las diferencias: Italia no fue una potencia colonial, no participó de ese moderno reparto, asistió de espectadora, disgregada, provinciana, al desplegarse de las naciones que la primerearon. Así, el atrevido Salgari escribía desde ninguna parte, no tenía (entonces) un imperio, una lengua, una idea de sociedad o una ciencia que encarnar, defender o representar, escribía desde la impunidad del fabulador por placer pero a (miserable) sueldo.
Como el autor de Tarzán y de las aventuras en Marte o en Venus, Edgar Rice Burroughs –con quien tiene tanto en común no en la biografía trágica sino en su manipulación del imaginario– o, yendo un poco más lejos, como el mismo Arlt, son gente que escribe desde ninguna parte o desde el deseo y la lectura, lugares de la fantasía. Desde la falta de autoridad, desde la impunidad, desde la marginalidad cultural y literaria. No tienen ni historia ni aventuras detrás, por eso las escriben. Son, tal cual le gustaría a Wilde, mentirosos como se debe. Como Scherezade, Salgari inventa desde la necesidad o, en su caso, desde la desesperación de zafar: escribir para comer. Y se zafa sólo entreteniendo: no son historias para dormir o detenerse sino para quedarse despierto. En Salgari hay una especie de histeria aventurera, una hiperkinesis heroica.
No sólo escribió mucho, sino que la proliferación de la peripecia hace que sus más de ochenta novelas de aventuras se atomicen en infinidad de breves episodios de acción sin solución de continuidad. Y Salgari no para de escribir mientras sus héroes se muevan. Es una carrera de persecución a pluma cuyo término es –literalmente– la muerte.
Pocos textos más patéticos que Mis memorias, su libro autobiográfico, que culmina con las últimas confesiones y los arrebatos previos –apenas en horas– al sangriento suicidio. Lo notable, lo grotesco casi, es que en esas circunstancias Salgari no deja, no puede dejar, de fabular. Su loca versión de las aventuras juveniles que habría vivido en la Malasia con romance incluido –la emblemática amada inglesa se llama Eva Stevenson–, el conocimiento del mítico Sandokán y la amistad de Tremal Naik sólo pueden entenderse como desafueros de una mente obsesionada no tanto por la necesidad de ser conocido (ser veraz respecto de su vida) como por la necesidad de ser creído, de ser personaje, de tener un tipo de existencia a partir de la fabulación: ser verosímil, en suma. Al “mentir” sobre sí mismo, Salgari se aproxima al status de sus personajes, se coloca en su mismo plano, hace inútil la pregunta por la veracidad y coloca a todo su universo narrativo en un mismo plano de existencia: lo verosímil desaforado, las aventuras y desventuras de la pasión, las razones del corazón en suma. Para que su vida (de escritor) tenga sentido tiene que ser la transposición de una experiencia aventurera. Paradójicamente, en Mis memorias, en lugar de decirnos que tomó sus personajes de la realidad, como se supone que quiere demostrar, lo que en realidad nos dice es que él es (quiere ser) su personaje más fantástico.
En la Argentina lo consiguió plenamente; fue, desde siempre, el sinónimo de la fabulación aventurera atravesando todos los medios. A tal punto llegó, que cuando los Civita –italianos, dueños de Editorial Abril– se lanzaron en 1948 al mercado local de las revistas de historietas, comenzaron con una publicación centrada en adaptaciones suyas que se llamó simplemente así: Salgari. Después vendrían Misterix, Rayo Rojo y alguna otra, pero en principio, el lugar de la indudable aventura fue ese apellido mágico, casi una garantía, una marca. La marca de la pasión.
En un libro muy agradable y preciso en su diversidad, La infancia recuperada, Savater rinde homenaje –sin pudores y entre otros–, a los héroes de Salgari. Y a Sandokán, claro está. El Tigre de la Malasia es el héroe exótico que sólo se puede leer escuchando música de Verdi, imaginando los gestos ampulosos y estatuarios, los arrebatos de ira y los ojos llameantes, las lágrimas de amor, la carne blanca bajo telas rojas y espesas, la piel aceitunada y la espada de plata, los escenarios tormentosos de cielos enrojecidos, fieras sanguinarias y traidores inolvidables. Sandokán es un héroe transgresor, impar, sin caja, impensable entre franceses o sajones, para quienes encarna el enemigo. Movido por impulsos terribles y definitivos, el Tigre arrasa con incontables chinos –que operan como los mexicanos del western– y combate por principios, pero sobre todo por venganza personal al extranjero invasor –ingleses, holandeses, europeos colonialistas en general– movido sólo por pasiones básicas: el odio y el amor. La lealtad que va poco más allá de la familia y una sangre licuada en combate sólo se templa y se prueba en la aventura compartida. La única moraleja es la de Jacinto Chiclana: “Siempre el coraje es mejor”.
En el día del centenario de su muerte, 25 de abril de 1911, vaya pues este recuerdo a don Emilio Salgari.
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