Sáb 22.03.2003

CONTRATAPA

Aclaraciones sobre el señor Bush

› Por José Pablo Feinmann

Hay una frase que se lee muy a menudo: “La pandilla gobernante actualmente en Estados Unidos”. Tiene otras formulaciones: “Bush y su pandilla”. O “Bush y sus halcones”. La más recatada es: “La administración Bush”. Hay un error en esto. Pareciera que un equipo de hombres se adueñó del poder y lo está ejerciendo sin representatividad. A su vez, esa conceptualización deposita la responsabilidad bélica del Imperio en un “grupo”. “Bush y su pandilla” o “Los texanos petroleros”. Se suele buscar una fundamentación recurriendo al oscuro modo en que Bush se impuso en las elecciones que lo consagraron presidente. Lo mismo se hacía con Hitler. “Hitler y su pandilla” o “Hitler y su grupo mesiánico”. O “Hitler y su banda de asesinos”. El resultado era muy beneficioso para el pueblo alemán: Hitler y su pandilla habían sido los culpables de todo. También se hizo lo mismo en la Argentina. Se demonizó con exclusividad a los militares y quedaron ensombrecidos sus fundamentales cómplices civiles y hasta la sociedad que los reclamó en nombre del “Orden”.
A esta altura de los acontecimientos, con Bush invadiendo Irak y con el Senado norteamericano respaldándolo por 99 votos contra 0, será conveniente revisar ese concepto que habla de “Bush y su pandilla”. Un senador demócrata –el jefe de la bancada– no se ha sentido muy incómodo al decir: “Hemos tenido diferencias con Bush en el pasado, pero hoy él es el comandante en jefe de las fuerzas armadas y los demócratas lo respaldamos”. Pareciera haber quedado atrás el recuerdo del alborotado acto eleccionario que llevó al comandante al lugar que hoy ocupa. En algún momento pareciera que ese señor, el señor Bush, ganó –y de modo aplastante– las elecciones que había malganado entonces. Ese momento fue el 11 de septiembre de 2001. Ese día, la Historia tenía en el gobierno de los Estados Unidos al hombre más adecuado para responder al acto impolítico, barbárico, groseramente desmesurado del atentado a las Torres. Ese hombre era el impolítico, barbárico, groseramente desmesurado George Bush. El terrorismo fortifica a los terroristas. El terrorismo de las Torres le dio a George Bush el triunfo que no había logrado en las urnas. El país aterrorizado lo vio y lo fue descubriendo cada vez más: él era el hombre. Ese texano tosco, de lenguaje torpe, con pinta de simio vengativo no iba a dudar en cometer las atrocidades que fueran necesarias para evitar una nueva atrocidad en casa. Bush es una perfecta creación del terrorismo. El terrorismo crea al terrorista que lo va a combatir con el terror. Para hacerlo, el nuevo terrorista tiene que aterrorizar a su país: o me siguen o el terrorismo ataca de nuevo, destruye nuestros hogares, torna insegura para siempre nuestra vida. O ellos o nosotros. “Nosotros”, le dice la mayoría del pueblo y la casi totalidad de la clase política y el establishment financiero. La solución es la guerra. Una guerra que elimine el terrorismo, los estados terroristas y toda posibilidad de resurgimiento. El rudo texano se transforma en el César del Imperio. Para impedir una nueva agresión hay que reordenar el mundo. Para reordenarlo el Imperio debe ser abiertamente, definitivamente un Imperio. Debe luchar, debe vencer, debe ocupar los territorios enemigos y mantenerse en ellos. El Imperio no es el imperialismo. El Imperio es el viejo colonialismo redivivo y posibilitado por la más poderosa maquinaria de guerra de la Historia. El imperialismo era la centralización del poder en un país hegemónico y la dominación de los otros por el capital financiero. Eso que explicaron Lenin y Rudolf Hilferding. El Imperio es la organización total y totalitaria del mundo según sus intereses y la ocupación militar de los territorios indóciles. En la actual reestructuración que Bush se propone hacer en el Oriente Medio su ambición es cesarista. Este cesarismo se lo permite su maquinaria de guerra. Para esta tarea no se requieren señores elegantes, personajes de lenguaje pulido. De aquí que resulte ineficaz insistir en las llamadas “bolufrases” de Bush. Nosotros, aquí, tuvimos durante diez años a un campeón de las “bolufrases” y reventó el país y burló y venció a todos los inteligentes que se reían de su relación lateral con el lenguaje. Bush habla como tiene que hablar. Acaso le alcance con saber decir: “Abran fuego”. Lo demás lo hacen los otros. Que no son “su” pandilla. No, es el Imperio a cuyo frente se halla. El Imperio que gobierna desde el miedo y la venganza. Resulta bastante patético llamar “pandilleros de Bush” o “pandilla de Bush” a todas las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, al entero Partido Demócrata y a la enorme mayoría de los norteamericanos que buscan ser protegidos por este grandote de modales ásperos. En un pasaje de Minima Moralia, Theodor Adorno dice que la estupidez de Hitler era una astucia de la razón. Es decir, algo que los acontecimientos requerían para su desarrollo. Si uno los mira con desapasionamiento –en lo posible– Hitler y su círculo íntimo eran una banda de freaks. Hitler era escueto, tenía un bigote chaplinesco y vociferaba como un energúmeno. Göering era un gordo lento y tenía cara de alemán bebedor de cerveza. Goebbels era contrahecho. Y Himmler se parecía más a Gengis Khan que a un ario puro de la raza de señores. Sin embargo, llegaron al poder con sorprendente legitimidad, sedujeron –por el terror, sin duda– a la nación alemana, que colaboró o no hizo nada por frenarlos o los aclamó hasta morir y desataron la barbarie. Así las cosas, la tosquedad de Bush, su frontalidad, su texanismo petrolero es, también, una astucia de la Historia. Sólo este monstruo podía salir del atentado a las Torres Gemelas.
El terrorismo no es una fuerza histórica. El marxismo buscó siempre superar las atrocidades del capital, pero lo hizo desde la Historia. Se proponía derrocar un sistema de producción y reemplazarlo por otro. También los movimientos de liberación tercermundistas del siglo pasado. No se trata de aniquilar la Historia, sino de cambiarla. Por el contrario, el terrorismo, en su desesperación por no tener una alternativa a lo existente, sólo busca su destrucción. Incurren en una fenomenal ceguera histórica quienes creen que lo de las Torres sirvió para algo. Sólo sirvió para Bush. Si el terrorismo del Islam (sin duda con anclajes en grupos fascistas de Estados Unidos) cree que combatir al Imperio es destruirle sus edificios simbólicos, está tan fuera de la Historia como lo decía Hegel en sus lecciones sobre filosofía de la historia, en Berlín, circa 1830, cuando lo condenaba a la pereza y la ahistoricidad. El odio terrorista es tan ahistórico como esa pereza que Hegel –como buen occidental– creía ver en Oriente. Sólo busca destruir lo existente y no sabe cómo reemplazarlo. Esta ignorancia implica no sólo un amor por la catástrofe, sino un desdén por la Historia.
Bush no intenta destruir la Historia. No, al menos, de la misma manera. No busca destruirla pero busca apropiársela, que es otro modo de congelarla. Para eso se desboca en la guerra. Y todos sabemos qué es la guerra. Es risible y es siniestra la consigna de hacerle la guerra a Irak para liberarlo. Una guerra se hace para dominar, para esclavizar. Una guerra es la apoteosis de la crueldad. Maquiavelo –a la crueldad– se la recomendaba al príncipe para ganar respeto entre los suyos. Clausewitz aconsejaba reprimir toda consideración “de humanidad”. El triunfo es el triunfo de la sangre, la victoria es siempre del más despiadado. Y, con dolor, Freud –en El malestar en la cultura– escribía: “Homo homini lupus (“El hombre es el lobo del hombre”): ¿quién se atrevería refutar este refrán después de todas las experiencias de la vida y de la Historia?” Nosotros, hoy, menos que nunca.

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