› Por Juan Forn
Rodolfo Walsh oyó la frase “Hay un fusilado que vive” en un café de La Plata adonde iba a jugar al ajedrez. Se asomó a ver qué pasaba y terminó desnudando a toda la sociedad argentina, como bien dice Osvaldo Bayer en el prólogo de Operación Masacre. El español Alberto Méndez oyó la misma frase por la misma época, pero en Roma, adonde se habían exiliado sus padres republicanos después de la Guerra Civil. En su caso la frase vino en plural: “Hay fusilados que viven”. Eran las cosas que se decían en voz baja en aquellos tiempos de silencio (como famosamente los define un libro de Luis Martín Santos), cuando en España “daba miedo que alguien supiera que sabías” y, fuera de España, los exiliados recibían con ansia a todo recién llegado para saber qué había sido de los amigos perdidos. No sólo pasaba en Roma sino en México y Argentina, lo sabemos bien.
Como Walsh, Méndez también se asomó a ver qué pasaba: en cuanto cumplió los dieciocho volvió a España con su hermano, pero necesitó cuarenta años para terminar el único libro que escribió en su vida. Méndez tenía sesenta y tres años cuando se publicó en 2004. Once meses después estaba muerto. No llegó a asistir a la catarsis colectiva que produjo (vendió 300 mil ejemplares, recibió póstumamente el Premio Nacional y el Premio de la Crítica, etc.). Es interesante señalar que, en el mismo momento en que el librito de Méndez producía ese inesperado efecto, el establishment español bloqueaba los intentos del juez Garzón por reconsiderar los crímenes del franquismo como causas de lesa humanidad, imprescriptibles. A dos meses de morir, Méndez le había escrito a un amigo: “Mi vida ha sido, y así pretendo que sea, una vida oscura y oscurecida por mi dedicación al trabajo y a la familia. El resto ha sido mi obcecación tan fracasada como enfermiza por contribuir a la caída de la dictadura. Lo malo es que, además de no caer, me arrojó encima toda la excrecencia que emanaba de ella”.
Para los jóvenes de izquierda españoles de los años ’60, Alberto Méndez y su hermano eran una leyenda (y para la policía franquista de la época eran como los Dalton o Jesse James y sus hermanos, recordó Jorge Herralde en la necrológica con que despidió a Méndez). En 1964 lo expulsaron de la Universidad en Madrid, cuando era líder de la asamblea de estudiantes, además de arrebatarle el título de licenciado en Filosofía. Poco después fundó con su hermano una editorial de izquierda llamada Ciencia Nueva, que fue un secreto orgullo en el mustio panorama español de entonces hasta que Fraga Iribarne (ministro de Información y Turismo de Franco) la cerró. La llegada de la democracia fue corriendo a Méndez al costado: le concedió seguir trabajando en el mundo editorial pero ya a sueldo de otros, España devino posmoderna y europea y Méndez era en las reuniones del mundillo como esos paraguas que nadie reclama y quedan olvidados para siempre en el guardarropa de un teatro.
Los girasoles ciegos no tiene ni 150 páginas, son cuatro cuentos interconectados, cuatro escenas íntimas y anónimas del fin de la guerra civil y los tres años posteriores. Es todo lo que ha quedado de la pluma de Méndez, salvo un reportaje, el único que le hicieron después de publicar el libro (que no había llegado a agotar la primera, modesta edición, cuando él se murió). El reportaje se titula “La vida en el cementerio” porque así describe Méndez los años ’39 al ’42 en España. Yo incluiría sin dudarlo ese reportaje al final del libro, porque lo pone en impresionante perspectiva, funcionaría como epílogo perfecto. Ahí Méndez cuenta que las cuatro historias son reales, o tienen su origen en la realidad. Hubo efectivamente un capitán franquista que, horas antes de que Franco tomara Madrid, se rindió a los republicanos porque no quería formar parte de la victoria (en el reportaje Méndez dice: “Franco pudo tomar Madrid mucho antes pero le pareció insuficiente, así que decidió cercar primero la ciudad y desangrarla. A Madrid no la defendía un ejército regular, eran hombres y mujeres que iban cada día a trabajar y, al salir, cogían el fusil y se iban al frente y luego volvían a casa a echarse un rato antes de entrar a trabajar”). Cuando los nacionales toman Madrid, juzgan por desertor a ese capitán y lo fusilan (“Yo conocí al menos dos personas que sobrevivieron a los fusilamientos y se despertaron en una tumba. Los franquistas tenían mucha prisa por matar y no mataban bien”, dice Méndez en el reportaje).
Refiriéndose a la caída de Madrid y las primeras consecuencias de la entrada de Franco en la ciudad, Juan Eduardo Zúñiga escribió: “Pasarán años y olvidaremos todo, y lo que hemos vivido nos parecerá un sueño, y será un tiempo del que no convendrá acordarse. Pero yo era un adolescente en ese tiempo y es un momento de la vida en que uno tiene alta capacidad retentiva”. Méndez escribió en su vejez (o durante toda su vida) un libro que tiene la capacidad retentiva de esas adolescencias humilladas y ofendidas por lo que suele llamarse el viento de la Historia. España se jacta de haber escuchado primero la versión de los vencedores de la Guerra Civil, luego las múltiples versiones de los perdedores y más tarde las justificaciones de aquellos que habían perdido en el bando vencedor. “De todo ha habido ya. Cada una de las facciones ha justificado el comportamiento de sus respectivas huestes”, dijo hace poco desde un editorial de El País uno de esos neoespañoles de pacotilla que abundan en la prensa y la literatura hispana actual. La versión castiza del “eso ya pasó, loco”, tan presente en estas tierras en estos tiempos. Méndez, en su libro, le hace decir a uno de sus personajes: “¿Somos un pueblo maldito? No, eso sería echar la culpa a otros”.
Para Méndez, en España se habló durante sesenta años de la guerra como si perteneciera al pasado, “y no está nada claro que esto sea así”. Uno de los más inesperados efectos de Los girasoles ciegos (que se ha colado furtivamente en la currícula educativa española, para intenso fastidio de los momios de la Real Academia de la Historia, que ya han hecho pública su queja) es que en este momento se están grabando y rodando por todos los rincones de España los testimonios de los últimos que quedan de aquella época, aquellos que tuvieron que callar durante la dictadura y después nadie les prestaba atención, y aún necesitan “contar lo que les pasó, al servicio de la comprensión”. Todo está escondido en la memoria, si León me permite la paráfrasis, con el acento tan puesto en “todo” como en “escondido”. En una novela de AB Yehoshua, un árabe le dice a un israelí: “A los judíos suele ofenderles la verdad que con tanto ahínco buscan”. A los españoles y a los argentinos también, aunque no la buscamos con mucho ahínco.
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