Lun 02.05.2011

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

La importancia de llamarse Ernesto

› Por Juan Sasturain

Hacía muchos años que no releía Sobre héroes y tumbas. Lo hice en estos días. Voy a ser obvio: es una novela original y poderosa, con momentos memorables, insustituible en la narrativa argentina. Tan poderosa es, que sobrevive holgadamente a sus gruesos defectos, que son los del autor: el afán explicativo, el exceso de énfasis, la discursividad elocuente, la impune repetición del predicador convencido. Es que, ni antes ni después, Sabato escribió algo mejor. Ahí puso todo y funcionó, pese o gracias a la desmesura; pese a sí mismo, podemos aventurar.

La novela tiene personajes y secuencias inol-vidables, absolutamente logradas. Se destaca –como suele señalarse– el tercer segmento de la historia, el celebérrimo relato autónomo del “Informe sobre ciegos” en que campea soberano, en palabra y obra, Fernando Vidal Olmos, alienado digno del mejor Arlt o del penúltimo David Lynch. Pero también sigue sosteniéndose con toda su potencia lírica y evocadora el largo, alevoso contrapunto final entre la mítica (acaso fraguada, incluso) epopeya de la Legión de Lavalle portando el cadáver ya descarnado de su jefe siempre hacia el norte por la Quebrada, y la marcha hacia el sur y la Patagonia de Martín con el camionero Bucich, con la invencible escena del epílogo, con los dos meando a un costado del camino y bajo las lejanas estrellas: “Bueno, a dormir, pibe. Mañana atravesamos el Colorado.” Es uno de los grandes finales de la literatura argentina.

Y no sólo esos momentos ya clásicos. A lo largo del primer segmento, “La Princesa y el Dragón”, el personaje de Alejandra alcanza, a través de la mirada del frágil Martín, una dimensión mítica. Nadie que haya leído esta novela a los veinte años –como nos pasó a muchos, por entonces– puede olvidar a esa mina oscura, una pendeja apenas, y sus relatos perturbadores. A partir de esta secuencia, espacios como el Parque Lezama y la casona de Barracas se convirtieron de una vez y para siempre en locaciones del misterio. Sólo hay dos Alejandras en nuestra literatura: Pizarnik y ella.

La extensa crónica de Bruno sobre su relación con Fernando Vidal Olmos, que abarca –con clima arltiano– un largo período de la historia política y social argentina, que va de la segunda a la cuarta década del siglo, ocupa gran parte del último tramo de la novela –“Un dios desconocido”– y tiene sustancia y tono propios, material narrativo suficiente como para una novela aparte. En ese sentido, Sobre héroes y tumbas cuenta, saludablemente, más historias y tira más puntas que las que está dispuesta a cerrar. Además, están los intervalos costumbristas, con dos personajes ocasionales y contrapuestos, construidos ambos a partir del registro verbal: el pintoresco Heriberto J. D’Arcángelo en su entorno de la Boca, prestado de Calé y César Bruto; o el desatado Quique de la boutique de Barrio Norte, que anuncia las sátiras de Landrú en Tía Vicenta. Aunque muchos de sus gestos ulteriores parecerían demostrar lo contrario, Sabato supo también reír y hacer reír.

En realidad, no se privó, para bien o para mal, de nada. La novela transcurre durante los dos últimos años del gobierno de Perón y se nota todo el tiempo. Si Beatriz Guido había contado –y no sólo ella– el incendio del Jockey Club desde una perspectiva de (su) clase, en Sobre héroes y tumbas, para cerrar el segundo segmento –que antecede al “Informe”–, se incluye una larga y eficaz secuencia que, tras escueta referencia al bombardeo criminal de Plaza de Mayo, reconstruye la noche de la quema de las iglesias, con un Martín que oficia de espectador de la disputa entre la dama rubia y el muchachito peronista. Como ha señalado Ernesto Goldar en su momento, en la visión apocalíptica de Sabato, el fuego (las iglesias, la casa y el mirador de Barracas) funciona como recurso necesario de expiación tras la trasgresión, que en su mirada es moral y política.

Cabe recordar que Sobre héroes y tumbas se publicó en 1961 en la colección Anaquel, de Fabril Editora, la misma en que salieron –por la misma época– la memorable El astillero de Onetti y la inicial Sudeste del joven Conti. Hace exactamente cincuenta años. Que son los que tenía Sabato, nacido en 1911, que vivió –días más o menos– otros cincuenta. Así es que acá estamos –dantescamente– en medio del camino de la vida.

Todos sus textos anteriores –los sesudos ensayos de Hombres y engranajes y Uno y el universo, el ejercicio narrativo de El túnel y la meditada incursión política de El otro rostro del peronismo– con su medida originalidad, no anticipaban el desborde formal de esta novela desaforada, que no se parece a nada de lo que se escribía por entonces. Y es evidente también que los principales textos que la siguieron, de El escritor y sus fantasmas a la presuntuosa Abaddón el Exterminador –lo demás es miscelánea– no son en el fondo más que expansiones, reiteraciones, vueltas a una tuerca falseada.

Lo que se falseó fue la fijación en el personaje. El personaje Sabato, digo, devenido referencia directa o indirecta de todos sus textos y/o participaciones públicas durante décadas de procerato. En ensayos incisivos y demoledores, críticos perspicaces como Jorge B. Rivera o el brillante Claudio Uriarte hicieron en su momento la vivisección del soberbio maestro. No cabe ahora la autopsia. Sólo recordar en qué medida la actitud de tácito magisterio que Sabato se (auto) adjudicó y le adjudicaron más o menos interesadamente, lo llevó a colocarse –sin pudores ni reservas– más allá del bien y del mal, “por encima” de las contradicciones ocasionales, en un terreno de natural impunidad que le permitió –famosamente– primero asistir a una reunión con Videla y luego presidir la Conadep. Hay algo que no cierra.

Como lector inteligente que era, Sabato antologó alguna vez a Oscar Wilde entre sus narradores preferidos. Pocas personalidades más distantes, sin embargo. Una de las más brillantes comedias del genial irlandés se llamó The Importance of Being Earnest, título que juega con la similitud fonética entre “Earnest” (formal, serio) y “Ernest”, obviamente, Ernesto. De ahí que los traductores castellanos oscilen entre La importancia de llamarse Ernesto y La importancia de ser serio. La finísima ironía del aparentemente frívolo Wilde elabora, tras la aparente superficialidad de una trama de equívocos amorosos, una corrosiva parábola sobre la impostación y la apariencia.

Nuestro Sabato, que era Ernesto, siempre creyó en la importancia de ser/parecer serio, nunca trivial ni frívolo, inequívocamente preocupado por la Humanidad y el destino del Hombre. No sé cómo se dice en inglés “engrupido” –un pecado menor al que todos estamos expuestos–, pero seguramente el trágico Wilde sabría usarlo con filosa propiedad.

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