› Por Daniel Goldman *
“No creo que seamos un naufragio tan radical de Dios; simplemente, uno de sus malos humores, un mal día.” Así se expresaba Kafka, en una conversación mantenida con Max Brod, la tarde gris del 28 de noviembre de 1920. Kafka, el más emblemático de todos los antihéroes, quien abrazaba a veces un pensamiento cuasi-nihilista, resultó ser el escritor que con mayor convencimiento pudo relatar a través de sus cuentos y novelas el devenir histórico de una humanidad que, a la deriva, todavía no recobró la sensatez desde que fue expulsada de un simbólico paraíso, por allá en la antigua Biblia. Fueron él y Agnón los dos profetas malditos quienes previeron la oscuridad que sobrevenía sobre Europa, no la de ahora sino la de antes. Interesantemente, si uno recorre la historia de Praga y los regímenes de los últimos 60 años, va a descubrir que dependiendo de los humores o las relaciones de la realpolitik, este personaje flaco y desgarbado podía por momentos llegar a ser héroe nacional, siendo, como parte del protocolo, su casa-museo un lugar de visita obligado para los invitados oficiales del extranjero, o podía ser absolutamente ignorado y hasta prohibido. Un verdadero antihéroe, si es que la verdad no miente. Y la verdad no miente. Mienten las interpretaciones coyunturales de los regímenes. En cuanto a la humanidad, si hubiese comprendido mejor qué noble enseñanza le había sido brindada a través de los antihéroes como Kafka, hubiese entendido con mayor eficacia su esencia. Sólo se trataba de leer sus cuentos, y tal vez se hubiese evitado alguna que otra guerra. De esas que dejaron millones de muertos.
Me gustan los antihéroes. Me someten a mí mismo a las pruebas más intensas. Me agotan. ¡Vivan los antihéroes!, gritaré a viva voz durante el próximo Mayo Francés, si París me albergase en el devenir de mi existencia. Porque al del pasado, como a muchos otros, ya llegué tarde. Por edad y geografía sólo pasé cerca del Cordobazo. Y antihéroes por estas latitudes no faltaron.
Transitando por las letras, acabo de descubrir a otro antihéroe. Como el checo, también critica a Dios y tiene con qué. Es uno de los grandes. Inclusive mayor que Kafka. Se llama Marek Edelman. Fue el segundo comandante del levantamiento del Gueto de Varsovia. Breve historia: los nazis, con el fin de aniquilar finalmente a los judíos de Varsovia, crearon el gueto en 1940, cercando seis kilómetros y medio mediante un alto muro protegido por alambradas de púas. El comandante de la SS relató que sus tropas estuvieron envueltas en batallas campales contra la resistencia judía durante días y noches con grupos de entre 20 y 30 personas. Un puñado de jóvenes contra todo un ejército. La última batalla se libró el 8 de mayo del ’43, cuando unos 80 combatientes liderados por Mordejai Anielewicz lucharon, prefiriendo algunos la propia inmolación antes de caer en manos de los nazis. La autodefensa en el gueto fue un hecho. “Esa fue –ésa es– la victoria”, dijo Mordejai en una carta a Marek, su lugarteniente.
Después de la guerra, todos los años se realizan actos conmemorativos en Polonia. Pero este lugarteniente-sobreviviente fue tan antihéroe que evitó participar de dichos eventos, propios de la agenda varsoviana. Porque el antihéroe reconoce que luchó como luchó y se salvó gracias a una ecuación laberínticamente sofisticada llamada “casualidad” y por eso no le agradan los reconocimientos. “Hagan un homenaje a la casualidad, no a mí”, imagino que diría un personaje como Edelman. Fue médico en Varsovia, y aprendió el arte de la medicina después de la guerra desarrollando una gran carrera profesional. Muy pocos fueron mejores que él, cuentan algunos y otros. Porque en la guerra se instruyó del arte de hacer sobrevivir, que resulta diferente a hacerse sobrevivir a sí mismo. Este hombre, como cada sobreviviente, sin duda alguna vio más cadáveres que cualquier practicante y que muchos sepultureros. Lo digo yo que me crié entre ellos.
Edelman abusa del silencio, que resulta ser una de las mayores marcas que puede dejar impregnada la inteligencia. Abusar del silencio significa decir demasiado, porque implica hacerse cargo de su vida. Para ser no hay que contar tanto, ni que te feliciten o te tengan lástima. Sólo habla en demasía el héroe prefabricado. Y por lo general habla desde la nostalgia –que es la forma extrema de nuestra incapacidad para enfrentarnos con la memoria–, como dice Manuel Cruz –porque la nostalgia con su justificada mala fama glorifica un momento imaginario, aceptando que lo más significativo de la propia existencia ya ha sucedido–. En cambio el antihéroe tiene en claro que no hay actos épicos. O que tal vez, y de manera mucho más profunda, la épica consiste simplemente en salvarse y no en disparar con un rifle. Y de nostalgia eso no tiene ni una bala.
En Ganarle a Dios –título del libro en el que la reconocida periodista polaca Hanna Krall entrevista al antihéroe–, Edelman relata la conversación que tuvo con uno de esos “héroes” estadounidenses que desembarcaron en Normandía, esos que como en las películas de Spielberg corren bajo las ráfagas del fuego unos quinientos metros. Esas ráfagas que los hacen de manera soberbia transformarse en los propietarios de lecciones de aquello que se debe hacer y de lo que no. “Uno debe correr” o “uno debe disparar”. Y la arrogancia que produce la heroicidad hasta le permite vituperar un “ustedes iban como corderos al matadero”. No existe mayor modo despectivo que demuestre insolvencia emocional que la capacidad de decir “ustedes iban como corderos al matadero”. Frase demoledora que demuestra que los efectos de la irresponsabilidad verbal resultan ilimitados y que corroboran que la vida da oportunidades para quedarse callado y parecer inteligente. Es ahí donde el antihéroe interviene como contrapunto, cuando le responde al héroe (que tiene alguna que otra cicatriz, y una condecoración abrochada en su pecho), que la muerte en una cámara de gas no es peor que la muerte en combate y que una muerte sólo es indigna si uno trató de sobrevivir a costa de alguien. Sólo esa frase suena como un cachetazo proferido por un padre curtido de historias inenarrables a flor de piel. Como la historia que cuenta Edelman, sobre la madre que tapa la boca de su hijo recién nacido que lloraba, hasta darse cuenta de que el llanto cesó por el ahogo del niño. Todo esto para que no delate al grupo que ella integra, y que estaba escondido debajo de alguna alcantarilla de la calle Mila, ahí en la Varsovia hecha escombros. Esta misma historia la había escuchado de pibe una noche de la Pascua Judía de boca de mi viejo, partisano, sobreviviente de la guerra. Sólo que no la creí. Ahora la corroboro. Disculpá, viejo. Porque para mí sólo existían los héroes y no los anti. Y disculpá también porque poco importa que las cosas ocurrieran como se las cuentan. Si fueron parecidas, ya son lo suficientemente terribles.
Bajo el sol del mediodía, hace pocas semanas visité la tumba de Edelman en el cementerio judío de Varsovia. Pronto se cumplen dos años de su fallecimiento. El cementerio es del único lugar de donde nadie se escapa. Fue en ese descuido, en el de la muerte, que los que lo admiramos lo agarramos de improviso y aprovechamos para homenajearlo.
* Rabino de la Comunidad Bet El.
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