CONTRATAPA
¡Qué baile!
› Por Eduardo Aliverti
Todos los indicios apuntan a que en las próximas horas o días la Suprema Corte de Justicialistas fallará a favor de la redolarización de los depósitos. Si es así, y aun cuando el tribunal menemista no se pronunciara sobre la forma en que los bancos deben devolver el dinero, la única salida es emitir bonos con respaldo del Estado y, por lo tanto, será toda la sociedad quien se hará cargo de la dolarización. Y si no hay bono –y, quizás, aunque lo haya– un grueso de los bancos no podrá devolver los depósitos. Se abre entonces la posibilidad de que el Estado emita pesos para darles la plata, desatando el típico terremoto argentino de inflación y corrida hacia el dólar.
Ese escenario catastrofista no se da la mano con las recomendaciones del propio Fondo Monetario y los acreedores externos, de manera que muchos sostienen la inviabilidad de que la Corte se anime a cosa semejante, capaz de reinstalar el caos del que a durísimas penas se recuperó la economía en los últimos meses del año pasado (entendiendo que por tal definición se interpreta la estabilización de pobreza e indigencia a niveles escandalosos, jamás conocidos por el pueblo argentino). Pero en un país como éste, con los dirigentes políticos de que dispone y en medio de una campaña electoral a Presidente, cruzada por la repugnante interna entre Menem y Duhalde, la responsabilidad analítica lleva a la hipótesis de que el fallo de los supremos tiene de todo menos de inocencia jurídica. ¿La reinstalación de una economía caótica no le conviene a nadie? ¿Qué tiene de descabellado –o, mejor, qué no tiene de lógica pura– el hecho de que ese panorama pueda aumentar las chances electorales de Menem, al profundizar en el imaginario colectivo la idea de que sólo un decidido inescrupuloso como él podría poner las cosas “nuevamente” en orden? ¿Y cómo no calcular también que ese fantasma, en la intimidad del pensamiento duhaldista, pueda estar alentando que el fallo se produzca, para que el caos sea la coartada “perfecta” que conduzca a postergar las elecciones hasta que el actual Presidente pueda asegurarse de que no será Menem quien habrá de sucederlo?
El eterno axioma acerca de los rumores –no importa que sean verdad, sino que puedan ser creíbles– vale, y cómo, para especulaciones de esta naturaleza. Las hay contradictorias con ésas, y son igualmente veraces. Por ejemplo, el mismísimo órgano de prensa del menemismo, Ambito Financiero, sugirió el viernes pasado, en extensa nota a dos columnas, que algunos datos permiten contemplar la existencia de un pacto Menem-Duhalde; bajo la presunción de que el primero aceptó no entrometerse en la arena bonaerense ante la ausencia de “un príncipe” del menemato con favoritismo electoral, y ante la resignación del duhaldismo de que no hay cómo frenar la supuesta escalada del sultán riojano. ¿Cuál podría ser el interés de un desenfadado vocero menemista, como Ambito, en revelar una oculta estrategia de su jefe? No se requiere demasiada imaginación: calmar al establishment respecto de que la lid no pasará a mayores. Otra vez: verdadero o falso, pero creíble.
Pero hay algo de lo que sí se puede tener seguridad absoluta, porque lo objetiva a los gritos la realidad política, electoral, social e institucional: cuando no pasaron siquiera 15 meses de un estallido popular consignado en que se vayan todos, no sólo se quedaron todos sino que un inmenso conjunto de la sociedad argentina votará a todos los mismos. Y eso es que dos más dos son cuatro: gane quien gane, y sea lo que sea lo verdadero o lo veraz, Menem y Duhalde, íconos máximos del mayor fracaso de la historia argentina y de la más rica de sus provincias hecha pedazos, dictan el compás de todo el andamiaje político. Daniel Scioli, un invento menemista que alquila su jamás comprobada capacidad de gestión, a no ser por un efecto devaluatorio que convirtió al estímulo del turismo local en un juego de jardín de infantes, va en la fórmula con un emir de provinciapagado de estatista. La centroizquierdista Carrió se lleva de compañero a un “ganso” mendocino que propone unificarse con la derecha de López Murphy, que lleva de candidato a gobernador bonaerense a un otrora militante del Radicalismo que no Baja las Banderas (progresistas). Dos fascistas compiten por el mismo puesto con el secretario de Agricultura de Menem, puesto por Duhalde. Y hablando de eso, en la lista para diputados elaborada por el senador que ejerce la Presidencia de la República va a la cabeza su esposa, que no iba a competir por cargo público alguno; Eduardo Camaño, presidente de la Cámara baja, está de segundo; tercero ubicaron a Carlos Ruckauf, cancillereado en medio del incendio de hace poco más de un año para fugar de cuanto escrache estuviera circulando, y cuarta aparece la ministra de Trabajo cónyuge del filósofo Luis Barrionuevo, que por estas horas despliega sus matones en el Macondo catamarqueño en alianza con el Saadi que habían tirado a la basura después de María Soledad. Por si no alcanza, está en la conversación el jeque de San Luis que supo ser el hazmerreír nacional cuando denunció su secuestro en un motel y, después, sólo hace 14 meses, presidente por un rato, del que salió despedido a la galaxia puntana tras haberse rodeado de prontuariados que vendían inteligencia. Algún marciano que quiera optar por los radicales tiene al congénere Moreau encarnando la renovación. Y nada de olvidarse de la izquierda partidaria que, por supuesto, no pudo ponerse de acuerdo en cómo asignar las candidaturas para repartirse el 5 por ciento de los votos.
“¡Qué baile, mamita querida!”, tipeó alguna vez el gordo Soriano, desconsolado y admirado a la vez, después de una goleada con paseo inolvidable que River le pegó a San Lorenzo. Bueno, eso mismo. Qué baile que nos pegaron. Un baile proporcionalmente inverso a lo imaginado tras la explosión popular de diciembre del 2001, porque fue igual de explosiva la incapacidad del movimiento de masas para construir una herramienta que le diera cauce electoral. Del que se vayan todos a votarlos a todos de vuelta. ¿Qué diablos pasó?
Probablemente, que la formulación de aquellos días no fue correcta. Que no era que se había terminado una etapa del politiquerismo tradicional y necesariamente debía surgir una opción auténtica, sino que, en tanto manifestación de hartazgo pero no de conciencia popular, necesariamente las astillas de lo estallado serían reabsorbidas por los todos que no se fueron.