CONTRATAPA
A qué jugamos
› Por Sandra Russo
Dicen que Maradona, en su época dorada, sabía antes que ningún otro hacia dónde iba a ir la pelota. Anticipaba. La anticipación era una de sus grandes virtudes como jugador. Saber jugar a cualquier cosa implica conocer y aceptar las reglas del juego, se las respete o no. Desde la sociología vienen un par de nociones que explican los juegos colectivos. Illusio, interés: las dos, usadas de este modo, remiten a un baño de inmersión: ése en el que cada uno está metido –según su vocación, su profesión, su instrucción, sus hábitos–, inmerso a su vez en un ensueño colectivo, que nos hace tomar por “naturales” artificios como las instituciones o la política. Illusio, por ejemplo, que lleva directamente a la palabra ilusión, tiene su raíz en ludus (juego). Pierre Bourdieu la trabajó como si significara “estar en el juego, creer que vale la pena jugar”. Interés se desliza desde su etimología de inter-esse (¿parezco Grondona?) a “formar parte” o “participar”: es decir, creer que el juego es relevante. Ilusionados o interesados, ambos términos nos hablan de gente inmersa, gente arrobada, bajo influencia: complejos sistemas de creencias, intrincados laberintos de sobreentendidos, sofisticadas articulaciones de ideas y acciones se ponen diariamente en marcha protagonizadas por personas que juegan un juego social.
Lo decimos las mujeres cuando nos tocan hombres futboleros: ¿tanto lío por once tipos contra otros once detrás de una pelota? Estamos fuera del influjo, fuera de la inmersión. El futbolero, aunque sea espectador, está jugando. Hay juegos académicos, juegos de seducción, juegos de éxito, juegos amistosos, juegos intelectuales, juegos eróticos, juegos –ya llegamos, ya llegamos– políticos. Cuando se juega, todo importa. Cada señal, cada dato, cada gesto, cada objeto, cada detalle. Basta salirse, y se rompe el hechizo, y lo apasionante es aburrido, lo atractivo es vulgar, lo urgente es nimio, lo feroz es nada.
Bourdieu, que si hubiese sido argentino seguramente hubiera usado a Maradona para sus ejemplos, prefirió ilustrar sus pensamientos con el tenis. En Razones prácticas indica que mientras se está bajo el influjo de la illusio se vive como evidente aquello que cuando se está afuera de ese estado es apenas ilusión, banalidad o absurdo. Y agrega que los mejores jugadores son como los primeros en el ranking del tenis: juegan lo suficientemente bien como para ubicarse no donde está la pelota sino donde va a caer: se colocan no donde aparentemente está el beneficio, sino donde estará.
En política, saber jugar equivale a ajustarse a una serie de nociones ya legitimadas por los espectadores, o sea el electorado.
-Estoy trabajando por mi país. Es hora de renunciamientos personales.
-Soy un enamorado de la Argentina. Vamos a salir adelante.
-Este país tiene solución. Juntos la vamos a encontrar.
-Los graves problemas que acechan al país obligan a dejar de lado el internismo.
-Estoy comprometido con el cambio.
-Vamos a gobernar con equipos. Solo de esto no sale nadie.
-Hay que mirar adelante. Vamos a despegar.
¿Qué candidato podría haber dicho alguna o todas estas frases? Cualquiera. ¿Y con que oídos escuchan los espectadores del juego estas palabras? Todavía, en muchos casos, con los oídos de la illusio, pero muchos, por primera vez, con los oídos de quienes han salido del hechizo –muchos no han salido: han sido expulsados– y ya no juegan más. Mientras todavía se está inmerso en el juego, hay mentiras que pasan por verdades. “Estoy trabajando por mi país. Es hora de renunciamientos personales”, por caso, no significa absolutamente nada. Y los que escuchan eso lo saben. El juego indica que hay que decir ese tipo de cosas y que hay que escucharlas como si significaran algo.
Desde el punto de vista de quienes juegan adentro o afuera del campo de la política tal como lo hemos construido en conjunto, por ejemplo, y más allá de las posiciones personales, hay un consenso subterráneo acerca de lo que implica jugar bien o jugar mal. Y es desde ese punto de vista del hechizado, del arrobado, del integrado, que un hombre como Daniel Scioli es mucho mejor jugador que otro como Chacho Alvarez, que no sólo no anticipó dónde iba a caer la pelota sino que además permitió que la pelota lo desnucara políticamente. Quienes están bajo el influjo de la illusio pueden disculpar la mentira, el cinismo, el oportunismo, incluso la corrupción. El mal cálculo, jamás. “Si esos engaños que no engañan a nadie son aceptados por los grupos con tanta facilidad es porque contienen una declaración incuestionable del respeto por la regla del grupo.” Si Menem sigue siendo Menem, con lo que ese apellido tiene de potente o de execrable para tantos, es porque encarna a la perfección el juego fantasmático argentino. Las reglas de ese juego indican que públicamente hay que decir que se está a favor del juego limpio, pero que íntimamente hay que reconocer la viveza del que hace el gol con la mano.
Nos quejamos de la política y de los políticos. Pero aun quejándonos, aun rabiosos, muchos seguimos siendo espectadores del viejo juego y de sus reglas, y aun oponiéndonos a ellas seguimos en el juego cuando al cínico lo vemos como pícaro y al mentiroso como hábil. El camino hacia otro juego –y otras reglas– está plagado de trampas cazabobos: incluso la crítica al sistema, incluso estas palabras están escritas con un pulso solamente a medias liberado de lo que todos llevamos tatuado en lo profundo. El interés en el juego le da sentido a la vida. Pero a qué, y de qué modo, es la cuestión.