CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Me tocó en estos días no estar en Buenos Aires sino en Santiago, Chile. La convocatoria iberoamericana al segundo encuentro de literatura policial “Santiago Negro” nos reunió, en los salones del Centro Cultural de España, a un puñado de escritores de la lengua a intercambiar ideas y opiniones entre balazos y cadáveres imaginarios, pero con la música de fondo –bien real y contundente– de las bombas lacrimógenas y las sirenas de los carros hidrantes ahí nomás, en la calle. Todo muy estimulante: el policial y la situación en Chile, digo.
Coincidimos con varios escribas amigos y con algunos otros hasta ahora desconocidos, en la vitalidad del género negro, en la originalidad de su variante latina y en la necesidad de hacer una sabia pausa –el viernes– para ver los partidos de la primera fecha de las Eliminatorias para el Mundial de Brasil 2014. Más o menos futboleros, los escritores de relatos criminales de esta parte del continente americano no pudieron ni quisieron dejar pasar la oportunidad de ver cómo habían asimilado sus selecciones nacionales las penúltimas lecciones de la opaca Copa América. Y a mí no se me escapaba que, como en alguna otra y contada oportunidad –cierta vez en España, otra en Asunción– tendría que ver el partido contra Chile en territorio/contexto adversario. Toda una experiencia.
Pero no sólo eso. Los azares de la programación hicieron que precisamente el viernes a las diecisiete me tocara participar de una “Conversación sobre marginalidad y narrativa policial en América latina” a realizarse en Isla Negra, nada menos, en la casa de Pablo Neruda, santuario, museo, recinto de cultura y maravillas frente al mar, a dos horas de Santiago. El lugar y la casa son tan hermosos que marean, así que después de pasear y recorrer las salas saturadas de mascarones, barquitos en botellas, caracolas, pipas, máscaras, mariposas y recuerdos personales del poeta, nos sentamos, pasadas las dieciocho, ante los contados espectadores que en una tarde tan especial para la salud anímica del país trasandino,optaban por darle la espalda al televisor y escuchar a cierta gente hablar de novela negra: es decir, Chandler, Soriano, Vázquez Montalbán y no Valdivia, Suazo o el temible Messi.
Así, durante una hora y media divagamos a conciencia junto a Rosa Ribas y Eloi Yagüe sobre el tópico que nos convocaba, y luego de unos toquecitos de whisky, mariscos y buenos deseos, pude comprobar –con terror bien disimulado– que los organizadores, coherentes, cronométricos, bien organizados, nos subían a la combi para emprender el regreso: eran exactamente las ocho y cuarto. En síntesis: mi experiencia del cuatro a uno en el Monumental fue a través del relato apasionado y a oscuras de la transmisión chilena en la radio de la combi que escuché en silencio respetuoso y contenido entre adversarios secretamente amargados y algún extranjero indiferente. Lo que sigue es exactamente así: llegué al hotel, subí al cuarto, corrí a la tele y alcancé a ver –el pique de Lionel, el autopase, la caída, el silbato– los quince segundos (sic) finales del partido...
“Santiago Negro” en Isla Negra me dio la experiencia de una Selección que no vi, escuchándola a oscuras. Alegría, festejo contenido en un velorio.
El segundo round de desencuentros fue en la madrugada de ayer, horas después de los goles de Higuaín disfrutados de oídas. Tras esperar en vano repeticiones de jugadas principales o una nueva proyección del partido, terminé desvelado, de madrugada, sin decidirme entre dormir o esperar a Los Pumas ante los All Blacks, boleta prácticamente garantizada. Finalmente opté o terminé por dormirme con el televisor prendido y sin voz, cuestión de respeto a la consorte.
Me desperté a las cuatro y pico en la más profunda y silenciosa oscuridad, con el marcador 0-3 abajo y algo más de quince de juego. Los neocelandeses empujaban, la tenían siempre, y los de camiseta blanca y celeste tackleaban y tackleaban. Sin sonido, no entendía las infracciones, pero sí veía cómo el implacable pateador de los All Blacks nos embocaba casi sin apuntar. Hasta que el try imprevisto de Los Pumas casi me hace caer de la cama: con la pantalla en silencio, la repetición en cámara lenta era como mirar la caminata de Armstrong.
Así, del 6-7 al 10-15 con que llegamos a mediados del segundo tiempo tuve tiempo para ilusionarme en secreto, pero sin posibilidades de expresión. Hasta que, luego de varias salvadas providenciales, vino el tramo final en que nos apoyaron sin piedad, la salida de Ledesma con lágrimas, la despedida. Eran las seis y media de la mañana.
En la oscuridad del cuarto de hotel, los previsibles All Blacks –a la inversa de la Selección– habían tenido imagen, pero no voz. Terminaba para mí una insólita jornada larga, marcada alternadamente por las alegrías y la desazón, siempre con un oscuro lugar común: variaciones en negro.
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