› Por Mario Goloboff *
No recuerdo con exactitud de quién fue la generosa idea de hacerme invitar allí, a una de las tantas escuelas vocacionales de periodismo que florecían por entonces, muy a principios de los vapuleados setenta; esta, a la sazón, en el barrio de Belgrano. Acaso de Noé, siempre solidario amigo, o de la permanente atención de Tomás Eloy, quien por aquel tiempo alentaba el nuevo periodismo y no abandonaría en lo posible la buena literatura; acaso de algún otro hermano mayor de la época, a quien, por conocidas razones, se me hace difícil nombrar sin que sobrevenga un nudo en la garganta. Lo que sí recuerdo fue la oferta que hice, casi por compromiso y, sobre todo, por urgencia pecuniaria: un curso, para aquellos entusiastas jóvenes, sobre el Realismo (o, mejor dicho, contra él).
Vivíamos esos años tan pegados a la realidad inmediata y ella era a tal punto palpable, contundente, que comenzaba yo a pensar si el mejor modo de representarla, de hacerla visible y leíble, quizá fuera ficcionalizándola. Que lo translúcido, el contar las cosas como creemos que son, como las vemos y tocamos, creaba, contra nuestros amables propósitos, cierta sensación de incredulidad, finalmente de falsedad. Que tal vez lo pertinente fuese contar cómo las sentimos en nuestra cabeza, cómo las imaginamos y creamos (del mismo modo que solemos hacerlo cuando concebimos una ficción), para volverlas definitivamente más creíbles.
Por otra parte, en aquellos cuestionadores tiempos, el propio lenguaje estaba en discusión. El discurso, el relato, hasta la palabra testimonial se veían sospechosos. Fascinados por la lectura del adalid Roland Barthes, del iluminador Michel Foucault, de los sorprendentes seminarios de Jacques Lacan, no creíamos más en las purezas y transparencias del lenguaje, empezábamos a advertir su opacidad, desconfiábamos de toda voz oral o escrita, comenzábamos a reconocer la importancia del “objeto creado” frente al “objeto cantado”, copiado; a creer que, como sostendría la magnífica novela de Augusto Roa Bastos, Yo el supremo, recién asomada durante esos agitados días por Buenos Aires: “No se trata de convertir lo real en palabras, sino hacer que la palabra sea lo real”.
Con toda esa cartilla y con algunas consignas semejantes fui armando una menuda idea (“concepción” sería mucho decir), un programita del curso en el que transmitiría, algo orgulloso, mis tempranos saberes. Tuve, debo reconocerlo, alumnos respetuosos, atentos, interesados.
Uno, en especial, siempre se destacó del resto, aunque parecía demasiado silencioso, oblicuo, escéptico. Pero ha seguido, con los años, creciendo hasta aquí, y por estos días escribe, mejor que lo que cualquiera lo habría hecho, largos artículos de opinión con aserciones como esta: “El 29 de junio habrá que darle sepultura a la pingüinera, pronostica otro mandatario provincial”. O: “Con esos votos se podrá vestir una elección legislativa, pero jamás se ganará una elección presidencial, deduce un líder díscolo del peronismo”. O: “Los necesarios cambios serán tan profundos, y los márgenes de Kirchner tan exiguos, que nadie deberá descartar en el caso de su derrota un llamado anticipado a elecciones presidenciales, razonó uno de esos gobernadores”. Y, ya que se sabe manejar así las fuentes, por qué no saber lo que se dice en las entrañas mismas del poder, adentrarse en él, citar directamente lo que se escucha en cocinas y alcobas: “Al vicepresidente Julio Cobos suele llamarlo ‘traidor’ en la intimidad” o, hablando siempre del mismo odiado personaje, de sus maniobras políticas y de sus aviesas intenciones: “Suele deslizar un funcionario que lo conoce desde Santa Cruz”.
Para demostrar que no necesita ninguna certificación porque él mismo da fe, es insustituible y privilegiado testigo de todo comentario, de toda confesión, de toda “intimidad”, explicando a fiados lectores las volteretas políticas de un gobernador provinciano, escribía: “Ningún ministro lo recibirá hasta que no lo autorice la política. Aníbal Fernández, jefe de Gabinete, lo notificó así sobre los códigos internos del poder al extenuado gobernador electo de Corrientes, Ricardo Colombi. ¿Y quién es la política?, preguntó el radical Colombi. Néstor Kirchner, le respondió Fernández, seco y tajante”. Luego, siendo el primero en convalidar su propia versión (como entonces aconsejé que debían hacerlo), en esa misma nota llamada justicieramente “Extorsiones de un monarca”, asentaba: “El caso Colombi devela muchos otros desenfrenos de un poder desesperado en la hora de su crepúsculo” (22/12/2009). No es extraño pues que, al estar tan convencido, haya afirmado hace pocos días: “Las heridas abiertas en 2008 por las confiscatorias retenciones a la soja no han cicatrizado” y, en la misma nota sobre la votación de Santa Fe (25/7/2011), que “el precedente no es bueno para el proyecto de reelección de Cristina Kirchner”, supuesto “el profundo anhelo de renovación política de los argentinos”. Y, antológicamente, el 27/7: “Terminó la luna de miel de la sociedad argentina con Cristina Kirchner, que empezó cuando la Presidenta quedó viuda”.
Pocos días antes de la muerte del “monarca”, había asentado, por ejemplo, familiar y previsor: “Escuchen a Moyano y a Bonafini, aconsejaba hace poco un funcionario kirchnerista. (...) revelarían lo que el kirchnerismo quería”. Para refrendar, siendo una vez más el primero en hacerlo: “Ellos eran (son, todavía) los voceros más auténticos del oficialismo en su hora declinante”.
Sería tedioso citarlo todo. E imposible; últimamente, comenzaba una nota así: “Un alto funcionario de Washington le aseguró a un político argentino...”. Y, como suele ocurrir, hoy sus propios discípulos lo copian, dóciles, en las mismas páginas: “Un secretario de Estado que frecuenta los pasillos de Olivos”, “otro funcionario kirchnerista”, “un destacado ministro”, “un embajador europeo dijo...”. Luego, una joyita, aún, de él mismo: “Cristina está sola, deduce, no sin información, un legislador cercano a la Presidenta” (6/3/2011).
Veo que guardó (y ciertamente mejoró) aquellas tímidas enseñanzas hasta hoy: nunca hay que dar nombres y apellidos propios, la menor procedencia verificable y real. Están de más los “como”, alguna restricción, alguna relativización, informantes identificados e identificables, algún testigo. Yo transmito la realidad: mi palabra es el único referente.
Se dirá que todo esto ocurre porque los lectores creen, y que creen porque comparten objetivos políticos y miradas. Puede ser, pero no parece suficiente. Lo esencial radica (como él bien aprendió) en el propio carácter convencional de la lectura de textos narrativos. Hace ya siglos que existe un tácito acuerdo entre lector y narrador; si no, nadie creería en los escritos que está leyendo, no se internaría en ellos, no lo emocionarían, asustarían, entristecerían, alegrarían, impulsarían a buenas o malas acciones, en fin, los dejarían como antes de leerlos, y esto sucede raras veces, quizá solo cuando se trata de pobres narradores. Hay, en cambio, un pacto implícito y universal de lectura que lleva a creer que lo que un narrador omnipotente y omnisciente escribe que sucede, pasa en realidad en la vida de sus personajes, en sus cabezas, por sus deseos, por intenciones que hasta los mismos personajes a veces no saben ni conocen. Es lo que técnicamente llamamos el manejo del punto de vista, del procedimiento de relato: lo que traté de inculcarles a aquellos remotos adolescentes.
Y el resultado ha hecho que, por mi parte, siga creyendo en las virtudes del género. Porque Joaquín, debo confesármelo ya que no lo hice hasta ahora, fue mi mejor alumno. Y a quien, como a los mejores, debo muchas inapreciables recompensas. Entre otras, esta misma nota.
Post scriptum: Tanto se invierten y controvierten los papeles en la vida que, leído y releído lo anterior, mis propias fuentes, mi propia argumentación, más que de un gran discípulo, presumo, se trata de alguien que, es notorio, me ha superado. Al punto de que escribí esta historia sin estar muy seguro todavía de que la viví o, incurablemente, también yo la imaginé.
* Escritor, docente universitario.
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