› Por Leonardo Moledo
En el municipio de Miniápolis, que como todos sabemos queda lejos del mar, las controversias alrededor de la “ciencia nacional”, que tantos problemas habían causado y a tantos malentendidos habían conducido, siempre habían sido percibidas como en sordina, pero bastó con que un grupo posmoderno consiguiera ocasionalmente la intendencia (bien que por una ínfima minoría), para que todo se revitalizara, ya que el nuevo intendente, fiel a su ideología, proclamó la independencia de las leyes científicas frente a toda intromisión del estado nacional, y se dedicó a la no fácil tarea de modificarlas de tal modo que favorecieran a la población (en especial a sus votantes y a su comité de campaña, que había recibido generosos aportes de los empresarios de la construcción).
Por lo tanto, la primera en ser afectada fue la ley de gravedad, cuya potencia y efectividad se redujo a la cuarta parte. El efecto fue inmediato: las empresas constructoras, tomando en cuenta el nuevo ínfimo peso de los materiales (reducido a su cuarta parte), empezaron a levantar torres de cientos de pisos, impensables antes de la reforma, y que produjeron una inmediata reactivación económica. Pero si la Cámara de la Construcción estaba encantada, no ocurría lo mismo con los fabricantes de muebles, que se veían en figurillas para fabricar mesas y camas que quedaran fijas al piso y que no flotaran con la más leve brisa como si estuvieran hechas con madera balsa, y organizaron marchas de protesta, e incluso cortaron algunas calles importantes del municipio. Pero la oposición de la cámara de la construcción fue definitiva y la ley de gravedad quedó con su baja potencia, lo cual demostraba la postura posmoderna del intendente sobre que las leyes de la física eran solo cuestiones de poder, aunque se ofreció cierta compensación reduciendo el valor de pi a 2,1, con lo cual la superficie de los muebles exigía menos inversión en materiales y trabajo. Como los carpinteros no se quedaron del todo conformes, se desató una feroz represión, que dio con casi todos ellos en la cárcel.
Sin embargo, no eran éstos los únicos afectados: los automóviles, ahora muy pero muy livianos, tendieron a levantarse del suelo y volar, elevados por la corriente de aire que generaban; aunque en este caso la respuesta fue simple: se invirtieron las leyes de la aerodinámica, y los automóviles se pegaron al piso, pero los aviones se caían. El gobierno no consiguió imponer leyes diferenciales para autos y aviones, porque la naturaleza, aun en ese estado de desorden, se negaba a distinguirlos, por lo que se optó por suspender todos los vuelos, con lo cual Miniápolis quedó aislada, ya que los aviones que cruzaban los límites del municipio se estrellaban y los transportes terrestres, apenas pasaban el cartel de bienvenida, volaban por los aires.
Pareció que se correría peligro de desabastecimiento, pero el intendente no se arredró: suprimió por decreto de necesidad y urgencia los dos principios de la termodinámica, a partir de lo cual empezaron a florecer las máquinas de movimiento continuo, capaces de extraer energía de la nada; lo cual desquició el sistema económico, ya que los bienes fluían sin costo energético alguno, y se acumulaban en pirámides enormes (gracias a la baja gravedad): era imposible exportarlas, ya que, obviamente, no funcionaban fuera de Miniápolis, y además, generaban calor, que se acumulaba en los límites del municipio sin posibilidades de disiparse más allá de sus límites, y empezaban a afectar seriamente al clima.
Pero nadie se preocupó mucho, porque la energía gratis (que había logrado el ostensible milagro de que algunos commodities tuvieran precio negativo, es decir, que cualquier comprador al llevarse un artículo recibiera dinero en vez de entregarlo), llevó a la prosperidad hasta tal punto de saturación que pronto, mientras las máquinas de movimiento continuo producían energía de la nada, y otras máquinas, diseñadas adaptando las leyes naturales a los diversos productos, se encargaban de producir todo lo que se necesitaba, los ciudadanos de Miniápolis se dieran cuenta de que no tenían nada que hacer y como era de esperar, se volcaron en su totalidad al ocio recreativo.
Lo cual llevó al crecimiento desmesurado de las prácticas deportivas: que no resultaron fáciles, por cierto, porque era tal el caos en las leyes de la naturaleza, que las pelotas doblaban en ángulos rectos, o seguían trayectorias completamente arbitrarias. Los diferentes clubes exigieron leyes apropiadas para cada deporte. Cada vez se hacía más obvio que un solo juego de leyes para todo el municipio no bastaba, y así fue que mediante un coup de force, el intendente fue derrocado y sustituido por una comisión que proclamó la independencia científica de los barrios, con lo cual cada uno de ellos ajustó las leyes de la óptica para que los locales pudieran ver a los visitantes, pero no a la inversa, y para que las trayectorias que describían las pelotas fueran tales que siempre entraran en el arco contrario, con lo cual el resultado de los partidos se conocía de antemano (cualquier físico podía predecirlo con absoluta exactitud), con lo cual el deporte perdió todo interés. Pero además, algunos barrios modificaron las leyes de la evolución, imponiendo el adaptacionismo lamarckiano (y adelantando sus tiempos), y así algunos ciudadanos empezaron a desarrollar incipientes alas, que crecían y crecían con el esfuerzo. Pero aun antes de que se elevara la primera bandada barrial, un grupo extremista (que no en vano provenía del barrio llamado Saint Honoré) logró imponer a un intendente que abolió lisa y llanamente todas las leyes de la naturaleza, y las sustituyó por el relato subjetivo de cada uno. El floreciente municipio se convirtió en un conglomerado de autismos, que vivían en un universo interno y totalmente objetivo, donde todo, desde las partículas elementales hasta las heladeras, funcionaba al compás de los caprichos mentales. Pareció que Miniápolis había alcanzado un estado eternamente estable, en el que nadie se movía, sino que se limitaba a pensar un mundo totalmente desconectado del de los demás, y que esa situación seguiría así para siempre.
Pero nadie recordaba, en medio del caos natural, a los carpinteros, encerrados en hórridas mazmorras: ansiosos de vengarse de los vejámenes recibidos, planificaron una acción audaz y concertada: modificaron la constante cosmológica de tal manera que, instantáneamente, el universo dejó de expandirse y empezó a contraerse de forma velocísima, amenazando a Miniápolis con hundirse en cuestión de pocas semanas en un Big Crunch y quizás en un agujero negro. Fue entonces cuando el gobierno nacional, advertido por un grupo de cosmólogos, a través del Ministerio de Ciencias ocupó el municipio, restableció las leyes naturales, liberó a los carpinteros y salvó a Miniápolis (y posiblemente al Universo entero) de la destrucción.
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