› Por Juan Forn
El año es 1920. Hay una guerra, siempre hay una guerra. Y en ambos bandos hay dementes que ocultan su identidad bajo nombre falso para poder participar de esa guerra. Dos de ellos, uno por bando, van a verse las caras. Uno es un judío de Odessa, que logra camuflar su origen para colarse en la salvaje caballería cosaca, ariete (y carne de cañón) con que el ejército bolchevique invade Polonia. El otro es un piloto norteamericano, veterano de la Primera Guerra, que debe ocultar su nombre y su grado para poder formar parte de un escuadrón de voluntarios internacionales que conforman la aviación polaca. Los polacos, que han sufrido inmemorialmente a los cosacos en carne propia, deciden que es menos suicida atacarlos con aviones que hacerles frente por tierra. Cada incursión de la aviación polaca deja un tendal de cosacos y caballos muertos, pero los cosacos son muchos y los aviones polacos son pocos. Y, además, a los cosacos no les importa demasiado morir si pueden darse el gusto antes de derribar alguno de esos aviones disparándoles con las precarias ametralladoras antiaéreas que el alto mando soviético les ha enviado. El judío de Odessa (que se oculta bajo el ingenuo alias de Lyutov, que significa lobo) va a relatar uno de esos enfrentamientos en un cuento inmortal de un libro llamado Caballería roja. El piloto norteamericano (que se oculta bajo el ingenuo alias de Mosher, la marca de sus calzoncillos) va a pasar a la historia por dirigir una película en cuya escena culminante un puñado de avioncitos cose a balazos casi de idéntica manera a un salvaje que les hace frente. El judío de Odessa se llamaba Isaak Babel, el piloto norteamericano Merian Cooper, la película King Kong.
Como bien se sabe, los padres de Babel querían que su hijo fuese violinista, o al menos oficial contable, pero él sólo quería escribir. Con el estruendo de la revolución llegó a Petrogrado y logró que Gorki leyera lo que escribía. Gorki lo mandó a aprender algo de la vida y de la muerte primero y escribir después. El joven Babel entendió el consejo a su manera: ocultó sus anteojos y su condición de judío y se coló en la caballería cosaca. Era el corresponsal del regimiento, tenía como obligación leerles a sus camaradas iletrados las proclamas de Lenin entre combate y combate. Cuando nadie lo veía, escribía febrilmente en una libreta las dantescas escenas a las que asistía. Es leyenda que de esa libreta salió Caballería roja, el libro que consagró y luego hundió a Babel. En los cuentos de Caballería roja todo estaba vivo con una intensidad que dejaba sin respiración al lector: parecía mentira que ese enclenque judío “con anteojos en la nariz y el otoño en su corazón” fuese capaz de darle a aquella época feroz el libro feroz que tanto demandaba. Eso no impidió que Babel terminara cayendo en desgracia y engrosando la larga lista de víctimas de las purgas stalinistas. Rehabilitado post mortem, luego de que Kruschev condenara famosamente los excesos de Stalin, se reeditaron todos sus libros y, como eran pocos, se publicó hasta aquella libreta que fue el germen de Caballería roja. Entre los fanáticos de Babel, que son legión, esa libreta (titulada Diario de 1920) es objeto de culto: algunos incluso la prefieren al libro.
En Caballería roja hay un cuento en que un jefe de pelotón llamado Trunov manda a sus cosacos a guarecerse con sus caballos en un bosque cercano cuando oyen el ruido de aviones que se acercan, mientras él permanece a campo abierto, en un nido de ametralladora en lo alto de una pequeña colina, dispuesto a llevarse al menos una presa al infierno consigo. Los aviones se abalanzan sobre él y lo cosen a balazos, aunque logra derribar uno. En el libro, Babel se centra en el muerto (al que los balazos le han borrado literalmente la cara) y en el entierro que le dan sus subordinados. No dice nada del avión caído. En la libreta, en cambio, hay una anotación que los estudiosos babelianos no entienden cómo no se convirtió en cuento: escribe Babel telegráficamente que los cosacos capturan al piloto de un avión caído. No dice quién lo volteó. Sólo dice que están por ejecutarlo cuando descubren que es uno de aquellos voluntarios internacionales. Traen a Babel como intérprete. El piloto está descalzo (ya le han robado las botas) y con el uniforme manchado de grasa y barro, pero conserva su estampa, según Babel. Rechaza la oferta de convertirse en instructor de la aviación soviética. No le importa que lo traten como criminal en lugar de prisionero de guerra. Dice que el pueblo ruso le gusta, pero que él es anticomunista. Dice que no puede dar su nombre verdadero, pero que su nom de guerre es Mosher. Babel escribe: “Larga conversación con él. Oh, el aroma de Europa, café, civilización, cultura antigua, ideas, ay, Mosher, te sacudirán”. Sólo agrega, antes de dar la anotación por terminada: “Una impresión muy triste y muy dulce”.
Mosher estuvo cinco días cautivo de los cosacos, logró escapar, lo persiguieron y le dieron caza y fue enviado a Moscú. Lo condenaron a trabajos forzados en el tendido del ferrocarril, con los criminales comunes. Logró escapar otra vez. Viajando de polizón en trenes de carga y caminando en la nieve logró llegar hasta la frontera con Latvia, descalzo y medio muerto de frío. Dio así por terminada su cruzada polaca, pero no sus aventuras. En busca de “peligro y belleza natural” se fue a hacer un documental a Turquía y otro a Tailandia. Mientras filmaba animales salvajes en la selva se le ocurrió la idea de una bestia gigante descubierta por un documentalista, capturada y trasladada a Nueva York. La bestia logra escapar, huye por las calles de Manhattan, logra trepar a un rascacielos creyendo que, como en la selva, podrá desaparecer en lo alto. Pero al llegar arriba se encuentra con el cielo abierto: no hay adónde ir, ni hacia arriba ni hacia ningún otro lado. Es blanco fácil para los avioncitos que se abalanzan en enjambre sobre él y lo cosen a balazos, tal como los avioncitos polacos se abalanzaban en enjambre sobre el jefe cosaco Trunov y lo cosían a balazos en el cuento de Babel.
Con su verdadero nombre, Mosher dirigió y hasta se dio el gusto de tener un papelito en King Kong (es uno de los pilotos que disparan contra Kong). Tuvo un romance con Fay Wray, “la chica de Kong”, y siguió filmando películas con ella pero ninguna con éxito, así que derivó sus talentos a la lucha anticomunista. Su mayor contribución a la lucha fue un poster de propaganda célebre en su época, en donde un enorme gorila, que se cierne sobre Europa con una hoz en una mano y un martillo en la otra, es cosido a balazos por un enjambre de avioncitos con los colores de América. Nunca supo que esa escena repetida como farsa había sido primero escrita como tragedia en un librito llamado Caballería roja, escrito por un judío de Odessa que fue a la guerra para aprender algo de la vida y de la muerte primero y escribir después.
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