› Por Leonardo Moledo
Cuando se estaban fabricando las leyes de la naturaleza, y poco después de haberse aprobado el principio de inercia, los arcángeles, a quienes no se había dado hasta el momento mucha vela en ese entierro (o mejor dicho, en ese nacimiento), propusieron una ley de gravitación, que haría que todas las partículas y los cuerpos que se formaran a partir de ellas se atrajeran entre sí. Hasta el momento, reinaba una superfuerza universal, que reunía cualquier modo de interacción imaginable y dominaba el calor incandescente de esa bola mucho más que ígnea que había surgido del Big Bang.
La iniciativa no cayó muy bien entre los tronos y las dominaciones (dos de las nueve jerarquías celestiales que en el siglo VI describió Dionisio Areopagita: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes y potencias, principados, arcángeles y ángeles propiamente dichos, en orden descendente), encargados de la física del universo, pero al final se avinieron a tratarla. Naturalmente, desde el principio hubo acuerdo en que la fuerza de gravedad debía ser proporcional al producto de las masas, pero la discordia estalló al abordarse el problema de la distancia.
Porque si bien era claro que la fuerza debía disminuir con la distancia, había serias discrepancias sobre cómo debía disminuir. Los sectores más conservadores (en especial los tronos) sostenían que la ley debía contemplar la cuarta potencia de la distancia y los sectores más recalcitrantes (que mantenían fluidos contactos con jerarquías más altas, como los querubines y serafines) exigían que la disminución debía establecerse en forma inversamente proporcional a la décima potencia de la distancia.
Esto era una exageración desde cualquier punto de vista, pero la maniobra era clara: si la ley establecía que la fuerza disminuyera en forma inversa a la cuarta, o a la décima potencia, sería casi imperceptible y el universo jamás se organizaría, ya que la gravitación no sería suficiente para contraer las nubes de gas y polvo y encender las estrellas, ni, mucho menos, formar sistemas planetarios: todo quedaría como hasta entonces.
Los sectores progresistas de las dominaciones, en cambio, proponían una ley más simple, con una fuerza de gravedad que disminuyera con la distancia y con la cual pretendían tener firmemente amarrado al universo e incluso, llegado el momento, detener su expansión. Los más extremos del sector (el partido catastrofista, según lo denominaban sus adversarios) proponían una fuerza infinita, con lo cual el universo hubiera instantáneamente dejado de existir. En el tire y afloje, prevaleció la postura de quienes reclamaban una fuerza de gravedad débil.
La primera ley de gravitación duró poco: los sectores combativos consiguieron que fuera tallada en tablas de madera (hubo que inventar la madera para poder hacerlo, y no lo hacían en vano, ya que la madera ardió inmediatamente en medio de ese calor infernal); la ley quedó en la nada; el universo corrió el peligro de sumergirse en el caos; la gravitación volvió a disolverse en una superfuerza inestabilizada, que hizo que el universo se contrajera y repitiera el Big Bang desde el comienzo.
Vista la situación, el partido catastrofista logró imponer, entre gallos y medianoche (y ante el vacío legal), su propuesta de fuerza infinita: inmediatamente el universo se retrajo sobre sí mismo (al atraerse las partículas con fuerza infinita), se redujo a un punto y una millonésima de nanosegundo antes de que colapsara en la Nada y fuera irrecuperable (ya que ninguna de las jerarquías angélicas tenía acceso a la creación ex nihilo, reservada solamente a la más alta autoridad del Empíreo); los serafines detuvieron el proceso y provocaron un nuevo Big Bang. Ayudados, sin duda, por una nueva treta de los sectores progresistas, que si bien aceptaron que la segunda ley se grabara sobre metal, se evaporó inmediatamente en esa atmósfera infernal. La segunda ley de gravitación también había fracasado y un nuevo Big Bang amanecía.
Los tronos estaban furiosos: culpaban al partido progresista por las tretas de la madera y la del metal, pero no tuvieron más remedio que rendirse a la evidencia y aceptaron, aunque con muy mal humor, que la fuerza de gravedad disminuyera linealmente con la distancia, aunque lograron que se grabara en un material de su invención: un metal radiactivo, de muy corta vida media, que se desintegró en un abrir y cerrar de ojos. Pero la nueva ley tampoco funcionó: la fuerza de gravedad, aunque no infinita, era ahora muy intensa, y el universo recién nacido, y todavía muy pequeño, dejó de expandirse. Con esta tercera ley de gravitación el universo no arrancaba.
Resultado: un nuevo Big Bang. Pero ahora, tanto los tronos como las dominaciones, tanto el partido progresista como los conservadores no sabían qué hacer. Estaban hartos de los Big Bangs reiterados, pero no encontraban la fórmula para detener ese ciclo pesado de leyes que no servían y momentos iniciales que se repetían una y otra vez.
Como ocurrió tantas veces, fueron los arcángeles (que al fin y al cabo habían sido los autores de la iniciativa) quienes resolvieron el problema: sugirieron como parámetro el cuadrado de la distancia, aduciendo razones de simetría y de simplicidad. Las facciones enfrentadas de los tronos y dominaciones no tuvieron más remedio que aceptarlo y consiguieron introducir en la ley una constante numérica, que permitiría ajustarla debidamente. Los arcángeles, además, curtidos por las experiencias anteriores, no quisieron que la ley se grabara sobre ningún soporte material, sino que se esculpiera en algo que llamaron pensamiento, y que todavía no existía (y que llegaría a existir eones después).
Y así fue como la gravedad se separó, tal como hoy la conocemos, de la superfuerza (más tarde lo harían la fuerza electromagnética, la nuclear fuerte y la fuerza débil) y se consiguió una ley de gravitación que produjo un universo posible y que estaba profundamente arraigada en el pensamiento, a la espera de que alguien la alcanzara (fue Newton, finalmente).
Todavía no había transcurrido un segundo desde el Big Bang.
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