Dom 03.07.2011

CONTRATAPA

Disonancias de Prokofiev

› Por José Pablo Feinmann

Prokofiev regresa a la URSS en 1935. Puede argüirse que la Gran Depresión norteamericana contribuyó a ese viaje para muchos inexplicable. Sin embargo, Prokofiev no tenía que trabajar en su tierra, era un protegido y –a la vez– un controlado por una Unión de Compositores formada para marcar rumbos a la música de la patria estalinista. La mirada de esa Unión caía sobre todo en los hombros de Shostakovich y del recién llegado Sergei. Nada de esto parece haber preocupado al autor consagrado en Occidente. Siguió componiendo.

Tenía, detrás, obras cumbres de la música del siglo XX. El Concierto No 2 (mal recibido en su momento) se inicia con un tema de octavas en el piano tan sugestivo y tan romántico que ignoro cómo no lo han utilizado en algún film. Hollywood ha recurrido demasiado a Rachmaninoff y las disonancias de Prokofiev le han producido terror. Creo –de todos modos– que Miklos Rosza ha plagiando este concierto en algunas de sus mejores partituras. Luego compone el ballet Chout para Diaghilev. Enorme éxito. Las formidables Visiones fugitivas, que tantos pianistas eligen para algún bis sorprendente. Una de ellas, claro. Y la desde hace años celebérrima Sinfonía “Clásica”. Esta pieza es ideal para introducir a la buena música a cualquiera. Cuando era joven e íbamos con dos compañeros de la Facultad de Filo al Colón, al salir, uno de ellos, un asno musical, dijo: “¿Ven? Este tipo por lo menos demuestra que sabe componer. No sé qué hizo después. Pero no te deja dudas. En cambio el otro que escuchamos te rompe los oídos”. El “otro” era Ravel. Y habíamos escuchado el Concierto en Sol. Que, aclaro, salvo el segundo movimiento, todo lo demás era puro ruido. Pero ese efecto producía la Sinfonía Clásica: la podían escuchar todos. Antes de la ópera El amor por tres naranjas –con su célebre marchita: un jingle afortunado–, Sergei presenta una obra imperecedera: el Concierto No 3 para piano y orquesta.

Esta obra es un desafío y una gran oportunidad para los grandes pianistas. La estrenó el mismo Prokofiev al piano. Luego la hizo suya Van Cliburn. Y cuenta la leyenda que Argerich, en tanto compartía un pequeño departamento en Génova con una amiga, la escuchaba todo el día preparar el concierto de Sergei. La cuestión que torna interesante la anécdota es que Argerich duerme durante el día. Vive de noche, como suelen hacerlo habitualmente los escritores. De modo que –dormida– escuchaba la música de Prokofiev surgiendo de los dedos de su amiga. Cierta vez, hacia el anochecer, se levanta, va hacia el piano... y toca el concierto. No había leído la partitura. Lo tocó porque lo había escuchado dormida tantas veces. Pero se lamenta de haberlo tocado como su amiga y –por consiguiente– cometiendo sus mismos errores. Lo incorporó a su repertorio. Su versión es casi definitiva. Suele decir: “Al tercero de Prokofiev le caigo bien”. Hay buenas versiones de Michel Béroff y de Mijail Pletnev. Hoy se considera a este concierto uno de los más importantes del siglo. La entrada del piano es tan vertiginosa, tan rítmica que juraría inspiró a Lalo Schiffrin para el tema de Misión imposible. Al menos, si yo hiciera una miniserie de televisión recurriría a ella.

“El Tercer Concierto es notable (escribe su biógrafo Harlow Robinson), precisamente por su densidad y su límpida estructura. Divaga menos que el Segundo Concierto, más largo, y se apega más estrechamente que el Primero a la forma convencional de concierto y sonata-allegro (...). Maduro y confiado, el Tercer Concierto no se esfuerza por sacudir, como buena parte de su primera música para piano. Como aconsejó Prokofiev más tarde a Koussevitski: ‘Que el maestro esté sereno. Esta no es una sinfonía de Stravinsky. No hay métricas complicadas. Ni tretas sucias. Puede digerirse sin una preparación especial. Es difícil para la orquesta, pero no para el director’.” Olvidó al pianista. Nada fácil es tocar ese concierto.

Prokofiev apreciaba el talento de Sergei Koussevitsky, el director de la Sinfónica de Boston. Estaba feliz de depositar en sus manos su impecable Sinfonietta (cuya versión definitiva es de 1929). Pero Koussevitsky le dijo que tenía que salir de gira con la Sinfónica. Que dejaría la obra en manos de Toscanini. Sergei suspiró resignado y dijo:

–Me prepararé para escuchar la Toscanetta.

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