Vie 07.03.2003

CONTRATAPA

Lucía

› Por Susana Viau

Jaime sale del hotel y nos abraza. “¡Hola, mujer! –dice– ¿Siempre con el pitillo, ¿eh?. ¿Cuánto fumas?” Trae unas publicaciones y nos las entrega. Sé muy bien el porqué de ese reto afectuoso. Durante el viaje en auto hasta el lugar donde nos esperan hablamos de la gente de Madrid, de sus vidas, de la política, de Manolo y Margarita, cuyo hijo mayor, el niño que nosotros conocimos, es hoy un referente de los autónomos en Berlín; del coronel de izquierda y pacifista Luis Otero y de su mujer, Carmen, una socióloga de armas llevar, del otro Manolo, Revuelta, el periodista que está sacando un periódico contra el ataque americano a Irak. Todos, de algún modo, están allí donde los dejamos. Siguen siendo los que eran y pensando lo que pensaban. Mientras continúa el repaso miro las publicaciones que han quedado sobre el asiento. Una de ellas tiene una tapa esfumada y rojiza en la que se ve, en el primer plano de una manifestación, una linda muchacha con el puño en alto. Vuelvo a mirar y descubro que esa chica es Lucía y que el folleto recoge algunos de sus trabajos sobre feminismo. Lucía, Lucía González Alonso, es la única que ya no está.
Lucía, la mujer de Jaime, murió hace dos años y algo más a causa de un cáncer de pulmón: tenía 53 y era una fumadora empedernida. Los conocimos a poco de llegar a Madrid. Eran trotskistas, fraternos, solidarios. Comenzaba la transición y nosotros no estábamos aún en condiciones de entender esa especie de melancolía que se les adivinaba pese al entusiasmo y la persistencia. Recién empezábamos a andar el exilio; ellos ya habían atravesado esa experiencia. Lucía nació en 1947 en Chamberí, en el corazón de Madrid. La enviaron a un colegio de monjas y después, igual que Jaime, estudió ciencias políticas, tuvo el carnet 405 de la Asociación Española de Mujeres Universitarias, fue miembro de la Federación Universitaria Democrática de Estudiantes y se vinculó a los trotskistas; por esos días, Jaime Pastor Verdú, su compañero, militaba en el Frente de Liberación Popular, el Felipe, un grupo de ambiciones insurgentes por el que rondó buena parte del progresismo (Felipe González, por ejemplo, bajo el seudónimo de Isidoro). La dictadura libró orden de captura contra ambos. En 1971 se le inició a Lucía un proceso judicial y en rebeldía fue condenada a cinco años de cárcel. Tenía veinticuatro años. Se refugió en Francia. Colaboraba con las Ediciones Ruedo Ibérico para las que, con Jaime, llevó al castellano los capítulos de la Historia de la Revolución Rusa de Trotski que Andreu Nin no alcanzó a traducir. Francia era el terreno propicio para unir a los nuevos resistentes con los antiguos militantes: Juan Andrade, fundador del PCE y del POUM, y María Teresa García Banús, responsable del Secretariado Femenino del POUM, eran, pese a la diferencia de edad, sus amigos. A fines del ‘72, Jaime y Lucía regresaron clandestinos a España para incorporarse a la dirección de su organización: en 1982 nació Elías, el hijo de esa intensa relación personal y política. La enfermedad, detectada el mismo año de su muerte, sólo limitó su acción, ya entonces integrada a Izquierda Unida. Seguía siendo una lectora apasionada, amaba la novela, mantenía intactas sus ideas sobre la sociedad y las mujeres que, según señalaba, resultaban las grandes excluidas del Manifiesto Comunista. “No voy a explicar cuáles fueron las representaciones ideológicas que contribuyeron a la invisibilidad de la situación del género femenino –sostuvo–, pero sí voy a reclamar en el 150º aniversario del Manifiesto Comunista lo que supuso la Declaración de los Sentimientos, de la que también este mes de julio hemos celebrado los 150 años. Al igual que el Manifiesto Comunista se redactó en vísperas de los movimientos revolucionarios de 1848 para cambiar la orientación política del movimiento obrero de su época, la declaración de las mujeres reunidas en Seneca Falls representa la elaboración de los primeros ejes políticos de otro movimiento social que a lo largo de siglo y medio sigue intentando, con avances y retrocesos, conpropuestas unitarias y divisiones que se le reconozca como portador de esas voces excluidas y repetidamente olvidadas por el resto de las organizaciones políticas y sociales.” Lucía era una feminista convencida, una dirigente reconocida de la lucha por los derechos de la mujer. Jaime, en las líneas cargadas de admiración que escribió luego de su muerte hizo una alusión implícita a las injusticias de la memoria: “... obviando aquí todo lo que ella significó para mí en el plano más personal, sólo me queda decir que, pese a no figurar en los libros al uso sobre la transición, Lucía formó parte de esa minoría política activa, llena de personas nada ‘famosas’, que jugó un papel destacado en la lucha contra el franquismo y en la construcción del movimiento feminista”.
Estos días parecen propicios para hablar de las Lucías de la izquierda a través de Lucía, de las mujeres que, a diferencia de Louise Michel, Luxemburgo, la Kolontai, Pasionaria o Federica Montseny, no serán recordadas mañana pero pertenecen a su misma raza, están hechas con la misma pasta. Porque la Historia –y habrá que darle la razón a Napoleón– es apenas el conjunto de aquellas cosas que han tenido la suerte de ser contadas.

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