› Por Rodrigo Fresán
UNO Veinticuatro horas después, todavía estoy ahí. No es que esté en problemas, pero sí que no puedo salir. Tampoco es que quiera salir. Fui a ver The Tree of Life de Terrence Malick y la vida es mejor ahí dentro. A veces –muy de vez en cuando, cada vez menos– se llega a lugares así. Un cuadro, un libro, una película. Y The Tree of Life –ganadora del último Ca-nnes– es esas tres cosas simultáneamente. Malick –poco prolífico, nada sociable, siempre intenso, descubrirlo en un par de breves momentos de su debut en el largometraje, como investigador privado y como arquitecto con plano y plan en mano– filma y pinta y escribe sobre y en la pantalla. Sus apenas cuatro largometrajes en casi cuarenta años (entre el segundo y el tercero salió a tomarse un café de veinte años) son, básicamente, vastos frescos de resplandor y letras. Su estilo es el mismo desde el principio: la letanía de la voz en off, la casi liquidez de una cámara en mano, el paisaje celestial, la luz divina. Y uno se sienta ahí a leer todo eso. Pocos directores de cine han estado tan cerca de la literatura como Malick. Se me ocurren casos aislados de películas/novelas –La Dolce Vita, L’année derniére à Marienbad, Five Easy Pieces, Fanny och Alexander, Rushmore, Magnolia, 2046 son las primeras que saltan de mi memoria–, pero no recuerdo otra filmografía completa que sea, también, bibliografía. Así, Malick ha escrito sobre el asesino en serie como prócer nacional (Badlands, 1973), sobre el triángulo amoroso como fuerza de la naturaleza y conflicto de clases (Days of Heaven, 1978), sobre una percepción diferente y lírica de la épica triunfalista de la Segunda Guerra Mundial (The Thin Red Line, 1998), sobre la fundación del imperio americano y la fundición de sus primeros y auténticos pobladores (The New World, 2003) y, ahora, por fin, en The Tree of Life sobre sí mismo (infancia texana, padre amorosamente feroz, hermano menor y suicida a la guitarra) y sobre todos no-sotros. Es decir: sobre el principio y el final del universo tal como lo conocemos. Y Malick parece conocerlo un poco más que nosotros. Mientras leía The Tree of Life –pieza de cámara y salón sinfónico al mismo tiempo– pensaba: “Este hombre no sólo filma como los dioses; este hombre filma como Dios”.
DOS Así, hágase la luz, la cámara y la acción y en la encandiladora oscuridad del cine, por una vez, nadie masticaba popcorn ni se levantó para ir al baño o ya no volver, ningún teléfono móvil sonaba, absoluta ausencia de palabras y de toses. Malick no toma prisioneros ni espectadores. Más que una matinée en un sábado de fuego, la sesión tenía algo de experiencia religiosa. Pero –a diferencia de lo que ocurre en la atmósfera refleja y automática de las misas– aquí el Sumo Artífice obligaba a la reflexión elevada más que a la flexión de rodillas. Pocas veces he pensado en tantas cosas mías durante una película sin dejar de verla, de leerla, de seguirla como si se tratase del más apasionante y enigmático de los thrillers. Y, sí, de algún modo, en The Tree of Life, Malick es el detective definitivo resolviendo el caso final y regresando a la escena del crimen para responder a aquellas mismas viejas preguntas: ¿quiénes somos?, ¿a dónde vamos?, ¿de dónde venimos?, ¿para qué y en nombre de quién? ¿mi papá me quiere y mi mamá me mima y mi amor me ama?
La crítica –como suele sucederle a Malick– ha sido extremista a la hora de juzgar estas explosiones cosmogónicas, estos niños jugando, esas cortinas agitadas por la brisa (Malick es, para siempre, el mejor director de cortinas de toda la historia del cine), esas palabras como plegarias. El siempre afilado Anthony Lane apuntó que Malick siempre hace equilibro en esa fina línea donde, “como explicó Vladimir Nabokov, tan solo una letra separa a lo cósmico de lo cómico”. Así están los que la consideran una virtual reinvención del género o los que, a regañadientes y entre risitas, se refieren a ella como “otra de sus insufribles obras maestras”. Ni una cosa ni la otra. The Tree of Life no es perfecta (yo eliminaría todas las secuencias en el presente y en ese futuro final y sin fecha y, con ellas, a la totalidad de Sean Penn) porque su Tema y su Mensaje es, justamente, que hay que aspirar a la perfección no en la obra sino en la vida. Lo comprenden ese jefe de familia frustrado (un monumental Brad Pitt) y ese pequeño hijo llamado Jack O’Brien (el que sus iniciales conformen el nombre Job no es casualidad): lo importante, el verdadero éxito pasa por descollar en el sutil y fino arte de existir. Y de ser feliz y hacer felices a aquellos que te rodean. No es otro el verdadero fin y el auténtico The End al que debe aspirar toda película de una vida. Plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. The Tree of Life hace comulgar esas tres acciones primordiales en 135 minutos de película (leí en algún lado que Malick sigue trabajando en una versión para él y amigos de cinco o seis horas) y, de nuevo, no, no es perfecta. Pero una cosa sí es segura: The Tree of Life es única.
TRES Y ya va a parecer –si ya no ha aparecido– el tonificado porrista con humo en sus ojos que la recomendará como “gran peli para ver fumado”. Lo mismo le sucedió en 1968 –fueron legión entonces– los que ahumaron de verde las salas donde se proyectaba 2001: A Space Odissey de Stanley Kubrick, título y director con más de un punto en común con Malick y The Tree of Life: genio singular a la hora de hacer la suya, poco afecto a la exhibición pública, formidable buen gusto para la musicalización clásica, los portentosos y elegantes efectos especiales y postales espaciales del artesanal Douglas Trumbull (a quien Malick volvió a dar trabajo en computarizados días digitales de pantallas azules) y esa absoluta necesidad de no necesitar explicar las cosas confiando en que la radiación sobre las butacas haga su trabajo y estimulen las adormecidas neuronas por tanta explosión en 3-D.
CUATRO Y supongo –vamos quedando pocos– que pertenezco a esa minoría que va al cine con un libro. A The Tree of Life me llevé Train Dreams, nouvelle de Denis Johnson (otro “raro” que, en un mundo perfecto, sería “normal”) que ya había leído en un número del 2002 de The Paris Review y de nuevo en la antología del 2005 The Paris Review Book of People with Problems. Y Train Dreams es otra íntima pero universal tragedia familiar con un padre en su centro y siendo golpeado por los dictados de una deidad ausente y bendecido por el consuelo tan visible de cielos, desiertos, flora y fauna. Train Dreams sería, sin duda, otra gran película de Malick y ¿cuántos libros se publican últimamente que aguanten sin esfuerzo y con regocijo tres lecturas? ¿Y cuántas películas? El próximo octubre saldrá a la venta el DVD de The Tree of Life y entonces volveré a verla a solas o inmejorablemente acompañado. Varias muchas veces.
Días atrás leí que es posible que esa suerte de compendio de nuestro ADN histórico, científico y artístico que viaja hasta el infinito y más allá en las tripas del Voyager tal vez no pueda ser decodificado por inteligencias superiores y extraterrestres. En nuestra soberbia, a nadie se le ocurrió pensar que nuestro lenguaje y simbología pueden resultar ilegibles, primitivos, palotes y garabatos.
Desde aquí recomiendo que, en futuras sondas interestelares, se incluya, simple y solamente, una copia de The Tree of Life. Podría jurar que –a quienes les corresponda– no sólo la entenderán, sino que, también, la admirarán y hasta es posible que les ayude a perdonarnos todo lo malo que hemos hecho antes de extinguirnos como esa luz ondulante con la que abre y cierra esta película, esa luz con la que todo empieza y todo termina.
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