› Por Leonardo Moledo
Se acodó en la mesa de La Orquídea, la que está justo al lado de la columna con espejos.
–Eran dos. Fueron las primeras que vi.
Todos lo miramos, expectantes.
–Caminaban tranquilamente sobre mi escritorio. Nunca había visto nada así. De vez en cuando frotaban sus antenas como si estuvieran planificando un paseo.
Hizo una pausa.
–Después, fueron muchas más. Las encontré en la cocina y, más tarde, en todas las habitaciones. Me puse a revisar todos los agujeros de la mampostería, de los zócalos, las bisagras de las puertas para encontrar la boca del hormiguero y librarme de ellas. Registré cada milímetro cuadrado de pared, cada orifico, cada mueble, sin olvidar las rejillas de los baños, el fondo de los armarios o los objetos que descuidadamente habían quedado por años en el mismo lugar. Hice lo que está bien descripto en “La carta robada”, y con el mismo inútil resultado.
Lo miramos con incredulidad.
–Ustedes se preguntarán por qué quería librarme de ellas.
Nadie dijo nada.
–Me complicaban la vida: bastaba con que me levantara por un momento de la mesa, para que se devoraran mi comida; una noche, cuando estaba por acostarme, al entrar al dormitorio las vi arrastrando el colchón hacia no sé dónde. A veces, cambiaban los muebles de lugar, o revolvían mi ropa, o trababan las canillas de tal modo que era imposible abrirlas. He llegado a pasar una semana sin agua.
–Puede ser que ustedes no me crean, todo esto, pero pensé que para combatirlas necesitaba saber algo sobre ellas: eran las llamadas hormigas argentinas, los científicos las conocen como Linepithema humile; con obreras de dos a tres milímetros de longitud y medio miligramo de peso. Son capaces de colonizar con eficiencia casi cualquier ambiente donde haya un poco de humedad y se han convertido en una plaga internacional; se las encuentra en todas partes, y construyen hormigueros gigantes: verdaderas supercolonias o megacolonias. En Europa existen dos de esas agrupaciones, con miles de millones de individuos. Una tiene su epicentro en Cataluña y la otra bordea las costas de Italia, Francia, España y Portugal y constituye la mayor unidad cooperativa de la naturaleza conocida hasta el momento: se extiende por aproximadamente seis mil kilómetros, lo crean ustedes o no.
–Lo creemos –dijo alguien—, está citando un artículo de la revista Ciencia Hoy.
–Lo estoy citando –dijo el hombre– porque cuando lo leí hice una pequeña cuenta: si cada obrera pesa medio miligramo, dos mil pesan un gramo, dos millones un kilo y el peso de miles de millones se mide en toneladas. Si en mi edificio hubieran construido algo remotamente parecido a una megacolonia, tan solo el peso de semejante masa biótica sería capaz de tirarlo abajo.
Nos quedamos impresionados. Ni siquiera al asiduo lector de Ciencia Hoy se le había ocurrido hacer la cuenta.
–Llamé alarmado a la administración del consorcio: casi al instante (es decir, un mes después) mandaron al servicio de desinsectización de urgencia: vinieron tres hombres, enfundados en trajes de astronauta, y amados de brutales tanques de líquido exterminador. ¿Saben? Estas hormigas son difíciles de erradicar: cada hormiguero tiene miles de reinas, y si se acaba con alguna porción de la realeza, siempre queda un remanente aristocrático que, como los nobles emigrados de la Revolución Francesa, no habían olvidado nada y no aprenden nada. Los dejé trabajar, suponiendo que les llevaría bastante tiempo, y me fui al balcón terraza a leer un libro de biología. Una hora más tarde, cuando entré, no había ni rastro de los exterminadores, es decir, rastros sí había: jirones de traje y pedazos de las lancetas homicidas; presumiblemente, las hormigas habían hecho bien su trabajo: adentro de un armario, encontré el fragmento de un pie, que seguramente habían dejado como aviso, o como trofeo, vaya uno a saber.
–Si no puedes vencerlas, únete a ellas, me dijo el psiquiatra; y le hice caso: empecé a observarlas con cuidado y a conocerlas: a saber qué comidas les gustaban; por ejemplo, despreciaban las legumbres, pero adoraban las galletitas Express: bastaba colocar una sobre la mesa para que enseguida aparecieran, descuartizándola (mi esperanza era que, colocando galletitas hábilmente distribuidas, ellas mismas me llevarían hasta su escondrijo remoto, algo así como Hansel y Gretel). El fracaso fue total.
–Y entonces –suspiró el hombre– me vi ante la inevitabilidad de aceptar una hipótesis absurda: las hormigas salían de la nada. Pero veinticinco siglos de honrar a Parménides de Elea han hecho que arraigara muy profundamente en nosotros su principio nihil ex nihilo: nada proviene de la Nada (si bien mi amigo M**, ducho en los juego de palabras, sostiene que los egipcios aparecieron ex Nilo). Como diría Borges –ya empezábamos a hartarnos de sus referencias eruditas– levantar la restricción de Parménides nos ponía directamente en las manos de la multiplicidad y la proliferación de los objetos, conservarla (unido al hecho puramente empírico y casual de encontrar una arrastrándose por mi pelo) me llevaba a un callejón sin salida. Un día de concentración y lectura de los libros de Dioscórides me permitió resolver el misterio: como diría Borges, el razonamiento fue simple; la conclusión, monstruosa. Puesto que no venían de ningún rincón de mi casa, era obvio que salían del único lugar que no había examinado: mi propio cuerpo. Parafraseando a Kant: “El cielo estrellado por encima de mí, y las hormigas dentro de mí”, al fin y al cabo, yo también soy adicto a las galletitas Express. Pero imaginar que todos mis órganos habían sido colonizados por ellas, y que sin saberlo yo mismo había devorado a tres exterminadores de insectos –mediado por las hormigas, claro está, pero aún un acto de antropofagia que anunciaba quién sabe cuantos horrores más– me llevaron a una conclusión ineludible: tenía que terminar con ellas.
Y acto seguido, sacó un frasco. “Este es un potente hormiguicida”, dijo, y lo bebió: en apenas dos o tres segundos apoyó su cabeza sobre la mesa, ya inconsciente.
Nos quedamos paralizados, atónitos; ninguno de nosotros había presenciado nunca nada semejante; ninguno de nosotros hubiera esperado semejante final para esa fábula absurda.
Pero antes de que atináramos a acercarnos y ayudarlo de alguna manera, de su boca, de los orificios de su nariz, de sus ojos, de sus oídos, las uñas de una mano apoyada sobre la mesa, salieron torrentes de hormigas, rojas, robustas, decididas, miles de ellas, los miles de millones que habían colonizado su cuerpo y que ahora, antes de que fuéramos capaces de reaccionar, penetraron en nuestros ojos, en nuestros oídos, en nuestras bocas y empezaron a colonizarnos, sabiendo que dentro de nosotros encontrarían un refugio definitivo.
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