› Por Horacio González *
Hemos dicho muchas cosas de Ernesto Sabato a lo largo de los años, hasta que cesara en nosotros la voluntad de dialogar con él. Su largo retiro contribuyó a que fuera fácil considerar su ocaso. Restaban en la memoria los hechos públicos que él había protagonizado, resonantes, que a veces son parte de una obra, y a veces nada dicen de la vida de un escritor. Lo cierto es que todos los que habíamos leído Sobre héroes y tumbas en los años ’60 no lográbamos encajarlo en nuestras reminiscencias más específicas, y las peripecias de Martín y Alejandra Vidal Olmos se confundían con otros recuerdos literarios, el incendio de una vieja casa parecía tener un aroma a Beatriz Guido y el Informe sobre ciegos podía remitírselo a un capítulo perdido, un boceto en ciernes de Roberto Arlt sobre la saga de los conspiradores. La escena de la quema de las iglesias en 1955 parecía tener algo de lo que Sabato presentara a lo largo de su vida como una tragedia sobre la piedad: un adolescente roba imágenes sacras de la Curia en llamas, y una señora aristocrática, en la vereda, lo obliga a que las devuelva y –creo recordar– salve otros iconos del incendio.
Era el viejo tema de la inocencia del mal –tema que también era de Borges–, pero llamando a un gran reconciliación en medio de la catástrofe. Para ello era necesaria cierta santidad de la dama de alcurnia y cierta iluminación arrepentida del muchacho. En sus polémicas con Sabato, Borges consideró “patéticos” estos juegos de conciencia y en las coincidencias que tuvieron en los tiempos que sobrevendrían, como la entrevista con Videla, era posible imaginar que eran diferentes las justificaciones. Borges directamente fue a apoyar. También Sabato, pero siempre pensó ese aciago episodio como apropiado para despertar la conmiseración del príncipe. Cuando Sabato se encargó de la Conadep en 1983, Borges volvió a su papel de niño implacable y dictaminó que no eran ésas tareas para un escritor. Por su parte, en esos momentos Borges también escribió sobre la “inocencia del mal”, describiendo una de las sesiones del Juicio a las Juntas.
Sabato había tenido la suerte de que Albert Camus, que ya era autor notorio, asesor en Gallimard y que todavía no había alcanzado el Nobel de Literatura, se fijara en él. Con ese respaldo, la novela El túnel –algo, muy poco, resonaba El extranjero en ella– le da a Sabato un relieve que será la plataforma para lanzar sus ensayos sobre la condición humana asediada por la tecnología ciega y los engranajes de un mundo maquinizado. Indicado por la revolución de 1955 para dirigir una revista masiva, muy pronto renuncia por comprobar que el nuevo régimen también tortura y muy pronto fusilará. Los grandes textos de Camus sobre la revolución en Argelia y la necesidad de encontrar un “cauce moderado e intermedio” quizá lo inspiran.
Su humanismo provenía de un núcleo íntimo dolorido, a la manera dostoievskiana, que exigía ver al humanismo por el envés, como recóndito llamado a la redención por parte de réprobos, místicos y asesinos. Estos elementos de un saber alquímico y fantasmático, propio de quien había renunciado a las prácticas ciencias físicas, no le dio resultado en su novela Abaddón el exterminador, en las que también pretendía intervenir en las opciones militantes de los jóvenes de los años ’70. Ya era un personaje notorio. Con algo que quizá perduraría en él de los años del grupo de izquierda Insurrexit –años ’30–, criticaba los círculos del destino que en Borges fundían “lo mismo en lo otro”, y deslizó su escepticismo sobre la traducción borgeana de Palmeras salvajes, de Faulkner. Era otra Argentina, donde aún podía creerse que un debate entre Borges y Sabato podía contener todas las posiciones posibles en cuanto a estilos y éticas literarias.
Otros escritores o filósofos, Emile Zola, John Dewey, Sartre, Romain Rolland, Camus, han participado como conciencia cívica autónoma en grandes jornadas de conmoción social del mundo moderno. Sabato lo hizo y cosechó tanto agasajo como críticas. Quizá fue el pacto de Sabato con las revistas de vulgarización ideológica que cortejaban a la dictadura militar, luego con las ediciones del programa de Grondona en las décadas anteriores (no sin advertirle a éste, entre tanta camaradería, de su “aristotélicotomismo”), lo que lo colocó como centinela moral de una clase media medrosa, que llamaba espiritualismo al olvido e interpretación de la historia a las tesis sobre los “dos demonios”, debida a la pluma sabatiana en el Nunca Más. Es cierto que tomó esa tarea de investigación de lo ocurrido en los socavones de la dictadura con gran empeño, y es cierto también que hoy podemos decir que esos hechos formaban parte de una investigación también sobre sí mismo (“sus demonios”, “sus fantasmas”), en la lucha por esclarecer sus propios vaivenes de hombre atormentado. No siempre triunfó este martirio interior como reflexión del humanista escéptico, pues lo rodearon halagos numerosos, adormecientes (sobre los que no supo ironizar, como Borges), y no se incomodó en su papel de augur de diversos poderes que su antigua convicción libertaria le hubieran obligado a cuestionar.
El prólogo de Sabato a la primera edición de Ferdydurke, de Gombrowicz, es una pieza plena, de época, pero justa y perdurable. Por lo demás, dijo y se desdijo, algo sacaba de su mochila cuando sentía que había traspasado demasiados límites y cargaba la penuria de una carta –creo que dirigida a García Márquez– que era exhumada cada vez que surgía la cuestión de aquella reunión con Videla. Nosotros fuimos sus lectores, no podemos decir que éramos inmunes a Sobre héroes y tumbas. No hace mucho, Fogwill, travieso e irónico pero no impreciso, escribió una reivindicación de esta novela. Sabato enojaba a quienes no creían en su vida de monje en la cartuja, retirado del mundo y sufriendo por los seres humanos. La muerte, gran compañera, siempre da una oportunidad a los seres ambiguos. Ahora, acaso un joven estudiante abra nuevamente Sobre héroes y tumbas y se detenga en aquella página donde Martín ve una lucecita prendida en una pensión de San Telmo –es de madrugada– y dice: debe ser un estudiante leyendo a Marx.
* Director de la Biblioteca Nacional
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