› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La lectura es un don que no se queda sólo en eso: si se agita una y otra vez y se usa con frecuencia, tarde o temprano se alcanza ese placer tanto más sofisticado y exquisito que la lectura. Me refiero a la relectura. De algún modo, la primera lectura (misterio, incertidumbre, sorpresa) nos escoge a nosotros. Pero somos nosotros quienes escogemos lo que vamos a releer. Y, de acuerdo, ya no hay novedad. Sabemos cómo empieza y termina; aunque en ocasiones, cada vez más seguido, descubramos que no recordamos nada del cuerpo de la trama y que nos hemos quedado, apenas, con un perfume inolvidable. Pero el placer de volver allí es el mismo del retornar al sitio de unas vacaciones inolvidables. Con este espíritu, me hice con las recientes ediciones de Jane Austen anotadas por David M. Shapard. Sense and Sensibility, Persuasion y Pride and Prejudice y supongo que falta poco para Emma, Mansfield Park y (la recuerdo como a mi favorita, con su quijotesca heroína delicadamente alucinada por la lectura de folletines góticos) Northanger Abbey. ¿Por qué Austen? Porque estuve con ella hace tanto, en otro siglo, en otro milenio, en otra vida: cuando leía también a Poe y a Hesse. Y no es que haya olvidado sus argumentos. Para fijarlos para siempre llegaron, luego, Emma Thompson y Kate Winslet y Gwyneth Paltrow y Keyra Knightley y Anne Hathaway y todos esos actores de uniforme dando largas zancadas por el campo, de una casa a otra, para declararse y anotarse en alguna. Pero, en su momento, no supe percibir su genio. Años después descubriría a la más inteligente y astuta George Eliot (cuyas novelas, a diferencia de las de Austen, no cierran en luminosa boda sino que abren con sombríos matrimonios) y Austen descendería en los estantes de mi biblioteca como quien baja por una escalera que ya nunca volverá a subir.
DOS Pero aquí viene de nuevo. Sweet Jane. Y hay que decir que el enorme y un tanto demencial trabajo de Shapard tiene su gracia y es digno de agradecimiento. Así, Austen en la página de la izquierda y, en la de la derecha, abundantes entradas y salidas que incluyen clasificación de oportos, diseños de túnicas de fiesta (con viñetas), diferentes modelos de carruajes, citas de cartas de Austen, apuntes críticos, y lo más divertido de todo: el análisis de comportamientos y reacciones de los personajes de acuerdo con el protocolo y moral de la época. Así, también, la sensación de adentrarse en una historia acompañados por la Historia dentro de la que fue creada. Una fiesta. Y salgo de la librería con mis Austen en mano y me encuentro con un amigo que me sonríe enarcando una ceja y me dice: “No sabía que te interesaba tanto el cine porno, Rodrigo”. Y entonces –todo se mezcla y se confunde, ¿Sex and Flexibility (X)? ¿Jane Moisten?– la fiesta termina.
TRES Le digo a mi amigo que no entiendo de qué me habla y me dice que lo leyó en mi cuenta de Twitter. Le explico –como expliqué a otros, hace ya tiempo, a propósito de un blog supuestamente mío, pero no; maniobra que en papel o en carne y hueso está penada por la ley, pero no (en pantalla)– que no tengo Twitter. “Ah”, me dice. E insiste: “Pero ahí dice que eres tú. Y hasta tiene tu foto”. Me lo explica como si dudara de mí, como despechado pretendiente en una de Austen. “No soy yo”, le digo. Ni lo seré nunca. Y se lo repito despacio, palabra por palabra, para arrancarlo de un maleficio con el que ha tropezado y donde ha caído. “Ya me parecía... Es que decías cosas muy absurdas”, añade, ya despabilado. Y yo me quedo pensando en por qué será que los impostores y falsificadores siempre son peores que el original. Sería fantástico que fuesen genios, que redimieran torpezas, que lo mejoraran todo. Pero no. Por un real océano Beatle hay demasiados charquitos à la Oasis. Espejismos. Volví a casa en metro, hojeando a Austen, deteniéndome en cada vez más interesantes anotaciones, pensando en Shapard no como en un doble/simple de Austen o un apéndice enfermo o una nota al pie con uña encarnada. Shapard no como algo a pisotear. Shapard no como un parásito cuyo único propósito en la vida era conseguir el éxtasis minúsculo, sin pena ni gloria, de una roncha en piel extraña y, borracho de sangre ajena, morir a las pocas horas. Shapard como la decisiva diferencia entre anotar y borronear.
CUATRO Ya en casa, ni siquiera pude entrar en Twitter para ver qué decía mi otro yo-yo. Carezco del talento o de las contraseñas necesarias. Mejor así. Le pregunté a otro amigo, me informó que nada importante. Bobadas. El alien/ado opina mucho de algo llamado Bailando por un sueño, que yo no sé ni qué es; salvo que se trate de los soñadores bailes en las novelas de Austen, sus coreografías muy bien explicadas por Shapard. Y conste –dejo anotado– que sólo me refiero a todo este asunto previniendo el que Tweety diga algo fuera de lugar, ofenda a una actriz porno, deje caer a algún compañero de minué, o algo por el estilo. Queda claro que en los días de Austen no tenían estos problemas y la teoría y práctica del concepto del anónimo eran algo más noble. De hecho, la misma Austen decidió firmar sus primeras obras con un críptico “By a Lady”. Y sus colegas montaraces –las Brontë– optaron, como la mencionada George Eliot, por alias masculinos para justificar audacias y pensamientos en los que las damiselas no podían ni tenían por qué pensar. No sé si eran tiempos mejores –cada momento tiene su pros y sus contras– pero sí estoy seguro de que la gente escribía con menos errores de ortografía y llenaba mucho mejor sus horas vacías.
CINCO Ahora, en cambio, Internet (también conocida como la Red o la Web, apodos que –nada es casual– remiten al enredo o a la telaraña) es para varios el sitio donde los perdidos creen encontrarse. Pero nadie relee allí. En el futuro todos serán famosos por quince minutos. En el presente, en cambio, todos creen ser famosos cuando reciben quince comments. Y todavía me falta leer una gran novela sobre Internet y sus alrededores, sobre el e-mail y el anonymous, sobre el rumor o la impostura certificados por la eléctrica legitimidad de algo que, me temo, no es un género sino apenas un medio, un medio pelo. Quiero pensar que esa gran novela no demorará en aparecer, como aparecieron las grandes novelas del cine, la televisión y el teléfono. Sí, hay grandes novelas sobre casi todo, capaces de enaltecer lo más frívolo y prosaico y chismoso. Austen es buena muestra de ello. Y, cuando aparezca esa novela, prometo dejar de releer lo que esté releyendo para leerla. Y –aunque no vaya a estar por aquí– me gustaría volver a ella dentro de una o dos docenas de décadas, cuando salga la versión anotada. Y que allí en los márgenes –y en las márgenes de tanta agua turbulenta sobre la que nadie aún ha construido un armonioso puente– alguien se atreva a explicar cómo se persuadía, y para qué, y por qué la gente tenía tantas ganas malas y tanto mal tiempo libre para teclear tantas estupideces, sin sentido ni sensibilidad, sin orgullo y con tanto prejuicio, allá por los primeros 2000.
Y aquí los dejo –y les dejo de regalo a mi canario embustero, para que lo enjaulen y tiren la llave, alpiste perdiste, tarde piaste– porque acaba de llegarme una sentida misiva de Elizabeth “Lizzy” Bennet comentándome algo sobre un tal Mr. Darcy.
Y son más de 140 caracteres.
Allí voy, allá vuelvo.
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