› Por Juan Forn
Una de mis imágenes favoritas de Lennon es cuando Los Beatles llegaron al Aeropuerto Kennedy en 1964. Mientras George decía: “América lo tiene todo. ¿Qué puede querer de nosotros?”, y Ringo señalaba los aparatos de ortodoncia que lucían en sus bocas las adolescentes aullantes al otro lado de la valla y preguntaba si era algo obligatorio, a Lennon le preguntaron qué pensaba de Beethoven y él contestó: “Me encanta. Especialmente sus poemas”. La voz pública de Los Beatles fue siempre la de Lennon, desde el principio hasta el final (“Los de los asientos baratos aplaudan, el resto haga tintinear sus joyas”), y cuando el molde Beatle no dio más cabida a esa voz, él prefirió seguirla que hacer los coros.
Desde que Albert Goldman publicó su biografía después de la muerte de John (Las vidas de Lennon, ésa que informaba que el ex Beatle había sido heroinómano, alcohólico, depresivo, obsesionado sexualmente por su madre, abusado por su padre, anoréxico, perezoso, violento, abusador, bisexual, asesino de un marinero en Hamburgo, pésimo guitarrista y peor cocinero), inauguró un género dentro de la hagiografía que hoy se conoce como patografía: esa clase de biografías sanguinolentas, tan obsesionadas con los defectos y bajezas y anomalías secretas del biografiado que parecen el triunfo post mortem de la teoría de Lombroso. Las patografías rascan donde pica, pero no explican por qué pica: sólo insisten en que si uno sigue rascando maníacamente, tarde o temprano va a sacar sangre, y entonces habrá otra cosa en qué concentrarse que ya no es picazón (Goldman llegó a decir que Lennon estaba tan destruido por la heroína cuando Chapman lo mató que en mejor estado físico habría sobrevivido sin inconvenientes a las balas).
Esta semana apareció en todos los blogs políticos conservadores de Estados Unidos un tal Fred Seaman (ex empleado de John y Yoko en los ’70, despedido después de que se robara y vendiera unos cuadernos de Lennon), sosteniendo en un documental de pacotilla que puede demostrar que John fue un republicano cada vez más recalcitrante en sus últimos tiempos, pero no se animó hasta el final a salir del closet. Curioso: si algo hizo Lennon a lo largo de su vida fue salir de cada closet donde se metió voluntaria o inadvertidamente, y por lo general lo hizo armando tanto ruido como el que había hecho al entrar en ellos. Todos recordamos su frase “Somos más famosos que Cristo”; a mi gusto fue mucho más fuerte lo que confesó en aquel larguísimo reportaje en dos partes a Rolling Stone en 1971, el primero después de haberse ido de la banda, donde menciona la impotente náusea que sentía por sí mismo cuando les traían a Los Beatles nenes tullidos para que los curaran por mera imposición de manos. Su blindaje a todo caretaje se lo aplicó también a sí mismo, como cantó con toda honestidad en Don’t Wanna Face It: “Querés salvar a la humanidad / pero no te bancás a la gente”.
Hay que recordar que, antes de los balazos de 1980, Lennon estaba lejos de ser la figura explosiva que había sido antes y el icono que es hoy. La gente que había crecido con su música y sus letras iba dejando de ser joven, pero todavía no ocupaba posiciones de poder, ni en política ni en periodismo. En la increíble nota de tapa de Time sobre la muerte de Lennon, el veterano que la pergeñó mencionaba con genuino estupor la manera en que la gente más joven de la revista (no los adolescentes de las calles, sino esos supuestos profesionales del futuro) iba de un lado a otro de la redacción como si estuvieran por echarse a llorar a la menor corriente de aire. ¿Cómo poner la muerte de Lennon en perspectiva con la de los Kennedy, la de Gandhi, la del Che, la de Martin Luther King? Parecía más la de James Dean, la de Janis o Morrison: una estrellita con muerte trágica, sólo que no por su propia mano.
En su último reportaje, la misma tarde de la noche en que se topó con Chapman al entrar en el Dakota, Lennon se pasó dos horas en un programa de radio hablando de reabrir los ’60 y hacer la autopsia y el balance. Dijo: “En los ’60 éramos como chicos y cada uno volvió a su cuarto diciendo el mundo es un lugar horrible porque no nos dio lo que pedíamos. Pero lo que mostraron los ’60 fue la posibilidad, no la respuesta. El chispazo de que se podía quizá cambiar el funcionamiento de la maquinaria. Ustedes lo vieron, yo lo vi”. Seis horas después estaba muerto.
Dice el mito que Lennon se mandó guardar del ojo público cuando nació Sean, pero especialmente se fue para adentro después de ganar la fiera batalla por el derecho a no ser expulsado de Estados Unidos por Nixon y el FBI (altamente recomendable es el documental Los EE.UU. versus John Lennon). Cuando le dieron al fin el permiso de residencia, el PEN Club le mandó una carta de felicitación, redactada por Allen Ginsberg con floritura no muy inspirada, hay que decirlo. Decía (sepan perdonar) que las alondras de la poesía celebraban que un cisne de Liverpool hubiera logrado imponerse al menos por un día al águila guerrera. El comentario de Lennon al racimo de periodistas fue diez veces más filoso: “Bueno, ya conocen el viejo dicho: a veces la mejor garantía para las libertades civiles las dan las propias ineficiencias que tiene un gobierno”. Lo notable es que dentro del juzgado había dicho: “A los ochenta creo que me iré a Gales, o a Cornwall. Todos volvemos a casa a morir, somos como los elefantes. Sólo me gustaría pasar un par de décadas más acá antes”. Pero no se mandó guardar en un bosque ni en una fortaleza. Y antes de dedicarse a hacer pan casero o tomar opio con las persianas cerradas, gastó una verdadera fortuna (incluso para sus parámetros) en aquellos famosos carteles gigantes en Nueva York, Londres, Toronto, París, Roma, Berlín, Atenas, Delhi y Tokio donde decía en mayúsculas enormes WAR IS OVER y, debajo, en letra más chiquita, “If you want it”. Todo aquel que lee eso sabe que en algún lugar es verdad, que podría perfectamente serlo, si lo leyéramos la suficiente cantidad de veces (aunque creo que ni toda la plata de Yoko junta alcanzaría para repetirlo las veces que necesitaríamos para entenderlo).
Yo me descubro varias veces al año, en días perfectamente cualunques, preguntándome qué habría dicho o cantado Lennon de cosas pasadas en los últimos treinta años. Corrijo: no treinta, ni veinte, apenas diez. Desde que Lennon dejó de ser mayor que yo, desde que dejó de llegar antes que todos a todas partes, desde que nos quedamos sin su sexto sentido para señalar que el rey está desnudo cuando el resto sólo ve el disfraz. En su época de encierro, Lennon tenía la costumbre, cada vez que se despedía de un grupo de personas en su casa, de romper con un martillito una pequeñísima vasija y dar a cada invitado un pedacito. Creo que es una costumbre nepalesa. La idea era que algún día los pedazos se volverían a juntar y en el centro del grupo se volvería a armar esa vasija, resquebrajada, desgastada, pero completa. Eso son las canciones y las palabras de Lennon para mí, todavía: cosas que se juntan como si hubieran estado unidas antes, y a pesar de sus cicatrices arman algo mágicamente único, entero, verdadero, indestructible, donde cabemos todos.
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